martes, octubre 11, 2016

Dos no se entienden si uno no quiere



Obra de Alex Katz
Existe una locución que esclarece que «dos no riñen si uno no quiere». A mí me gusta parafrasearla y colocarla en la dirección contraria: «dos no se entienden si uno no quiere». Es una aplastante obviedad porque el diálogo es una empresa cooperativa. Todo entendimiento con el otro solicita una artesanía de índole mutualista. Cuando hablo de entendimiento me refiero a la reducción de las tasas de disensión, no necesariamente a la construcción de un consenso. Entender al otro no es exclusivo sinónimo de estar de acuerdo con él. La etimología de la palabra diálogo corrobora esta tesis. Diálogo se deriva de dia (que circula) y logo (palabra). Podemos definir diálogo como la palabra que circula. Le podemos suministrar además el propósito de su circulación: es la palabra que circula para que decrezca la ignorancia que los interlocutores poseen el uno del otro. En el primero de los cuatro capítulos del libro La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe, porque sin esta estructura de la razón comunicativa es harto difícil que ninguno de nosotros podamos establecer segmentos de inteligibilidad con nadie. El entendimiento, o la compatibilidad educada de la disparidad, que persigue la palabra que circula entre nosotros no se puede alcanzar de manera unilateral. Indefectiblemente necesitamos la cooperación del otro.  Esta cooperación es primordial como procedimiento, pero sobre todo es nuclear como actitud. 

La mejor definición de diálogo se la leí de forma causal hace unos años a Emilio Lledó.  El filósofo describía magistralmente el diálogo como las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. He necesitado muchos años de estudio para atreverme a decir ahora que sin bondad no puede emerger el diálogo. La arquitectura del diálogo necesita la predisposición ética, la pacífica inclusión de mi interlocutor en mis deliberaciones y en mis juicios con el deseo de atenuar la disensión. La ausencia de un sentimiento de apertura al otro como la bondad es una disfunción que anula el engranaje de este enorme hallazgo de la inteligencia. En Ética de la hospitalidad, el también filósofo Innerarity explica que «la organización respetuosa de las diferencias implica una disposición a dejarse interpelar por otros puntos de vista, algo muy contrario de la conservación obstinada de la propia peculiaridad». La mayoría de las fricciones que trata de neutralizar el diálogo se deben a que perseguimos que nuestro interlocutor acepte nuestros enunciados apodícticos (aquellos que no se pueden afirmar si son verdaderos o falsos) y renuncie a los suyos. Todo lo relacionado con nuestras deliberaciones cursa con nuestro gigantesco andamiaje sentimental (emociones, sentimientos, pensamientos, tabla axiológica, deseos, expectativas, capital empírico), y en ese macrocosmos singular no hay verdades ni falsedades, ni veracidades ni mendacidades, ni razón ni sinrazón, ni errores ni aciertos. En el mundo deliberativo dos afirmaciones antagónicas no se destruyen, sino que el diálogo se yergue en el instrumento que intenta entenderlas sin necesidad de eliminarlas. Sólo se puede percibir claramente esta magnitud con la participación sentimental de la bondad y el trato ético cuando esa misma bondad se convierte en virtud. Dicho con una especie de tautología muy sencilla y casi nemotécnica: «sólo se puede entender si se quiere entender». Sólo se pueden encontrar evidencias mancomunadas que superen a las anteriores si uno acepta que hay que buscarlas con la ayuda cooperativa de los mejores argumentos. El sitio donde se celebra esa búsqueda se llama diálogo. El lugar donde circula la palabra.


(*) El viernes 21 de octubre hablaré sobre el diálogo en la conferencia inaugural del Primer Congreso de Gestión de Conflictos y Mediación Ciudad de Bormujos (Sevilla).  Será a las cinco de la tarde. Más información aquí.

(*) Y los días 25 y 26 de Noviembre participaré en las IV Jornadas Nacionales de Mediación, que este año se celebrarán en Salamanca. Desde el atril defenderé "El monopolio del diálogo en la solución de las fricciones humanas".



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jueves, octubre 06, 2016

La cara es el escaparate del alma



Obra de Felipe Achondo
La acepción popular asegura que la cara es el espejo del alma,  pero a mí me gusta objetar que la cara no es espejo de nada, es el escaparate de toda la economía de ese sistema que llamamos persona. Una persona es un sistema intrincadísimo compuesto de instrumentos emocionales, cognitivos y sentimentales sobresaturado de combinaciones inacabables que hacen que la organización egocéntrica de cada uno de nosotros obtenga un resultado distinto a la organización urdida por cualquier otro. Este es el sencillo motivo por el que no existen dos personas idénticas en un lugar habitado por siete mil trescientos cuarenta y nueve millones de ellas. Hace tiempo le leí al psiquiatra Carlos Castilla del Pino que no es lo mismo el rostro que la cara. Podemos decir que el rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza. Ese diminuto espacio de la parte más elevada de nuestro cuerpo se convierte en el asentamiento de nuestra vida afectiva. Allí se acuna todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que acontecieron, las construcciones deliberadas y la colisión con lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad. 

La cara es la única parte que siempre llevamos descubierta, la única extensión con la que colisionarán los ojos de la mirada que me objetiva, la mirada que hace que yo deje de ser nadie. Del mismo modo que los buenos cantantes logran la proeza de acurrucar en su voz las vicisitudes con las que se han ido tropezando a lo largo de su vida, la cara es el anuncio publicitario de nuestra biografía. En este espacio reducido afloran los resultados que han ido cosechando las diferentes funciones de nuestros sentimientos. En la cara se solidifica la vinculación del sujeto con el mundo, la jerarquización de los valores personales y éticos que orientan sus decisiones, la ordenación de la realidad para construir su realidad. A medida que transcurre el tiempo la cara se metamorfosea en un mapa en el que quedan claramente localizados los episodios de mayor significación emocional por los que hemos pasado. La cara no habla, pero en su peculiar orografía se pueden leer muchos textos autobiográficos.

El padre de la microsociología Irving Goffman acuñó una expresión maravillosa que yo empleo frecuentemente en los cursos y que considero nuclear en el ámbito de las interacciones humanas: «salvar la cara al otro». Salvar la cara al otro es respetar la dignidad de nuestro interlocutor, mantener incólumne la consideración, no restregarle su terquedad en el error, sobre todo cuando finalmente ha capitulado y ha convenido que la evidencia que se le muestra es mejor que la que él defendió hasta este instante. Salvar la cara al otro es afirmar que el nuevo escenario nos mejora a ambos. Nada que ver con el hiriente «te lo dije», o el humillante «¿ves cómo yo tenía razón?». La cara es el escaparate del alma y lanzar allí metafóricas piedras es una profanación. Tenemos que obligarnos a salvar la cara al otro, pero también tenemos que asumir el deber de salvar la nuestra, que es el símil corpóreo del autorrespeto. Más allá de consideraciones cosméticas (cosmética deriva de cosmos, orden, así que significa aquello que ordena nuestra cara), el cuidado de la cara se erige en metáfora de nuestra dignidad. Porque la cara no es ningún espejo. Junto a las palabras que pronunciamos es el balcón al que se asoma lo que somos.



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