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Juegos y adivinanzas, de Mary Sales |
No deja de sorprenderme la excesiva valoración del silencio
como forma de comunicación. Existe una promocionada poética del silencio en
detrimento de las palabras, esas encarnaciones de nuestros pensamientos que, al
compartirlas con los demás, parece que en vez de hacernos inteligibles nos
convierten en un jeroglífico o en un triste nudo gordiano. Es como si la caligrafía silenciosa de la mirada
de uno cuando se junta con la mirada de otro estuviese inmunizada a lecturas
tergiversadas o a suposiciones erráticas, y al revés, se arguye tácitamente que las palabras son estructuras verbales invalidadas
para una comunicación limpia de equívocos y exenta de la sospecha de la mentira. Esta apología del silencio viene a concluir que las palabras nos
pueden confundir, pero el silencio de unos ojos que cogen de la mano a otros ojos está bendecido de una pureza que no admite malinterpretaciones ni impostura. Cuando las miradas chocan
suavemente entre ellas en el envoltorio cerrado de un silencio es imposible la comparecencia del error. Los ojos no mienten, la mirada no contamina, la sintaxis del gesto construye relatos nítidos y diáfanos, la incomparecencia del verbo evita ensuciar el instante, toda esta geografía silenciosa es matemáticamente infalible y narrativamente muy sólida. He aquí compendiado el elogio del silencio al que me refería antes. Es cierto que
en muchas ocasiones un silencio es una forma muy elocuente de comunicarse. Hay silencios tan expresivos y tan férreamente construidos que añadir algo más es una redundancia que debilita la argumentación que traen anexionada. Pero
a mí me gusta recordar un matiz que se olvida con peligrosa frecuencia. Cuando
dos o más personas no necesitan hablar para entenderse es porque han hablado
mucho todas las veces anteriores en las que la mirada no fue suficiente para
que se entendieran. Dependiendo para qué, un silencio puede valer más que mil palabras, pero sólo cuando
sabemos qué palabras ha elegido entre las miles de ellas que puede utilizar sin ni tan siquiera tener que pronunciarlas. El silencio no necesita palabras para decir lo que quiere decir, pero quien lo recibe sí las necesita para deletrearlo correctamente.
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