martes, noviembre 28, 2017

Donde hay amor la ética no hace falta



Obra de Alex Katz
En mis clases siempre defino la ética como la incursión del otro en mis deliberaciones. Es una definición propia cosechada en una época en la que no paré de estudiar la relevancia de los demás en nuestras vidas. Estaba tan abducido por este tema y por la retícula en la que se despliega la aventura humana que el ensayo La capital del mundo es nosotros fue la consecuencia precipitada de un libro que soñaba con escribir algún día bajo el sucinto título de Los demás. Ese título me sirve ahora para dar una vuelta de tuerca a la definición y puntualizar de un modo poéticamente más hermoso qué es la ética: «La ética es el descubrimiento de pensar en plural».  Es muy fácil pensar en plural en entornos presididos por el afecto, pero  las cosas se complican cuando el afecto se desvanece o ni tan siquiera comparece, y es sencillo que esto suceda cuando interactuamos con personas  a las que no conocemos de nada, o con las que nos cruzamos apresuradamente por la calle,  o con todas las existencias que ni tan siquiera vemos pero que sabemos que están circundándonos como habitantes de un mismo y gigantesco espacio compartido. La ética como reflexión moral ha intentado descubrir cómo podemos comportarnos afectuosamente con aquel por el que no sentimos afecto. La cuestión es espinosa porque el afecto se mueve en la parcialidad, pero la ética aspira a la universalidad. La solución encontrada es que donde no llega el afecto ha de llegar la virtud, conducirnos afectuosamente con los demás sin necesidad de sentir afecto porque vemos en el otro un equivalente a nosotros. Donde no nos alcanza el sentimiento que nos alcance su racionalización encarnada en acción. Acabo de explicar qué es la virtud.

Siempre he defendido que donde hay afecto la ética no hace falta. Hace unos días comentaba en otro artículo que en mis cursos suelo explicar el dilema del prisionero. La policía arresta a dos sospechosos, los incomunica en celdas diferentes y les propone elegir entre confesarse culpables o inocentes de un delito. El trato es el siguiente. Si ambos confiesan, serán condenados a seis años de prisión; si ninguno confiesa, la condena será de un año; pero si uno de ellos confiesa y el otro no, el primero será liberado y el segundo sufrirá una pena de diez años.  Los alumnos empiezan a especular y no tienen nada claro qué decisión tomar puesto que sospechan que el otro prisionero les traicionará. Ahora bien, si ese otro prisionero es una persona a la que quieren y les quiere, no tardan ni un segundo en elegir la opción que más beneficia a ambos. El amor explica esta reacción. En su sentido primigenio la palabra amor no vinculaba ni con la sexualidad ni con la atracción física ni con la libido. La palabra amor proviene de la palabra amma, madre, (de aquí también procede la palabra amistad) y del verbo latino amare, amar, dar caricias de madre. El sufijo or es el efecto de esa acción. Por tanto el amor es una actividad que se concreta en cuidar al otro, atenderlo (es decir, poner la atención en él), asistirlo. Yo vindico que no hay mayor cuidado que el que en la vida de cualquier ser humano se cumplan estrictamente los Derechos Humanos. Como somos seres tremendamente frágiles y vulnerables, como el cuerpo se deteriora y es ineluctable la decrepitud de la carne, como el dolor acecha sin tregua para asestarnos algún golpe, el cuidado es tan inapelable en la aventura humana que algunos autores lo elevan a la misma categoría que la justicia. Igual que existe la justicia para todos, todos deberíamos tener garantizado el cuidado. 

Cuando hay amor y cuidamos al otro, la ética, que es incluir al otro en mis deliberaciones y actuar conforme a la opción que más nos conviene a ambos, sobra. Hace unos días leí a Savater en Invitación a la ética algo parecido que me congratuló, porque ratificaba la tesis que yo defiendo en Los sentimientos también tienen razón. Savater empleaba un símil precioso para argumentar su tesis. Donde hay amor no hace falta ética, del mismo modo que donde brilla el sol es innecesaria la luz de una bombilla. Cuando amamos al otro le otorgamos una condición de existencia incanjeable, descubrimos su singularidad, cuidamos su dignidad. Le afirmamos de la misma manera que nos afirman cuando nos aman. Quizá acaso esta constatación convierta a la criatura humana en un mendigo de cariño y reconocimiento o, esgrimiendo el argot psicológico, un menesteroso de afiliación y afectividad. Leamos de nuevo a Savater: «Donde el amor se instaura, sobra la ética y deja de tener sentido la virtud. Los objetivos de la virtud (valor, generosidad, humanidad, solidaridad, justicia) lo consigue el amor sin proponérselo siquiera, sin esfuerzo ni disciplina». Quizá ahora se entienda mejor la célebre exhortación de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Aunque suene a proclama libertina, es una fórmula enteramente ética. Quizá la más ética de todas.



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martes, noviembre 21, 2017

No hay nada más práctico que la ética



Obra de Didier Lourenço
En la mayoría de mis cursos siempre me topo con un serio problema. Etimológicamente la palabra «problema» indica algo que se arroja delante de uno para impedirle el paso. Yo me encuentro con un impedimento frecuente para poder continuar mis intervenciones. He comprobado que son muy pocos los que saben concretar qué es la ética. Algunos saben qué es, pero no saben decir qué es lo que saben que es. En 2014 la profesora Adela Cortina fue galardonada con el Premio Nacional de Ensayo con un libro de título inequívoco y voluntad esclarecedora: ¿Para qué sirve realmente la ética? Cada vez comprendo mejor por qué decidió escribirlo y publicarlo. La semana pasada compartí una charla en una facultad de educación y se lo pregunté a los alumnos y alumnas. La respuesta fue un multitudinario encogimiento de hombros. La ética es incluir al otro en mis deliberaciones, les dije, pero no a un otro cualquiera y vaporoso, sino a un otro dotado de la misma dignidad que solicito para mí. Esta definición nos obliga a su vez a tratar de especificar qué es la dignidad. Para ser entendida, toda palabra requiere la presencia de otras palabras. Toda definición se sostiene en otras definiciones.

Siempre cuento como anécdota la acalorada sorpresa que se llevó una trabajadora social cuando en mitad de una mesa redonda afirmé que la dignidad es un invento. Me espetó que cómo me atrevía a decir algo tan sonrojante. Le contesté que no había dicho nada ni atrevido ni burdo. La dignidad es una creación ética de la inteligencia, una portentosa invención que ha elevado la vida humana hasta cotas impensables e inaccesibles desde ángulos meramente biológicos. Es el valor común que los seres humanos nos hemos dado a nosotros mismos al considerarnos valiosos, un valor que tiene reconocimiento jurídico y se convierte en derecho gracias a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nos consideramos valiosos porque somos autónomos, es decir, podemos elegir qué fines queremos para dar forma a nuestra vida. Para que esa autonomía sea posible vivimos en ámbitos de interdependencia y debemos tener garantizados unos recursos mínimos, que son los que se tipifican en la Carta Magna. Unos mínimos para ser autónomos y para posibilitar que cada individuo decida luego con qué máximos anhela rellenar el contenido personal de su felicidad. Descubrimos así que la interdependencia es la garantía de la independencia o, como escribe Marina, la felicidad privada necesita un marco de felicidad colectiva. La interdependencia posibilita la satisfacción de las necesidades primarias, pero la independencia es condición insoslayable para el acceso a una vida en la que cada uno se plenifique según sus preferencias. Los filósofos griegos lo dedujeron muy pronto. Solo la vida en común nos permite ascender a una vida buena. La dignidad se torna real gracias a nuestra conducta respetuosa con el otro, y a que el otro haga lo propio con nosotros. Respetarnos es respetar nuestra condición de criaturas dignas.

Este ejercicio de deliberación permanente es lo más práctico que podemos hacer en la vida. Deliberamos qué queremos para nosotros y al hacerlo incluimos al otro, porque nuestra condición de seres interdependientes nos condena a que cualquiera de nuestras decisiones una vez hechas acciones impacte en la vida de los demás. La deliberación es privada, pero la acción siempre es política, siempre se despliega en el espacio compartido. La aventura humana ha comprobado que ese espacio es más enriquecedor si nuestras acciones individuales no mancillan la dignidad del resto de los miembros que también forman parte de la misma aventura. Más todavía. Cualquier decisión que adoptemos lleva implícito un modelo de humanidad. Por eso la ética es mucho más práctica que cualquier saber técnico que sirva para inventar artilugios, por muy prácticos que sean.

Aristóteles distinguía dos tipos de acción humana, la praxis y la poiesis, las virtudes y las artes y ciencias. No es lo mismo lo que somos que lo que hacemos. Cuando acudo a congresos los participantes se suelen presentar equivocadamente diciendo que son lo que hacen. Yo suelo contar en plan hilarante que mi única aspiración es cumplir la máxima de Píndaro, «ser el que ya soy», tarea que exige un esfuerzo hercúleo porque la realidad propende a sabotearla. «El hombre no puede dejar de enfrentarse a las cosas, porque así prueba que él no es cosa alguna», escribe Savater en su Invitación a la ética. Lo práctico es aquello que se refiere al ser, no al hacer, porque hacemos cosas, pero el ser que las hace no es una cosa, no es un objeto, es un sujeto. Por eso no hay saber más práctico que la ética, que se refiere al comportamiento de nuestro ser en la indefectible intersección con otros seres, frente a los saberes técnicos, que se refieren a las cosas que hace el ser. Curiosamente los términos se han invertido en el mundo contemporáneo. El saber práctico es ahora el saber técnico, y se denomina saber teórico al saber filosófico, cuando no hay nada más práctico que todo lo relacionado con conducirse bien, reflexión absolutamente ética. Sospecho que esta subversión no es gratuita. Delata el momento crepuscular del pensamiento crítico, creativo y ético.



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