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martes, junio 11, 2019

¿Qué significa afirmar de alguien que no tiene sentimientos?



Obra de Gabriel Schmitz
Resulta especialmente esperanzador que cada vez que hablamos de los sentimientos en abstracto nos refiramos tácitamente a los buenos sentimientos. Señalar los sentimientos en bloque es una expresión que economiza léxico en tanto que no necesitamos ningún adjetivo calificativo que haga compañía al sustantivo para aclarar de qué estamos hablando. Precisamente dar por sentado que hablar de sentimientos es hablar de buenos sentimientos es un motivo de optimismo antropológico. Este cotidiano hecho lingüístico delata sin que seamos muy conscientes qué contenidos consideramos que sería conveniente que formaran parte de nuestro haber afectivo. Entiendo como buenos sentimientos aquellos en los que me preocupa el otro, aquellos que me exhortan al malabarismo de pensar en plural. En el ensayo La razón también tiene sentimientos los conceptualizo como «sentimientos de apertura al otro». Una persona con sentimientos es una persona a la que catalogamos de buena, compasiva, generosa, equitativa, afectuosa, agradecida, amable, bondadosa, ética, hospitalaria. Es evidente que si hay buenos sentimientos es porque admitimos su contrafigura, que en mi taxonomía califico de «sentimientos de clausura». El odio, la envidia, la soberbia, el rencor, los celos, la iracundia, la crueldad, la arrogancia, el egoísmo, el desdén, la contraempatía, la indolencia, son experiencias sentimentales que cuartean la convivencia en la que nuestra existencia se despliega al lado de otras existencias para poder hacerse vida humana. Cuando una persona se rige preponderantemente por estas últimas inercias afectivas decimos de ella que «no tiene sentimientos».

El lenguaje llano identifica deseos éticos manufacturando términos de una aplastante sencillez nominal. Existen muchas alocuciones maravillosamente fértiles para el estudio de las aspiraciones humanas. Albergar malos sentimientos se resume lingüísticamente con la sencilla expresión «no tener sentimientos». No tener sentimientos no es no tenerlos, sino articular el comportamiento por el mandato de sentimientos insertos en nuestro aparataje afectivo que consideramos muy desfavorables para convivir bien. Para señalar algo análogo, también se suele esgrimir la taxativa expresión «es una persona sin corazón». O la tremendamente ilustrativa «es un desalmado», alguien que no tiene alma, lo que confirma que al alma se le atribuyen intrínsecamente sentimientos nobles. En estos tres últimos casos el sujeto aludido en los enunciados tiene sentimientos, tiene corazón y tiene  alma. Lo que ocurre es que sus sentimientos, su corazón y su alma difieren de lo que nos gustaría que el sujeto alojase en ellos. Este gustaría señala un horizonte ético y sentimental, un marco en el que ya se esciden y se estratifican unas formas de sentir de otras. La subjetividad elige qué sentir y al elegirlo se autoconfigura su especificidad y su eticidad. Para evitar caer en la confusión aclaro que los sentimientos no son emociones, y que ciertas emociones (irascibilidad, miedo, tristeza) son tremendamente útiles para nuestra adaptabilidad. Ocurre que si sus respuestas se orquestan de un modo errático, entonces pueden devenir en deletéreas. Sin embargo, los malos sentimientos son mórbidos al margen de su gestión.

Konraz Lorenz profetizaba que uno de los males que asolarían al mundo en el siglo XXI estribaba en que los seres humanos dejarían de poseer sentimientos. Lo dejó por escrito en los años setenta del siglo pasado en su ensayo Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada. Obviamente nuestro antropólogo y Premio Nobel de Medicina se equivocó. No podemos prescindir de nuestra tecnología sentimental, no existen acciones ni inmotivadas ni desvinculadas de inclinación sentimental. Intuyo que lo que Lorenz quiso afirmar con una sentencia tan lapidaria es que el ser humano iría atenuando la presencia de sentimientos de apertura en su entramado afectivo a favor de la colonización cada vez más invasiva de los sentimientos de clausura al otro. El ser que sucede siempre sucede en la interacción con otros seres que también suceden, y ese ser cada vez más vehicularía su conducta con sentimientos de clausura, aquellos en los que se relee al otro como un permanente medio para satisfacer fines personales, jamás como una equiparidad que merece respeto y ser tratada como un fin en sí misma.

De hecho, los tres elementos más constitutivos de la racionalidad neoliberal que tentacularmente se ha apropiado de la realidad y de nuestra manera de inteligirla son el individualismo, la competencia y la optimización lucrativa con el menor número posible de trabas éticas y normativas tanto en el sistema productivo como en el financiero. Son dimensiones que necesitan profundos sentimientos de clausura para ser ejecutadas con absoluta eficacia, sentimientos que se fomentan con el proselitismo de la competitividad y con la eliminación progresiva de espacios, tiempos y prácticas de vida en los que se puedan cultivar y desarrollar los vínculos comunitarios. Justificamos la ausencia de sentimientos en las grandes decisiones políticas del devenir humano bajo el subterfugio de la economía. Recuerdo uno de los últimos ensayos de Vicente Verdú titulado Apocalisis now en el que su análisis sobre la hecatombe financiera se compendiaba en que sobra economía y falta empatía. Anhelamos en el calor hogareño de nuestro diminuto alrededor personas con sentimientos, que citados a secas son siempre sentimientos de apertura, pero organizamos la vida humana a escala meso y macroscópica con sistemas que estimulan los sentimientos de clausura. He aquí la paradoja.



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martes, mayo 21, 2019

«Es una buena persona», el mayor elogio en el vocabulario humano


Obra de David Jon Kassan
Me llama mucho la atención cómo las grandes virtudes de la agenda humana tienden a ser sinónimas. A medida que he profundizado en el estudio y la indagación del entramado afectivo que nos constituye como subjetividades autónomas e interdependientes a la vez, he podido comprobar que las palabras vinculadas con la excelencia del comportamiento tienden  a formar una red prácticamente sinónima. El significado de una palabra da sustento semántico a otra, pero esta otra hace lo mismo con la primera. Pienso en términos como cuidado, amor, amparo, compasión, bondad, amabilidad,  respeto, admiración, consideración. Empecemos a desgranar estas palabras para esclarecer en qué lugares y en qué ficciones éticas nos depositan cada vez que las pronunciamos y nos pronuncian. En El aprendizaje de la sabiduría, José Antonio Marina comparte una preciosa descripción del cuidado. «Cuidar a otra persona es prestar atención a sus sentimientos, procurar ayudarle en sus problemas y estar interesado no solo en su bienestar, sino en su progreso, dos componentes de la felicidad». Casi setenta páginas después Marina vuelve a posar su mirada sobre el cuidado: «Cuidar es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso». En su sentido prístino, el amor no vinculaba con la atracción física ni con la sexualidad, sino con el cuidado, con la protección de la fragilidad y la precariedad que supone haber sido nacido y colocado en una existencia con la que no nos queda más remedio que hacer algo hasta que se termine. El amor es la responsabilidad de que un yo cuide de un tú, una responsabilidad facultativa inspirada por las inercias del afecto. 

Cuidar, amar y amparar son verbos que indican tareas homólogas. El amparo es acoger al otro y guarecerlo de las intemperies que sitian la debilidad humana, pero cuidar, como se ha colegido antes, significa exactamente lo mismo. Estamos empezando a vislumbrar la sinonimia de las grandes palabras. La conducta que catalogamos como humana es aquella en la que uno se preocupa del otro, es decir, lo ampara y lo cuida para amortiguar su condición frangible, la de un ser menesteroso que no se basta a sí mismo ante el indomable tamaño de las dificultades anexadas a estar vivo. Al cuidarlo es bondadoso, porque la bondad consiste en cuidar y ampliar las posibilidades para que el bienestar y la tranquilidad comparezcan en la vida del otro. Esta donación de ayuda surge porque el receptor es considerado valioso, un sujeto portador de dignidad, el valor común que nos hemos arrogado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Somos valiosos y tenemos dignidad porque una vez derrocada la necesidad podemos elegir libremente. Entre todo el repertorio de elecciones puesto a nuestra disposición, la más sublime de todas es la de los fines con los que dotar de sentido nuestra vida. Cuando cuido esa dignidad soy considerado y respetuoso con esa persona y, en tanto que me merece respeto, la incluyo en las mediaciones reflexivas en las que me pienso yo, puesto que mi mismidad está configurada de los lazos que me anudan a esa mismidad y al resto de mismidades con las que comparto la aventura humana. Cuando el otro no está bien cuidado, y mi alfabetización sentimental y la racionalidad ética están bien estructuradas e interiorizadas, siento compasión, el sentimiento en el que el dolor del otro me duele, y al dolerme elaboro planes de acción para neutralizarlo o erradicarlo de su cuerpo, o de su vida. Compartir el dolor atenúa el dolor, pero sentir su titularidad propende a neutralizar las causas. El lenguaje común nos dice que si la contemplación del sufrimiento de un semejante nos araña y nos punza, estamos siendo radicalmente humanos en nuestro proceder. Cuando mostramos imperturbabilidad o inatención ante el dolor del prójimo, el lenguaje sanciona esa conducta como inhumana.  

Cuando actúo compasivamente lo hago con amor, porque insisto que el amor es cuidar al otro, y cuidar al otro es estimar su dignidad, y atender su dignidad es la máxima representación de humanidad, que es el resumen en el que el otro me preocupa, y por ello le concedo atención, cuidado y respeto.  Este respeto es inseparable de la amabilidad, el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que nuestros actos hagan su vida más grata. Cuando se comportan respetuosa y afablemente con nosotros, tendemos a responder con agradecimiento, que es la respuesta con la que devolvemos el cuidado y la amabilidad recibidos. He aquí la intercambiabilidad de las palabras referidas a lo más humano de la vida humana, que precisamente es humana porque es compartida de un modo nodal. Todo es sinónimo de todo, y por eso toda reflexión que se sumerja en lo más profundo de nuestra vulnerabilidad se acaba explicando con la sencillez aplastante de las tautologías. También recurriendo al lenguaje de lo cotidiano, que alberga expresiones de una insondabilidad sobrecogedora y consigue que el papiltar de la vida se encapsule en expresiones de una asombrosa llaneza acientífica, inalcanzable para el lenguaje de la ortodoxia y el conocimiento. Cuando una persona incorpora a su conducta todo el mosaico de virtudes y sentimientos que he tratado de explicar aquí, entonces ese lenguaje sencillo nos permite decir que estamos delante de una buena persona. Yo, que me jacto de traficar con volúmenes ingentes de palabras, no conozco un elogio más grande y más bello. Quizá tampoco otro más emocionante.



Nota: Esta tarde pronunciaré una conferencia en el Círculo Mercantil de Sevilla a las ocho de la tarde con motivo del Quinto Aniversario de este blog. Hablaré de estas y otras reflexiones depositadas aquí a lo largo de estos cinco años. Estáis invitados. 



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martes, febrero 26, 2019

El amor no se mendiga


Obra de Clare Elsaesser
Este artículo está mal titulado. Un título mucho más ajustado y veraz hubiese sido «El amor no debería mendigarse». Ese debería prescriptivo de este segundo enunciado indica la existencia de mendicidad en los dominios de la relación romántica (entendida como la relación presidida por lazos apasionados, atracción sexual, admiración mutua, creencia indiscutida de que sin el otro la vida no tendría sentido). Desgraciadamente cuando un miembro de la pareja declara la defunción de su amor y por lo tanto la irrevocable clausura del vínculo, puede ocurrir que la parte afectada limosnee ese amor perdido con el fin de recuperarlo y mantener la relación, auque sea incluso en términos desfavorables para sus intereses.  Como ha mistificado que «sin ti no soy nada», emprende lo que haga falta para seguir siendo algo. Hay una brutal disonancia entre estos dos corazones que ya habitan en relatos dispares. Probablemente uno considera derruido el proyecto tras una lenta y meditada maduración de la decisión, y el otro se encuentra con la sorpresa informativa de la ruptura decidida, con su impugnación y su frontal desacuerdo, con el asedio numantino de sentimientos de aflicción y abandono. En esta situación es probable que el que se resiste a la despedida enumere alguna capitulación que sirva de estímulo para que su pareja revise la medida adoptada, recapacite, amplíe los ángulos de valoración, imagine nuevas posibilidades de reencuentro. Todo con el objeto de que se retracte. Si la decisión de poner punto final se mantiene firme, el listado de praxis para evitar ese fatídico punto de no retorno puede ampliarse. Se realizarán nuevas concesiones, renuncias, estrategias acomodaticias, o incluso abdicaciones vinculadas con el autorrespeto, para evitar que la contraparte cumpla lo anunciado.

Traducir la pervivencia del amor en capitulaciones, o en sacrificios que conllevan anulación, o en una pautada espera, o en mutar el régimen sentimental hasta la inmolación, no suele devolver el amor al desenamorado, pero sí puede provocar en el mendicante la corrosiva decepción de amarse poco y muy mal. Hace unos días la escritora, y estudiosa de lo romántico como construcción política, Coral Herrera, que estos días promociona su libro Hombres que ya no hacen sufrir por amor. Transformando las masculinidades, continuación de Mujeres que ya no sufren por amor. Transformando el mito romántico, publicó un artículo titulado Consecuencias de estar con alguien que no te ama. En el texto hablaba de esas situaciones que se dan cuando en una relación uno de los miembros no está enamorado, o no sabe querer bien, o le da miedo, o no se encuentra en el momento idóneo para comprometerse en un proyecto común. Aunque se pespuntean varias ideas, la idea central del texto es que no debemos amar a cualquier precio. Su tesis es que el amor se da o no se da, y por tanto mendigarlo es no entender su genuina semántica. En el ensayo La razón también tiene sentimientos escribí un epígrafe muy extenso en el que postulaba nuestra condición de sujetos pasivos en la experiencia del enamoramiento. En el lenguaje cotidiano solemos decir «me he enamorado», cuando el descriptor más preciso es el de «he sido enamorado». En mis años de estudiante de Filosofía tuve un profesor que calificaba este tipo de vivencias, que se pueden extrapolar a otras magnitudes de la acción humana, como deponencia ontonoética, es decir, acciones en las que el sujeto en vez de activo deviene pasivo, lo que no le impide la recepción de una experiencia. Cuando alguien afirma que se ha enamorado, suelo preguntarle qué ha hecho para lograrlo, y la mayoría de las respuestas se reducen a un lacónico «nada». He aquí la deponencia del sujeto. Si no podemos hacer nada para enamorarnos, resulta poco sensato solicitar al otro el nacimiento o el mantenimiento de un amor sobre el que no alberga soberanía. Nadie puede amar a nadie porque se lo rueguen, así que pedirlo sobra. Si el amor se ha disipado, lo más honesto es disolver la estructura que lo cobijaba, o no levantarla si esa era la aspiración. 

Eva Illouz escribió el ensayo Por qué duele el amor, pero en realidad lo que nos duele no es el amor, sino el desamor, el desamparo afectivo al que nos arroja el final de una relación cuyos lazos se entretejen con lo más profundo y recóndito del ser irreemplazable que somos. Mis adorados 091 cantan entre guitarras eléctricas que «el amor es como el filo de un hacha al cortar», pero también ellos equivocan el sustantivo. Es el desamor el que hace tanto daño que urdimos lo posible y lo imposible para no caer en su poder. Hay una insistencia doctrinal en repetir que el amor no es eterno para apaciguar el dolor que supone separar el diptongo amoroso. Yo estoy en profundo desacuerdo. El amor puede ser biodegradable o no, puede ser efímero o no, puede ser sempiterno o no. Ahora bien, cuando una de las partes confiesa que el amor se le ha evaporado y por tanto ha perimitado, es argumento suficiente para dar por concluido el contrato más peculiar que podemos rubricar a lo largo de nuestra vida. Para que dos personas estén juntas o formen una sociedad (por emplear vocabulario económico) es necesario que ambas deseen estarlo, pero basta con que una no quiera para que el contrato se rescinda unilateralmente sin que se cometa ninguna ilicitud. En la unión es necesaria una ineluctable coparticipación, pero se torna innecesaria en la disolución.

En el esclarecedor El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz afirma que «los enamorados contemporáneos presentan al mismo tiempo la personalidad de consumidores posmodernos y la de trabajadores racionales». El amor como bien de consumo se deshecha una vez se ha consumido. La temporalidad y la precariedad que presiden la esfera laboral ha penetrado en una esfera sentimental construida a imagen y semejanza de un contrato de trabajo. Marina Garcés sintetiza la similitud señalando que hemos pasado de liberar el amor a liberalizarlo. A pesar de todas estas devaluaciones, el amor continúa ubicado en los lugares honoríficos de los elementos gestores de la vida humana. Precisamente la posibilidad de que se produzca la temible rescisión unilateral ha debilitado las relaciones y la inversión sentimental en ellas en tanto que pueden fenecer en cualquier inopinado instante, y uno se quede sin amortizar los costes, o sin recibir contrapartidas. De nuevo se releen con operatividad economicista los vaivenes sentimentales, cuando sin embargo toda relación devuelve lo que uno pone en ella, que es lo que ocurre con todo lo adosado al mundo de los afectos. Dicho todo esto, ¿por qué querer estar con alguien que ya no quiere continuar con nosotros?, ¿por qué solicitar amor a alguien que afirma no sentirlo ya?  La derogación del contrato encarnada en la ruptura nos puede entristecer, nos puede arrojar a un estado de pesadumbre, pero no debería envilecernos, ni autohumillarnos, ni adelgazar de contenido la idea de lo que consideramos que debe proveer una relación. No es literal, pero recuerdo una reflexión de Walter Riso en la que afirmaba que hay lazos de dependencia afectiva que más que lazos son la soga con la que nos acabaremos ahorcando. Es cierto. Cuando nos podemos matar metafóricamente por mantener vivo el vínculo que la otra parte rechaza, el amor ya está muerto, o lanzando los estertores que anuncian su muerte. Ahí sí que el amor es como el filo de un hacha al cortar.



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