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Obra de Alexa Meade |
Los sentimientos son el resultado
de la evaluación permanente con la que cotejamos la implantación de nuestros
deseos en la realidad. Son la respuesta a la cotidiana pregunta de cómo nos van las
cosas.
La contestación que nos
damos
a nosotros mismos configura nuestro mapa sentimental. Si concluimos que
las cosas nos van bien nos alegramos, nos entusiasmamos, nos
exultamos, nos autorrealizamos, nos sentimos orgullosos, nos
envanecemos, nos engreímos, acaso sintamos el cosquilleo de dar
envidia.
Si esas mismas cosas nos van regular, entonces puede ocurrir que
nos inquietemos,
nos desazonemos, nos mustiemos, nos aburramos, nos enfademos, nos
entristezcamos, nos
frustremos. Finalmente, si las cosas nos van mal, podemos amargamos,
indignarnos, odiarnos u odiar, encolerizarnos, apocarnos,
autocompadecernos, deprimirnos, congratularnos en la mortificación y el
autodesprecio, aprestarnos a acomodarnos en una
pena irresoluta. Incluso podemos padecer una de las experiencias más
graves con que la vida nos daña: caer derrotados por el sentimiento
autorreferencial
de inutilidad y su peligrosísima indefensión aprendida.
El sentimentalismo efectúa estas
mismas evaluaciones afectivas, pero, a diferencia de una sentimentalidad
bien alfabetizada,
las desmesura y las acerca al espacio público. El sentimentalismo no es
el énfasis
de los sentimientos en la articulación de la vida, ni la centralidad del
mundo
sentimental en el escrutinio del quehacer diario en detrimento del
cognitivo (segregación por otro lado imposible, porque ambas magnitudes
son un continuo: cuanto
mejor pensamos, mejor sentimos, y viceversa). El verano pasado leí un
elocuente ensayo sobre este tema titulado
Sentimentalismo
tóxico, de Theodore Dahumple. Aunque divergía en muchas de las ideas
periféricas con las que el autor salpicaba su argumentación, sí
compartía su acerbada crítica al
sentimentalismo. Lo definía como «un exceso de emociones falsas,
sensibleras y
sobrevaloradas si se las compara con la razón». Unas páginas más
adelante subrayaba
su finalidad: «La desaparición de la frontera entre el ámbito de lo
privado y
lo público es uno de los objetivos que persigue el sentimentalismo».
Para combatirlo proponía el desarrollo del sentido de la proporción.
En el sentimentalismo el orbe sentimental brinca a
la esfera pública, es decir, el sujeto airea lo más profundo de él en el
espacio más superficial.
La verbal incontinencia sentimental en los dominios ajenos a la privado se puede
considerar impudicia afectiva.
Para
mantener incólume nuestro autorrespeto, consideramos que es mejor que
el yo íntimo se despliegue solo en un espacio análogo. El psiquiatra
Carlos Castilla del Pino, autor de la colosal
Teoría de los sentimientos,
distinguía entre el yo íntimo y el yo
privado. El yo privado es el yo que almacena información que no comparte con nadie,
mientras que el yo íntimo es aquel que comparte lo íntimo con aquellas personas
que considera tan próximas y en las que confía tanto que al transferírselo pasan a denominarse «íntimas».
La liberalización económica trajo
en paralelo una liberalización de la confesión sentimental. Si hace unas
décadas
el mercado operaba en un círculo claramente delimitado, ahora lo hace en
todo los ríncones de la vida humana,
incluidos por supuesto los que no cursan en absoluto con la lógica
lucrativa. Al orbe
sentimental le ha ocurrido algo similar. Otrora los sentimientos se
compartían
en una intimidad reducida, ahora se expanden por todos lados, expansión
que se ha hipertrofiado gracias a la digitalización del mundo y su
ubicua conectividad. El
sentimentalismo ha crecido a medida que el marketing y el
neuromarketing entendieron que toda marca necesita vincularse a valores
éticos y a sentimientos ennoblecedores para su explotación comercial. Como
mimetizamos las
derivas del mercado, era una mera cuestión de tiempo normalizar la
exhibición
de sentimientos de ese yo que ahora se desenvuelve en los dominios
compartidos como si él también fuera una marca (el neolenguaje del
management propende a catalogarlo así).
El sentimentalismo apela a los sentimientos como elemento persuasor para la
conquista de un interés. Exactamente igual que las mercancías en los relatos publicitarios.
El sentimentalismo cree
erróneamente que una inflación cognitiva trae consigo una devaluación
sentimental,
por lo que empapa su relato de sensiblería. Además, como el corazón
nunca se equivoca, según pregona la literatura frugal que aborda estos
temas, el sentimentalismo ha encontrado en los sentimientos el parapeto
a
cualquier objeción. «Son mis sentimientos», o «es lo que yo siento», son
los razonamientos que utiliza el sentimentalismo para eludir el costoso
proceso de argumentar para poder entendernos. Más todavía. Existe un
tópico que divulga que es bueno mostrar los sentimientos.
Es
una afirmación maximalista que como todas
adolece de falta de matices. Mostrar los sentimientos es bueno
dependiendo de
cuándo, cómo, dónde, a quién, por qué y para qué. Responder
juiciosamente a estos interrogantes y conducirse por las respuestas
supone la inevitable muerte del sentimentalismo.
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