Mostrando entradas con la etiqueta pensar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta pensar. Mostrar todas las entradas

martes, julio 02, 2024

«En la autoayuda el problema siempre acaba siendo nuestro»

Obra de Edward B. Gordon

Me alegra comprobar que se ha publicado una segunda edición de Una filosofía de la resistencia. Se trata del ensayo con el que el profesor, filósofo y divulgador Carlos Javier González Serrano desenmascara lo que subrepticiamente promociona la literatura de autoayuda. Siempre es reconfortante que a los libros que invitan a pensar se les dispense una buena recepción. El ensayo de González Serrano es una crítica sin tregua a la colonización digital y a la autoayuda que tanto prolifera en nuestros días, confirmando que cuanto más despolitizadas están las vidas, mayor es la incursión de la autoayuda y el protagonismo de las pantallas en ellas. «La autoayuda es la aliada perfecta del sistema productivo. Da por hecho los malestares estructurales, nos doma y enseña a soportarlos y gestionar nuestras emociones», nos recuerda González Serrano. Frente a las estrategias de esta manipulación emocional, o «tiranía felicifoide», en el libro propone una resistencia filosófica que «nos sacude en lo más hondo y nos impide transitar el mundo de manera indolente». Esta apelación a la resistencia recuerda a La resistencia íntima de Josep Maria Esquirol, aunque hay autores a los que me adhiero que impugnan el hecho de resistir en favor de idear e inventar. Proponen imaginación en vez de reacción, soñar en vez de rechazar, pensar en vez de contestar, especular realidades nuevas a las que dirigirnos en vez de defender melancólica y numantinamente realidades pretéritas a las que regresar. 

En el ensayo de Carlos Javier González Serrano no se instiga a una resistencia irresoluta. Cada página es una invitación, como se cita en el libro trayendo las palabras de María Zambrano, a no aceptar vivir pasivamente resbalando por la existencia. «La filosofía de la resistencia nos ofrece herramientas especulativas para analizar y después cuestionar e intervenir en aquellas estructuras sociales, políticas y económicas que generan cualquier tipo de opresión, malestar o desigualdad. A la vez, nos empuja a asumir nuestra responsabilidad como individuos que forman parte de una comunidad ciudadana». Es fácil ver cómo la literatura de autoayuda va en la dirección opuesta. Lo privatiza todo mimetizando en el orden afectivo lo que el neoliberalismo ejecuta en el ámbito económico. Propone una felicidad autárquica y narcisista como si en el mundo no hubiera nadie más que nuestro yo. 

La autoayuda confunde las dolencias del alma producidas por formas de existir dañosas con problemas de salud mental. Patologiza la aflicción e incluso la estigmatiza acusándola de incompetencia psicológica o de un psiquismo poco resiliente, tergiversando la resiliencia con la resignación. La tristeza no es el sentimiento que germina cuando la realidad se opone al cumplimiento de nuestros propósitos, es el resultado de un carácter pusilánime. La indignación que nace de contemplar o padecer la injusticia es una incapacidad de los sujetos para adaptar su conducta a las demandas de un entorno laboral que exige flexibilidad, adaptabilidad y disponibilidad plenas. La satisfacción vital es una mixtura de mediocridad y adocenamiento propia de personas timoratas que se cobijan en una complaciente zona de confort. Ante problemas sociales, la autoayuda, como bien indica su nombre, propone soluciones individuales. Entremezcla aviesamente hechos ontológicos como la impredecibilidad e inestabilidad de la vida con fenómenos políticos como la precariedad y la desigualdad, para naturalizarlos y fomentar su aceptación acrítica. Es rareza encontrar en la autoayuda alusiones a la lógica mercantil, a la desmesurada optimización incremental de la ganancia, a las medidas políticas que actúan en concierto con la lucropatía corporativa. Hace creer que todo depende del control mental que dispongamos sobre nuestras narraciones (la realidad no es lo que ocurre, es cómo te cuentas lo que te ocurre), y que por lo tanto lo exterior no debería incidir en aquellas personas con una honda vida interior. 

Incluso desde existencias privilegiadas, como explica Belén Gopegui en El murmullo (su tesis doctoral sobre la literatura de autoayuda convertida en ensayo), se permite aleccionarnos con discursos sonrojantes. «La felicidad está en el ser, y no en el tener, repiten numerosos libros de autoayuda, pero que la población viva en casas con luz y disponga de una sanidad pública en condiciones forma parte de ese lugar donde el tener no equivale a una idea barata de consumismo, y donde los recursos objetivos penetran en los subjetivos en forma de confianza y claridad». Para más inri, todo este argumentario de autoayuda se promulga con retórica gerencial para que el ser narrativo que somos se relate con conceptos y expresiones propios de la gestión corporativa, y se trate a sí mismo no como una persona trenzada con otras personas en un espacio y unas necesidades comunes, sino como una empresa que rivaliza con otras empresas en el competitivo y descarnado mundo de los negocios (como si ser una empresa fuera lo mismo que tener una empresa). En Una filosofía de la resistencia Carlos Javier González Serrano explica qué ocurre si capitulamos a esta mercantilista forma de entender la vida. «Si debemos referirnos a la realidad con el lenguaje económico, los individuos quedamos supeditados a la lógica del proceso productivo: nos tenemos que "gestionar", debemos "sacarnos rendimiento" o, incluso, "ser nuestra propia empresa". Al margen de las circunstancias que rodeen al sujeto, el problema siempre acaba siendo nuestro». Es alentador que un libro así alcance la segunda edición muy poco tiempo después de ver la luz. Enhorabuena.

 
Artículos relacionados:
Apología de la zona de confort.
Una tristeza de genealogía social.
Hipocondríacos emocionales. 

 

martes, enero 09, 2024

Ser tolerante es aceptar que nos refuten

Obra de Geoffrey Johnson

Una regla básica para el buen funcionamiento de la convivencia es que los actores participantes en una interlocución acepten pacífica y educadamente que en temas deliberativos todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento, toda idea puede ser rechazada por otra idea, todo juicio deliberativo puede ser puesto en crisis por otro juicio. Es un precepto esencial para levantar espacios de tolerancia, para que el pensamiento no caiga en la estanqueidad y se dogmatice hasta creerse dueño del sentido común. En Una filosofía del miedo, el pensador Bernart Castany define la intolerancia como «el asco espiritual que sentimos hacia todo aquello que representa alguna diferencia o desviación respecto de nuestra idea de normalidad». Quizá este sea el oculto motivo por el que nos parapetamos detrás de argumentos que investimos de una tranquilizadora irrefutabilidad. Sin embargo, todo pensamiento que no se cruza con otros pensamientos con vocación transformadora propende al estatismo y a apropiarse de ese discutible constructo llamado verdad, un riesgo de consecuencias funestas para la agenda humana que solo se puede soslayar admitiendo la regla anterior.

Lo relevante de esta regla de convivencia democrática está en una coda que olvidamos en muchas ocasiones: todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento, como he escrito anteriormente, y no pasa absolutamente nada porque sea así. En esta apostilla descansa la tolerancia más genuina. La escasa alfabetización deliberativa hace que consideremos una falta de respeto que cuestionen nuestra opinión, casi lo releemos como un allanamiento de morada discursiva. «Es mi opinión y tengo el derecho a que se respete», o «igual que yo respeto tu opinión respeta tú la mía», suelen esgrimir sus defensores con arraigado convencimiento y tono ofendido. Es fácil desmontar un argumento tan disparatado, y responder: «Claro que es tu opinión, pero el único derecho que te puedes arrogar es el de compartirla, no el que la secundemos quienes la escuchamos». Solemos confundir el verbo aceptar con el verbo respetar. Hay que respetar el derecho a opinar, pero divergir del contenido de la opinión no es faltar al respeto, es simplemente no estar de acuerdo. Que una persona discrepe de nuestros argumentos no significa que esté enemistada o esté poniendo en cuestión el ser en el que nos instituimos. Tan solo ocurre que no opina igual. 

Ortega y Gasset escribió que cada vida es una perspectiva del universo, y saberlo ayuda a entender mejor los argumentos ajenos, pero también a avenirnos a que hay mucha contingencia en los nuestros. Igual que la ciencia se expone a la comprobación, nuestras ideas pueden y deben someterse a la refutación si decidimos hacer un uso público de ellas. Asumir esta máxima es la única forma de progreso deliberativo en un marco democrático de ideas discordantes. Pensar juntas y juntos no es golpearnos con nuestros argumentos, fin último que persiguen los debates polarizados y por tanto fosilizados discursivamente. La misología (odio por el razonamiento) anuncia la consunción del entendimiento mutuo, sin el cual es imposible el espacio político y por la tanto la vida en común, y a la vez abre la puerta a la emocracia, al poder de las emociones viscerales enemigas acérrimas de la inferencia, la reflexión y la bondad, sin la cual no es posible ni el acuerdo ni la concordia. En un momento tendente a emitir afirmaciones superfluas con capacidad de movilizar emociones primarias, fomentemos el pensamiento pausado que invite a considerar desde de la duda. Pensar juntos y juntas es encontrar evidencias compartidas que nos vertebren mejor como personas y como ciudadanía, que extiendan nuestro poder de existir al discernir lo posible. Las palabras no solo titulan el mundo, también lo conforman cuando lo declaran, y lo abren a la posibilidad cuando lo piensan críticamente. Hablemos y escuchemos. Que el 2024 sea propicio para este cometido en el que nos va la vida.

 
Artículos relacionados:
Compatibilizar la discrepancia.
La polarización: o conmigo o contra mí.
Cuidado en el entender y juzgar al otro. 

 


martes, mayo 09, 2023

Las Humanidades son una invitación a pensarnos

Obra de Didier Lourenço

El filósofo y ensayista italiano Nuccio Ordine ha sido galardonado con el  premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2023. Este profesor de Literatura se convirtió en una celebridad literaria gracias al ensayo La utilidad de lo inútil (Acantilado, 2013), un manifiesto que jugaba con el oxímoron del título para vindicar unas Humanidades denostadas por la axiomática neoliberal en su afán de encumbrar exclusivamente las habilidades técnicas asociadas a la esfera monetaria. Las lógicas de la productividad y la rentabilidad exacerban en el diseño curricular el desarrollo de competencias para la empleabilidad del alumnado en menoscabo de saberes humanos y reflexivos. Se margina a las Humanidades para dar mayor espacio a aquellas materias involucradas con el futuro beneficio económico. Desgraciadamente el periplo educativo se subordina cada vez más a lo que demanda el mercado en desmedro de la configuración ciudadana de las personas. Como escribí la semana pasada, hemos perdido la "c" de ciudadanos en favor de otras ces gregarias, descreídas y despolitizadas. El contacto con el conocimiento no se involucra con la posibilidad de que una persona se instituya como una subjetividad con capacidad de organizar y ordenar sensatamente su mundo desiderativo, sentimental e intelectivo, sino que se reduce a la apropiación de habilidades para desplegar una actividad lucrativa. Este dinamismo educativo y cultural ha facilitado la evidente creación de inmensos nichos de pobreza discursiva e imaginativa en la vida compartida.

Cuando le han notificado la concesión del galardón, Nuccio Ordine ha declarado que «en un  momento en el que quienes enseñan son considerados obsoletos porque la escuela y la universidad modernas sólo estarían hechas por ordenadores y pizarras conectadas a Internet, quiero dedicar este premio a quienes enseñan y cambian silenciosamente con su sacrificio la vida de sus alumnos. Hoy en día los maestros no tienen ninguna dignidad social y económica. Por eso este prestigioso premio es una manera de defender este trabajo tan importante para hacer que la humanidad sea más humana». Y ha agregado: «la escuela y la universidad tienen como estrella polar el mercado, y esto es una locura». El ideario neoliberal ridiculiza las Humanidades catalogándolas como inutilidades para la obtención de lucro, que para esta mitología es la cumbre más elevada a la que puede aspirar un ser humano.  Desde este prisma utilitarista todo aquello que no esté altamente orientado a aumentar nuestro valor en el mercado laboral se considera una dilapidación de tiempo y oportunidad. A mis alumnas y alumnos les problematizo con cansina frecuencia que el dinero es medular cuando no se tiene, pero torna elemento secundario para una vida querible cuando se dispone de él en una cantidad que permita sufragar lo básico. Como propenden a equiparar una buena vida con una vida buena, infieren que una vida buena es una mercancía que pueden adquirir si atesoran grandes sumas de dinero. De ahí su obsesión por los sueldos elevados sin cuestionarse ni cómo conseguirlos y ni qué van a perder a cambio.

Las Humanidades son los saberes que nos hacen pensar y sentir sobre aquello que puede mejorarnos como personas insertas en espacios y propósitos con otras personas. Pensar es la capacidad de introducir reflexión y valoración entre el estímulo y la respuesta. Es lo más radicalmente humano, porque esta capacidad de retener el impuso para urdir cómo organizarlo y qué hacer con él permite elegir y resignificarnos como subjetividades únicas involucradas en planes de vida que a su vez cooperan con los planes de vida de los demás (el último ensayo de Ordine ratifica esta idea hasta en el título: Los hombres no son islas). Ordine es de los que siguen creyendo, como Platón y Aristóteles (de ahí su reivindicación de Clásicos para la vida), que educar es educar deseos, y aprender es aprender a admirar lo admirable. Las Humanidades son los relatos en los que los seres humanos se narran a sí mismos y se interpelan con resortes críticos para comprender y sentir mejor qué significa ser un ser humano. Son saberes inútiles en tanto que no guardan una finalidad material, pero son los únicos que nos pueden asistir a pensarnos, articular vida compartida y brindarla de sentido. Indiscutidamente hay saberes necesarios para vivir, pero las depreciadas Humanidades son saberes para vivir bien. Entre vivir y vivir bien hay un abismo que solo se puede contemplar con reflexión y deliberación.  

 
Artículos relacionados:
Lo más útil es lo inútil.
Ganar dinero, esa es la pobre cuestión.
Breve elogio de las Humanidades.