martes, febrero 15, 2022

Hablemos del amor

Obra de James Coates

Suelo desconfiar de la afirmación que señala que el amor tiene fecha de caducidad. Cuando en alguna conversación ha salido este tema y alguien ha defendido que el amor se destiñe apresuradamente hasta perder su color inicial, rápidamente refuto esta idea. También recelo de quienes sostienen que el amor es eterno y una vez que irrumpe ya nada puede certificar su defunción. No sé por qué, pero en el lenguaje afectivo tendemos a utilizar lugares narrativos repletos de maximalismos dicotómicos. Cada vez que un enunciado aparece encabezado por los adverbios todo o nada, siempre o nunca, siento que lo afirmado aparecerá inflamado de hipérbole y radicalización y a la vez deshabitado de las sutilezas y las puntualizaciones inherentes a los muy alambicados trasuntos humanos. El pensamiento dicotómico neglige la modulación en la que sin embargo se despliega gradacionalmente la misteriosa vida. Como ayer fue el día de San Valentín, volví a escuchar afirmaciones muy taxativas que le negaban longevidad al amor, pero también llegaron a mis oídos aseveraciones en oposición frontal a las teorías de la brevedad que convertían el amor en una experiencia blindada a la descomposición y al punto final (sobre todo si venía escoltado del epíteto «verdadero»). La polarización que preside algunas esferas de la experiencia humana también coloniza los indicadores verbales del amor.

El amor en una relación de pareja puede durar toda la vida, o no; puede ser cronológicamente efímero, o no; puede ser inmarchitable, o no; puede biodegradarse, o no; y que se incline a un lado o a otro del péndulo depende de tantas circunstancias particulares, de los hábitats biográficos y del bricolaje afectivo  y cognitivo de quienes conforman el diptongo sentimental que resulta osado expresar un juicio válidamente universal. En la interseccionalidad en la que habitan los afectos y los sentimientos hay tanta imprevisibilidad, tanta posible contradicción y tantas excepciones que escamotearlas de nuestras deliberaciones habla mal de nuestra pedagogía argumentativa y del puntillismo discursivo que requiere la exploración de la complejidad.  La unicidad incanjeable y a la vez dinámica que somos cada persona anima a ser cautos cuando en temas deliberativos sentimos la tentación de hacer ciencia. Si el amor fuera un mero objeto científico, no habría miles y miles de narraciones acerca de sus impredecibles y laberínticas trayectorias. Ortega y Gasset escribió que cada vida es un punto de vista sobre el universo. Es fácil parafrasearlo. Cada pareja es un punto de vista sobre los poliédricos imaginarios del amor. He aquí la dificultad de emitir diagnósticos.

Al celebrarse ayer el día de los enamorados aproveché para reflexionar con mis alumnas y alumnos de cómo los lenguajes afectivos en torno al amor romántico rara vez son inocuos y rara vez dejan de ser muy injustos. Como representación icónica de los maximalismos dicotómicos citados antes les pregunté qué les parecía ese lugar común en el que, para enfatizar el enlace amoroso, una de las partes de la relación declara a la otra que «sin ti no soy nada». Les pedí que hicieran el ejercicio argumentativo de releer en positivo este tópico, es decir, afirmar nuestro amor pero sin necesidad de caer en la devaluación identitaria que supone considerarnos una nada si a nuestro lado no hay alguien. Les recordé que cómo nos narramos es un mecanismo de regulación que preconiza en cada palabra cómo viviremos la situación en la que nos estamos narrando. Para mi sorpresa esta sencilla tarea discursiva les costó un esfuerzo hercúleo. Resignificarse como entidades valiosas preparadas para edificar un proyecto afectivo con otra persona les provocaba una sobrecarga creativa que los obnubilaba. Era como si el secular discurso del amor romántico les hubiera confiscado las palabras que les permitieran hablarse de un modo emancipador. Frente al «sin ti no soy nada» les propuse un marco epistémico multiplicador: «Contigo soy más». A partir de ahí diseccionamos otras posibilidades descriptivas y enumeramos otras formas más bonitas y benévolas de relatarnos. «A tu lado me multiplico».  «Juntos somos mejores». «A tu lado el alrededor me resulta un lugar más acogedor». «Puedo vivir sin ti, pero mi vida me gusta más si estás tú en ella». «Que te importe le da importancia a muchas cosas que antes no la tenían». «En común el mundo es el doble de hermoso». 

 

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martes, febrero 08, 2022

La vida es lo que hacemos y lo que nos pasa

Obra de Rogier Willems

Ortega y Gasset diferenciaba entre lo que nos pasa y lo que hacemos. Es una distinción que remarca que somos simultáneamente sujetos pasivos y sujetos activos.  En lo que hacemos nuestra vida incide en el mundo; en lo que nos pasa el mundo incide en nuestra vida. Lo que hacemos es el resultado de nuestras acciones tras deliberar posibilidades y elegir aquellas que consideramos son las más óptimas para nuestras circunstancias y nuestras capacidades, siempre dentro de un marco de restricciones biológicas, determinismos sociales y subordinaciones económicas. Como la vida nos la tenemos que hacer, no nos queda más remedio que estar permanentemente eligiendo qué hacer con ella. De esta constatación surge la popular sentencia de Sartre en la que sintetizaba que «el ser humano está condenado a ser libre». Lo que hacemos nos convierte en sujetos activos, pero sobre todo en sujetos decisores. Somos personas con capacidad de decidir, de elegir libremente qué hacer. Si elegimos de un modo inteligente, elegiremos bien. Si elegimos de un modo obtuso, elegiremos mal. Nos pasamos toda la vida educándonos y tratando de aprender para que cada vez que haya que elegir elijamos lo mejor posible. ¿Y qué es lo que hay que elegir? La lista de nuestras elecciones es ingente, pero para no extendernos hasta el infinito enumeraré los seis o siete ítems más relevantes. Elegir deseos, elegir fines, elegir sentimientos, elegir proyectos, elegir valores, elegir condiciones, elegir planes. Si no existiera el verbo elegir, sería complicadísimo explicar en qué consiste la vida humana.

El siempre añorado John Lennon popularizó en una canción que la vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes. El beatle quería decir que existe una propensión a colocar nuestra atención allí donde la vida no comparece, y por lo tanto a desatender aquellas situaciones cotidianas donde la vida late con fuerza, pero cuyo latido no percibimos a fuerza de haberlo rutinizado. En realidad, la vida consiste en realizar planes de vida mientras la tarea de su culminación da paso a nuevos planes, así en un proceso multiplicador y arborescente que solo finalizará con nuestro propio deceso. Somos el resultado del diálogo siempre inacabado que entablan nuestra memoria y nuestra proyección hablando de lo que fue, lo que es, lo que podría ser. Nuestra experiencia y nuestras expectativas se pasan el día contándoselo todo en una verborreica amistad que celebra el presente continuo mientras ambas miran hacia adelante. La vida es puro movimiento, tránsito, nomadismo hacia posibilidades que amplifiquen nuestro florecimiento. Somos lo que hacemos (voluntad), lo que nos pasa (circunstancias), y lo que nos gustaría que nos pasase mientras nos preparamos para hacer que pase (una aleación de presente y porvenir).

Ocurre que lo que nos pasa (circunstancias) es el resultado de lo que hacen otras existencias (voluntad), del mismo modo que lo que les pasa a ellas (circunstancias) es lo que hacemos las demás personas (voluntad). Vivimos en bucles de interdependencia que hacen que la convivencia sea un gigantesco punto de interacción sistémica. El yo en quienes estamos constituyéndonos nace de una omnipresente interconexión con otros yoes a los que les ocurre exactamente lo mismo mientras tratan de encontrar su posición en el mundo, o afianzar la que ya tienen. El filósofo Joan Carles Mèlich lo sintetiza muy bien en La filosofía de la finitud: «No hay más yo que el conjunto siempre impreciso e inacabado de situaciones». Ahora se entenderá mejor la más celebérrima reflexión de Ortega: «Yo soy yo y mis circunstancias». Sin embargo, Ortega añadió un apéndice a esta reflexión, un matiz que lo trastoca todo porque nos pone ante un mayúsculo deber ético y político: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo».  Cuidar las circunstancias, los contextos, el medio ambiente social en que se desarrolla la vida humana, implica cuidado sentimental, cuidado corporal, cuidado político (cuidar la dignidad y la convivencia en que se despliega).  Sin estos cuidados colectivos se torna muy difícil que lo que hacemos acabe coincidiendo con lo que nos gustaría que nos pasase. 

 

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