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martes, diciembre 10, 2024

Derechos Humanos para garantizar lo necesario

Obra de Bo Bartlett

Hace unos días preguntaba en clase qué es lo contrario de la libertad. Era una pregunta pertinente porque llevamos un tiempo en el que el discurso hegemónico le ha atribuido un discutible significado a esta palabra tan totémica. Casi todas las respuestas que recibí señalaban términos como opresión, sumisión, servidumbre, coerción, coacción, violencia, subordinación, dependencia. Nadie citó el miedo, la ignorancia, la codicia, la pobreza, y por supuesto, quedaba del todo desatendido su antónimo por antonomasia, la necesidad. Con tono sugerente les enuncié que donde hay necesidad no hay libertad. La posibilidad de elegir comienza allí donde termina la jurisdicción de lo necesario, aquello de lo que una persona no puede prescindir sin que peligre la continuidad de su propia existencia. La necesidad se inscribe en todo lo asociado al sostenimiento de la vida, de ahí que su privación malograría o directamente abatiría a una persona. Quien no dispone de lo necesario tiene coartada su capacidad de elección, puesto que requiere dedicar todo su tiempo y todas sus fuerzas vitales en satisfacerlo con el propósito angustioso de no deteriorar todavía más sus condiciones materiales y las huellas bastante transparentes que la necesidad no satisfecha apresura a cincelar en el cuerpo.

Aunque los seres humanos también alojamos necesidades inmateriales (arraigo, pertenencia, coherencia interna, afecto, sentido), consideramos básicas las que comprometen la subsistencia del cuerpo, y por lo tanto priorizamos su articulación a las propias del ser afectivo en el que estamos constituidos (sentimentales, desiderativas, volitivas). Cuando las necesidades basales  están superadas, entonces las personas se pueden autodeterminar en las especificidades con significación humana, brindar fines a la aventura en marcha de existir, tomar decisiones y seleccionar valores para vivir conforme a lo que esperan de sí mismas. La derrota de la necesidad es la conquista de la autonomía, la celebración vivificante de la dignidad humana. Precisamente los Derechos Humanos, cuya Declaración Universal conmemoramos hoy 10 de diciembre, se redactaron con el propósito de que toda persona por el hecho de ser persona tuviera garantizados unos recursos mínimos que le permitieran acceder a una vida en la que las necesidades materiales e inmateriales estuvieran colmadas para así poder elegir libremente cómo acomodarse en los ámbitos de la acción humana. Sin la garantía de unos mínimos (renta, vivienda, salud, educación), es imposible que nadie pueda aspirar a unos máximos. Estos mínimos fundamentales  y comunes a cualquier persona son los treinta artículos de los Derechos Humanos redactados, no es gratuito enfatizarlo, en un momento de penumbra anímica tras la monstruosidad de la Segunda Guerra Mundial. Los máximos son los contenidos individuales con los que cada persona rellena el contenido con el que va configurándose en una mismidad disímil a todas las demás. La libertad estribaría por tanto en la creación política de un contexto donde lo necesario se protege para que ninguna persona tenga obturada la capacidad emancipadora de elegir fines para su vida. A cambio esa misma persona asume un repertorio copioso de deberes. Conviene recalcarlo. 

Hace unos días observaba un distendido experimento social en el que se interrogaba a diferentes transeúntes de qué derecho prescindirían en el supuesto de tener que optar. A un lado habían colocado unos carteles que anunciaban derechos cívicos y políticos, y al lado opuesto otros carteles que pormenorizaban derechos económicos y sociales. Nadie se atrevía a decantarse por unos en desmedro de los otros. La lección era cristalina. Los derechos civiles y políticos se convierten en papel mojado si no disponemos de derechos sociales y económicos, y viceversa, los derechos sociales y económicos devienen  escleróticos allí donde no hay libertades civiles y políticas. Ambos derechos se necesitan recíprocamente. Si no hay concordancia, todo el entramado de derechos y deberes se torna inservible para el propósito democrático y cívico de que todas las personas vivamos bien juntas. De disfrutar del obsequio de la vida y plenificarlo según las preferencias de cada persona.


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martes, noviembre 26, 2024

Civilizarnos es ampliar los cuidados

Obra de Bob Barlett

La civilización se inauguró en el instante en que un ser humano ayudó a otro ser humano que requería auxilio. Ese ser humano observó que su semejante era incapaz de sortear unilateralmente la adversidad que le estaba estropeando la vida, y probablemente lo ayudó porque sintió que la solicitud de esa ayuda era idéntica a la que su persona había sentido en otras ocasiones en las que se releyó vulnerable e inerme. Nuestros ancestros corroboraron que sus entidades biológicas eran por naturaleza muy deficitarias para solucionar los profusos problemas a los que los confrontaba el hecho de estar vivos, pero que urdiendo y fomentando estrategias de cooperación se podía vivir con menos sobresaltos y con una mayor prevención sobre los siempre acechantes peligros. Aprendieron el salto evolutivo que suponía que en vez de convertir el dolor ajeno en objeto de rechazo lo tradujeran en acción de cuidado. En vez de sentir que despilfarraban energía no retornable en cuidar a otro ser humano, enseguida descubrieron que ese coste inicial era minúsculo en comparación con la protección global que se formalizaba si el grupo actuaba de la misma manera. Auxiliarse, o cuidarse, según la terminología contemporánea, se constituyó en el momento fundante de una alianza que miles de años después conceptualizamos coloquialmente como tener humanidad, culturalmente como civilización, políticamente  como servicios públicos.

El progreso civilizatorio y las conquistas sociales se pueden compendiar en la ampliación del cuidado sobre nuestros semejantes, pero sobre todo por quienes son aquejados por la miseria, la enfermedad, la violencia, las guerras, las catástrofes naturales, el maltrato, la marginación, la exclusión, la explotación, la aporofobia, la homofobia, el desempleo crónico, la pobreza salarial, la asfixia habitacional, la expropiación de tiempo y agencia. Cuanto más prospere la sensibilidad y el cuidado, más densidad civilizatoria propiciaremos a nuestros contextos, más dignidad y más transferencia de valor le brindaremos a la vida humana. A día de hoy protegemos y cuidamos institucionalmente a personas en situaciones que hace menos de un siglo resultaban ilusas o directamente inconcebibles para los marcos de comprensión desde los que se interpretaba el esquema de valores y el armazón discursivo de la vida. Seguro que dentro de un tiempo pertenecerán al orden normativo muchos de los cuidados que ahora son tildados de inasumibles o quiméricos. 

Esta intuición invita a caer en la cuenta de algo que gradualmente ha sido expulsado de la conversación pública. Estamos tan desentrenados que no tenemos músculo imaginativo para hacer prospectivas sólidas con las que inventar atrevidos horizontes de futuro. La imaginación es la habilidad de pensar posibilidades, y propende a esclerotizarse si no se utiliza con asiduidad. Junto a este déficit imaginativo, disponemos de una memoria tan exigua que nos dificulta retrotraernos y analizar retrospectivamente cómo lo que para el punto de vista dominante de tiempos pretéritos no precisaba ayuda colectiva ahora goza de un merecido consenso social, a pesar de que en materia de derechos la irrevocabilidad no existe, y lo que damos por sentado puede dejar de estarlo en cualquier involutivo momento. (Abro paréntesis. Más en este tiempo de liderazgos que abogan por la depredadora ética del bote salvavidas, electoral y paradójicamente respaldada por quienes más sufrirán sus desgarradoras consecuencias. Cierro paréntesis).

¿Qué dominios de la agencia humana que ahora son desatendidos y generan tiranteces políticas y reticencias públicas serán en un futuro cuidados en tanto preciados e impostergables para cualquier persona? Recuerdo asentir con la lectura de Adela Cortina su afirmación de que llegará un momento en que nuestros sucesores hablarán de las personas pobres y sin opciones de planes de vida para su vida como ahora hablamos horrorizados de la existencia de esclavos en siglos anteriores. Para ello es condición basal comprender y ensanchar la semántica del cuidado y ampliar sus áreas de acción en la experiencia de la vida entrelazada. Si no extendemos los cuidados, no nos estamos civilizando. Ampliar el cuidado es crear posibilidades en el espacio compartido para que cualquier persona pueda llevar adelante una vida parecida a la que deseamos para nuestras personas queridas.

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martes, septiembre 20, 2022

«Cuidar es amar y es el único amor que existe»

Obra de Ivana Besevic
Cuidar es poner esmero e interés en lo que hacemos para que quede del mejor modo posible. También es colocar la atención en el otro y ponerla a su disposición para aminorar su adversidad o extender su bienestar. Victoria Camps en su ensayo Tiempo de cuidados avala esta perspectiva cuando escribe que «el cuidado consiste en una serie de prácticas de acompañamiento, atención, ayuda a las personas que lo necesitan, pero al mismo tiempo una manera de hacer las cosas, una manera de actuar y relacionarnos con los demás». José Antonio Marina define el cuidado como la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso. Resulta sorprendente comprobar cómo lo más valioso es simultáneamente lo más vulnerable, lo más expuesto a quedar maltrecho si nos descuidamos, es decir, si no ponemos la cantidad idónea de cuidado que merece la situación. Los seres humanos somos vulnerables en tanto que podemos ser heridos. La genética léxica de la palabra vulnerabilidad es inequívoca: es un ensamblaje de vulnus (herida) y abilitas (posibilidad). Si nos fijamos bien, no hay criatura más vulnerable que la humana, porque no solo nos pueden herir los peligros de nuestro derredor, sino también las adopciones que tome nuestro propio pensamiento. Nos podemos dañar sobremanera en nuestra interioridad con la elección de lo que pensamos, lo que pensamos de nuestra persona, y lo que pensamos que los demás piensan de nuestra persona, sean esos demás parte de nuestra esfera de parentesco, del círculo de la afinidad, o del ámbito de las interacciones no electivas. Hay que tener mucho cuidado porque somos muy frágiles.
 
Leyendo el panorámico libro La revolución de los cuidados de María Llopis me encuentro con otra definición preciosa de cuidado. «Cuidar es amar y es el único amor que existe». Unas líneas después la autora agrega que partiendo de esta definición, y desde que materna, le resulta más fácil distinguir dinámicas disfrazadas de amor romántico, pero que en realidad carecen por completo de él porque no hay cuidado. Podemos aseverar por tanto que el cuidado es un indicador que desenmascara aquellas relaciones  en las que el amor es diezmado o directamente esquilmado. Uno de los más perniciosos mitos del amor romántico señala que «quien bien te quiere te hará llorar», pero si oteamos esta afirmación con la mirada del cuidado es sencillo negar su veracidad. La podemos replicar con otra que patentiza la intersección en la que conviven el amor y el cuidado: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le harán llorar por contravenir sus planes». Acaba de aparecer una palabra clave en el diccionario de los cuidados. Respeto. El respeto es el cuidado que ponemos en la dignidad inalienable de la otra persona. Emmanuel Levinas defendía que, puesto que el yo está configurado a través de los vínculos forjados con el otro, estamos obligados éticamente al cuidado de ese otro. No solo es una prescripción ética, sino ante todo inteligente. Cuidar al otro deviene en autocuidado.
 
Hace unos días tuve la suerte de que contaran con mi voz y mi mirada en las Jornadas del Afecto que se celebran en la Universidad Pontificia de Montería (Colombia). Pronuncié una conferencia cuya idea nuclear expresaba exactamente lo mismo. El título que se me ocurrió para compendiar mi intervención lo mostraba sin ambages: «Sin ti no soy yo». Obviamente era una variante de ese lugar común que llora que «sin ti no soy nada», afirmación con un lugar prominente en los imaginarios afectivos del amor romántico. Este «sin ti no soy nada» se suele esgrimir cuando una de las partes quiere anticipar a la otra que devendría en pura nadería si se diluye el binomio amoroso que conforman. Sé que este tópico se aduce para enfatizar lo crucial de la relación, pero se puede argumentar lo mismo de una manera en la que el sujeto no quede dolorosamente devaluado: «Contigo soy más». Este contigo soy más es el motivo basal de nuestra interdependencia y su cristalización en el cuidado. Solo al juntarnos aumentamos posibilidades, solo al juntarnos nos mejoramos, solo al juntarnos nos plenificamos. Ahora se entenderá mejor esa afirmación de Spinoza en la que sostenía que no hay nada más útil para un ser humano que otro ser humano. O a Hegel cuando enunció que para ser humano hace falta ser dos. Al final de la conferencia Sin ti no soy yo hubo un entretenido turno de preguntas. En una de ellas me instaron a que definiera el amor. El amor es un término polisémico, pero lo vinculé con el cuidado, que es donde radica verdaderamente su sentido prístino. El amor es una atención en la que estamos para el otro, tanto para mitigar su tristeza como para cooperar en la multiplicación de su alegría.


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martes, febrero 08, 2022

La vida es lo que hacemos y lo que nos pasa

Obra de Rogier Willems

Ortega y Gasset diferenciaba entre lo que nos pasa y lo que hacemos. Es una distinción que remarca que somos simultáneamente sujetos pasivos y sujetos activos.  En lo que hacemos nuestra vida incide en el mundo; en lo que nos pasa el mundo incide en nuestra vida. Lo que hacemos es el resultado de nuestras acciones tras deliberar posibilidades y elegir aquellas que consideramos son las más óptimas para nuestras circunstancias y nuestras capacidades, siempre dentro de un marco de restricciones biológicas, determinismos sociales y subordinaciones económicas. Como la vida nos la tenemos que hacer, no nos queda más remedio que estar permanentemente eligiendo qué hacer con ella. De esta constatación surge la popular sentencia de Sartre en la que sintetizaba que «el ser humano está condenado a ser libre». Lo que hacemos nos convierte en sujetos activos, pero sobre todo en sujetos decisores. Somos personas con capacidad de decidir, de elegir libremente qué hacer. Si elegimos de un modo inteligente, elegiremos bien. Si elegimos de un modo obtuso, elegiremos mal. Nos pasamos toda la vida educándonos y tratando de aprender para que cada vez que haya que elegir elijamos lo mejor posible. ¿Y qué es lo que hay que elegir? La lista de nuestras elecciones es ingente, pero para no extendernos hasta el infinito enumeraré los seis o siete ítems más relevantes. Elegir deseos, elegir fines, elegir sentimientos, elegir proyectos, elegir valores, elegir condiciones, elegir planes. Si no existiera el verbo elegir, sería complicadísimo explicar en qué consiste la vida humana.

El siempre añorado John Lennon popularizó en una canción que la vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes. El beatle quería decir que existe una propensión a colocar nuestra atención allí donde la vida no comparece, y por lo tanto a desatender aquellas situaciones cotidianas donde la vida late con fuerza, pero cuyo latido no percibimos a fuerza de haberlo rutinizado. En realidad, la vida consiste en realizar planes de vida mientras la tarea de su culminación da paso a nuevos planes, así en un proceso multiplicador y arborescente que solo finalizará con nuestro propio deceso. Somos el resultado del diálogo siempre inacabado que entablan nuestra memoria y nuestra proyección hablando de lo que fue, lo que es, lo que podría ser. Nuestra experiencia y nuestras expectativas se pasan el día contándoselo todo en una verborreica amistad que celebra el presente continuo mientras ambas miran hacia adelante. La vida es puro movimiento, tránsito, nomadismo hacia posibilidades que amplifiquen nuestro florecimiento. Somos lo que hacemos (voluntad), lo que nos pasa (circunstancias), y lo que nos gustaría que nos pasase mientras nos preparamos para hacer que pase (una aleación de presente y porvenir).

Ocurre que lo que nos pasa (circunstancias) es el resultado de lo que hacen otras existencias (voluntad), del mismo modo que lo que les pasa a ellas (circunstancias) es lo que hacemos las demás personas (voluntad). Vivimos en bucles de interdependencia que hacen que la convivencia sea un gigantesco punto de interacción sistémica. El yo en quienes estamos constituyéndonos nace de una omnipresente interconexión con otros yoes a los que les ocurre exactamente lo mismo mientras tratan de encontrar su posición en el mundo, o afianzar la que ya tienen. El filósofo Joan Carles Mèlich lo sintetiza muy bien en La filosofía de la finitud: «No hay más yo que el conjunto siempre impreciso e inacabado de situaciones». Ahora se entenderá mejor la más celebérrima reflexión de Ortega: «Yo soy yo y mis circunstancias». Sin embargo, Ortega añadió un apéndice a esta reflexión, un matiz que lo trastoca todo porque nos pone ante un mayúsculo deber ético y político: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo».  Cuidar las circunstancias, los contextos, el medio ambiente social en que se desarrolla la vida humana, implica cuidado sentimental, cuidado corporal, cuidado político (cuidar la dignidad y la convivencia en que se despliega).  Sin estos cuidados colectivos se torna muy difícil que lo que hacemos acabe coincidiendo con lo que nos gustaría que nos pasase. 

 

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