martes, marzo 19, 2024

Transformar la indignación en energía afirmativa

Obra de Tim Eitel

La indignación es el sentimiento que emerge ante la contemplación de lo que consideramos injusto, la respuesta inmediata que trata de restituir lo provocado por una situación que leemos como indebida y a la que atribuimos voluntad malevolente. Uno de los motivos por los que la indignación acapara tantos adeptos es porque quien se indigna se arroga una superioridad moral frente a quien se la ha inspirado. Me siento en sintonía con quienes sostienen que la indignación es un sentimiento enormemente útil cuando detona, pero muy insuficiente si se agota en la brevedad de su propia detonación. Es muy fácil ensuciarse en los barrizales de las diatribas y las acusaciones cuando una persona está enfadada, y muy difícil construir horizontes compartidos de posibilidad que desplacen la fricción hacia lugares imaginativos de mejora. Si la autonomía es la capacidad de posar la atención allí donde lo decide nuestra agencia y no una instancia ajena a ella, el enfado nos la resta, puesto que ponemos la atención allí donde otra voluntad lo ha determinado. Perdemos nuestra condición de agentes activos para pasar a ser meramente reactivos. El enfado no propone, reacciona. 

En la segunda parte de El murmullo, Belén Gopegui pone en boca de uno de los personajes que «la rabia a lo mejor no es buena todo el tiempo. Es como un desencadenante, ¿no? Está bien al principio, pero luego hay que ocuparse de lo que se haya desencadenado, y ahí ya no sirve siempre estar furioso». En esta aseveración no se deniega la operatividad instrumental de la ira, pero sí se la señala limitada para dictar el curso de lo que está por venir. La ira adormece la reflexión, es un deflagración de visceralidad que ocluye el buen discurrir del pensamiento tanto en su vertiente crítica como autocrítica. El enojo es la encarnación de la protesta, siempre roma en la elaboración de aspiraciones que extiendan el imaginario de lo posible, pero febril para inculpar a las demás personas y agitar sentimientos con los que beligerar contra ellas. Nadie se inculpa cuando está enfadada, aunque se le agudiza la vista y la suspicacia para ver culpables por todos lados. La ira es muy ágil para detectar chivos expiatorios, pero es muy obtusa para encontrar soluciones.

El malestar es fuente epistémica para desvelar los engranajes que lo provocan si no se detiene en el enojo y pasa a lo que Martha Nussbaum denomina ira en transición. Este desplazamiento sucede cuando «una persona racional abandona este terreno en favor de pensamientos productivos con miras al futuro, se pregunta qué se puede hacer verdaderamente para incrementar el bienestar personal o social». Esta ira de transición engarza con el malestar democrático que Amador Fernández-Savater propone revertir como energía transformadora. Aunque pueda parecer contraintuitivo, en esa ira en transición teorizada por Nussbaum hay más tristeza que enfado, pero una tristeza que una vez aflora se encamina hacia la alegría. La tristeza alberga la capacidad alquímica de que todo lo que toca lo convierte en alma, objeto de análisis introspectivo con el fin de esclarecer lo ocurrido y favorecer la experiencia del encuentro con la atención del otro. Una tristeza que como emoción básica de las que conforman el repertorio afectivo humano solicita la atención vinculada para construir en alianza horizontes de posibilidad. Se trata de una tristeza que desea la comparecencia de lo alegre  y que para ello urde estrategias de apoyo mutuo.

A diferencia de la ira, que es centrífuga y nos saca de nosotros, y de la tristeza, que es centrípeta y nos confina en lo más recóndito del ser, la alegría es centrípeta y centrífuga a la vez, nace en lo más profundo del núcleo mismo del ser, pero siempre se encamina a la confluencia creativa con otros seres. Creo que la energía deseante referida por Amador Fernández-Savater en su nuevo libro Capitalismo libidinal conexa con las pasiones alegres tan desacreditadas en la esfera política y tan poco proclives entre quienes han hecho de la indignación la estrella polar de sus vidas. Como bien esgrime en sus incisivas páginas, «no necesitamos crítica victimista y resentida, sino fuerza afirmativa y de transformación. Otra relación, pues, con nuestro malestar. Es lo más difícil porque apenas nada en nuestra cultura occidental nos educa para ello». La articulación política de la convivencia remite a una negociación entre lo deseable y lo posible, pero para que lo deseable sea posible se necesita la condición de desearlo, que a su vez requiere el concurso de una imaginación alegre y alineada con la celebración de la vida. La alegría nace en lo más profundo del núcleo mismo del ser, pero la energía resuelta que desprende siempre va al encuentro de otros seres por la mágica razón de que la alegría cuando se comparte se multiplica y deviene experiencia completa. No creo que haya mejor aliado para convivir, acompañarnos y soñar juntos formas mejores de instalación en el mundo.  


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martes, marzo 12, 2024

«Lo importante nunca está aquí y ahora»

Obra de Serge Najjar

Recuerdo que de adolescente me impactó la lectura de un verso de Baudelaire cobijado en El esplín de París. Escrito con una musicalidad hipnotizante rezaba así: «Nunca estoy bien en ninguna parte y siempre creo que estaría mejor en el lugar en el que no me encuentro». Lo escribió en 1869, pero es el epítome perfecto para explicar en qué consiste la subjetividad neoliberal que coloniza el siglo XXI.  Del mismo modo que el antónimo del capitalismo es suficiente, para la neoliberalización del sujeto y su exacerbación del deseo lo pleno de la vida siempre está en el lugar que aún no hemos arribado, siempre en cualquier ubicación menos allí donde nos encontramos. La lúcida prosa de Amador Fernández-Savater lo expresa con brillantez: «Ya nada es lo que es, sino lo que podríamos ganar con ello. Siempre puede haber algo más, algo mejor. Mejor que la persona que tengo al lado, mejor que que el lugar en el que me hallo, mejor que lo que estoy haciendo. Vivir aquí y ahora implica una renuncia insoportable a lo que podría ser, es de losers». Sea lo que sea que dispongamos resulta anodino y mediocre en comparación con lo que podríamos conquistar. He aquí una de las razones de la consolidación del mundo líquido observado sagazmente por Zygmunt Bauman. No es solo que los vínculos afectivos con las personas tanto allegadas como distales se hayan debilitado, es que el vínculo con nuestro propio deseo se ha resquebrajado. El deseo no tiene límite. He aquí la neoliberalización del sujeto.

La ilimitación del deseo permite entender muchos de los enunciados que cercan nuestra vida compartida. El credo neoliberal reprobará cualquier atisbo de disfrute prolongado en el presente. Fiscalizará que consideremos que la materialidad o la intelectualidad de nuestras condiciones son suficientes para una vida buena («hay que salir de la zona de confort»). Criticará que nos entreguemos a la aceptación de nuestra vida tildándonos de conformistas, mediocres y adocenados. Frente al toda la vida es ahora que cantan los poetas, para el orden neoliberal toda la vida es luego y nunca suficiente. La vida es una subordinación a los mandatos productivos bajo la ilusa creencia de que algún día esa productividad será recompensada con el acceso a una vida plena. Emerge así un presente hipotecado por la ideación de un futuro mejor, y no como un momento en el que sentir la gozosa inconmensurabilidad de la existencia, percibir que cada acción en la que desplegamos el ser que estamos siendo a cada instante trae adjuntada su propia gratificación. Precisamente en Gozo, Azahara Alonso comparte una reflexión en la que es fácil encontrar sentimientos de pertenencia: «Cuando me pregunto por qué solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo». Esta reflexión me recuerda a un verso de Rimbaud: «La vida verdadera está ausente». ¿Ausente de dónde?, nos podríamos preguntar. De la propia vida, sería la descorazonadora respuesta.

«Lo importante nunca está aquí y ahora, en este pedazo de realidad concreta que comporta con estos otros también concretos, sino siempre “más arriba”, “más allá”, “más tarde», prosigue Amador Fernández-Savater en las páginas de su reciente ensayo, Capitalismo libidinal. El presente es un lugar vaciado de la palpitación de una vida que se mostrará plena cuando más adelante se cumplan los proyectos que hemos urdido para ella. Evidentemente esos proyectos se van aplazando y la vida es lo que vendrá después, la alegría es lo que está más al fondo, el bienestar lo proveerán los objetos que adquiriremos algún día, las experiencias que nos aguardan, los momentos que viviremos cuando estemos más desahogados, las elecciones que ahora no podemos tomar pero que adoptaremos en cuanto dispongamos de más tiempo y más recursos. Provoca una mezcolanza de extrañeza y aflicción constatar que la vida es aquello que se aloja en un futuro que nos gratificará por haber llevado una vida vaciada de lo que esperamos de la vida. Hemos hecho de la vida una ficción que se concreta vaporosamente en lo que vendrá luego y no en lo que acaece ahora. Hace poco leí a Marina Garcés que las personas somos muy descreídas, pero muy crédulas. Esta concepción de diferir la vida es una prueba de esta credulidad. La credulidad se sostiene en que parece que seamos seres inmortales y que por tanto es sensato postergar indefinidamente la vida.

   

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