Obra de Fabio Millani |
El enfado como
emoción es inescindible, un dispositivo natural que sirve para
revolvernos
contra la injusticia o la humillación que nos infligen, para levantar
acta de la promesa incumplida o la expectativa quebrada, para proteger
del maltrato a
nuestra dignidad. A veces nos referimos a este enfado como enfado
justificado,
una alerta que salta para conservar o restaurar en milisegundos el
espacio
vulnerado, y que en su justificación se distingue de la
susceptibilidad. Como
sentimiento, el enojo se puede articular y graduar anticipando muchos de
esos tropismos que en vez de ayudarnos complejizan las tensiones. Cuando
se enfadan con nosotros propendemos a enfadarnos, y cuando
nos enfadamos tendemos a hacer caso omiso de lo que nos sugieren. Nos
encastillamos en una posición y además decidimos no colaborar con los
intereses de quien nos ha mostrado su enfado de una manera doliente. El enfado suele
provocar rechazo en quien lo recibe y por lo tanto destruye cualquier elemento
de cooperación. Sin cooperación los espacios de intersección se desmantelan y
desaparecen. Las mediadoras y los mediadores con los que hablo
frecuentemente me
comentan que un elevado porcentaje de los conflictos que tratan en la
mesa de mediación se cronifican porque las partes releen la discrepancia como un duelo de orgullos. Orgullo es una palabra muy interesante por su
dislocación
semántica. Por un lado, significa cerrazón, obstinación en proseguir un
curso de acción que empeora los intereses comunes, pero que mantiene
incólume la propuesta presentada por el interlocutor, que ahora se aferra
a ella para no tener que capitular. Aquí el orgullo se erige en
tenacidad
estólida. Sin embargo, orgullo también significa el júbilo que provoca
la
observancia de lo bien hecho, la satisfacción de un desempeño que
consideramos encomiable y cuya titularidad nos pertenece a nosotros o a
alguien con quien compartimos vecindad afectiva. Los conflictos se
momifican por el orgullo en su primera acepción. Tienden a reducir su
número de apariciones cuando el orgullo en su segunda acepción domina la
vida de las personas.
En determinados momentos el enfado sí puede llegar a ser resolutivo,
pero depende del contexto, la intensidad y la regularidad. El enfado puede mejorar los
aspectos cuantitativos, aunque simultáneamente deteriora los cualitativos.
Puede dispensar utilidad ocasional en ecosistemas
piramidales (como suministrador de miedo), pero deviene funesto si se
emplea con habituación en ecosistemas de una horizontalidad
deliberativa. Nadie dialoga con bondad y perspicacia cuando está colonizado por la irascibilidad. En el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza dediqué
muchas páginas a argumentar cómo la palabra nacida de un furioso
estallido emocional destruye en cuestión de segundos lo que necesita
mucho tiempo para poder levantarse. Decir una barbaridad, y bajo el
influjo de la irritabilidad es muy fácil proferirla, puede roturar una
relación personal para siempre. El
enfado puede generar
imposición en quien lo recibe, pero no convicción, y la convicción es la
única fórmula posible de respetar los acuerdos alcanzados.
Recuerdo que en la literatura
de la negociación algunos autores proponían el enfado como estratagema
para alcanzar
los conciertos deseados. Sostenían que enfadarse ablanda a la
contraparte que probablemente
acabe claudicando y admitiendo concesiones hasta ese instante
intratables. Siempre mantuve mi desacuerdo. Enfado solo trae más enfado.
Si el enfado ha de esgrimirse para que la opinión sea escuchada y
respetada, la táctica delata la
mala salud de la relación, sin necesidad de añadir nada testifica claramente que el interlocutor no nos tiene
en consideración. Sin consideración no hay convicción, sin convicción no
hay cooperación, sin cooperación no hay solución. Algunas personas se enfadan
por ello sin saber que su enfado es el principio fundante de este círculo tan
vicioso como empobrecedor.