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miércoles, abril 29, 2015

La reputación



La reputación  es la valoración que tienen los demás de nosotros. Estamos tan obsesionados con ella y su centralidad en la competición y la comparación social que en muchos casos somos víctimas del imperialismo del ego enmascarado en la identidad profesional, el estatus social, la retribución salarial, la titulación del conocimiento, la visible aristocracia del mérito, etc., etc., etc. Toda una gama de prescriptores encaminados a la colonización de reputación. Desgraciadamente ese afán se puede resumir en ese concepto tan horrendo como posmoderno que habla del yo como marca, una marca que hay que «saber vender» en el mercado para trepar por la pirámide social y, una vez ubicados en las alturas, los demás pronostiquen nuestro comportamiento al alza. El filósofo Alain de Botton escribió hace ya unos años el muy plausible ensayo Ansiedad por el estatus. Recuerdo que después de leerlo pensé que se podría haber titulado Necedad por ser más que los demás. Solemos engañarnos afirmando que los demás no nos importan, pero invertimos elevadísimas cantidades de tiempo y de esfuerzo muy circunscrito en lograr ser importantes para ellos, y apropiarnos así de la consecuente conducta de valor del otro hacia nosotros (materializada en reconocimiento o cariño). En los círculos corporativos la reputación es concebida como un recurso intangible para la generación de valor y por extensión para la optimización financiera, el santo grial  en el ecosistema empresarial. En los paisajes íntimos y en los nexos comunitarios esa valoración consustancial a la reputación vincula más con el orden axiomático que jerarquiza la visión del mundo del que nos escruta que con nosotros mismos. Dicho de un modo sencillo. Su opinión sobre nosotros depende de sus valores, aquello que cobra protagonismo en su vida, lo que significa que aprecia o deprecia en nosotros lo que previamente valora o subestima en él.  De ahí que la emisión de un juicio sobre algo externo es en realidad una afirmación sobre algo interno. La sobreestimación o la minusvaloración de nosotros no dependen íntegramente de nuestros actos ni de nuestro discurso, sino más bien de la estratificación axial que guía la vida del otro.  

Las personas somos entidades muy complejas, entramados inextricables de biología y biografía, pozos sin fondo,  nudos gordianos difíciles de desatar. Muchas veces ni nosotros mismos sabemos quién habita en las palpitaciones de nuestras sienes, quién se hospeda en el interior de nuestros actos, quién adopta unas décimas de segundo antes que nosotros las decisiones que luego ejecuta nuestro cerebro. Este desconocimiento tan mayúsculo nos permite aducir que la reputación es lo que piensa de nosotros la gente que no nos conoce de nada, puesto que incluso nosotros somos para nosotros un jeroglífico de cuyo significado sólo poseemos aproximaciones cuarteadas. El escritor Juan Bonilla publicó en los noventa la recomendable novela Nadie conoce a nadie. En sus páginas se demostraba cómo se puede contaminar muy fácilmente el concepto que tenemos de alguien, incluso afectivamente muy cercano, lo que servía para corroborar el irrefutable título del libro. Que nadie conozca realmente a nadie no impide que construyamos juicios acelerados sobre las alteridades con las que nos cruzamos. Solemos tardar treinta segundos en configurar una primera impresión sobre una persona que acabamos de conocer. Tres minutos en  valorarla. Menos de diez en hacernos una idea macroscópica que nos permita creer que ya podemos predecir su conducta. Nuestra reputación depende de esos instantes. Demasiada inconsistencia para perder tanto tiempo en tratar de controlarla. Demasiada volubilidad para que nuestra estima esté en manos de alguien que no somos nosotros.



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martes, octubre 09, 2018

Neoliberalismo sentimental


Hace poco me topé con la expresión neoliberalismo emocional. La leí en un artículo firmado por el profesor Enrique Javier Díez, autor del reciente ensayo Neoliberalismo educativo (ver). En sus páginas vivisecciona la degradación de la educación convertida en sirvienta sumisa y solícita para satisfacer las exigencias del mercado. El neoliberalismo emocional que el profesor cita en su perspicaz texto debería llamarse neoliberalismo sentimental. No afecta solo a las emociones, sino a toda la retícula del entramado afectivo en el que se incardinan los sentimientos como una dimensión que opera redárquicamente con otras dimensiones. Esta es la idea que traté de exponer en mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver). La institucionalidad neoliberal aboga por la optimización de la libertad de las prácticas comerciales, empresariales y corporativas. Predica que la libre maximización del autointerés de los miembros de la comunidad en su afán de acumular capital genera riqueza y bienestar entre sus miembros de manera espontánea. Como reduce la vida a ludopatía por la gratificación económica, articula toda la praxis humana en torno a este hecho y se olvida del resto de motivaciones que hacen que la vida humana sea humana. Todo fenómeno social parte de fenómenos morales, pero los fenómenos sociales no son inocentes e inoculan disposiciones sentimentales. En un sistema todo se retroalimenta holísticamente. El neoliberalismo sentimental o capitalismo afectivo mimetiza las lógicas del neoliberalismo económico, sobre todo la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen los demás, la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo al círculo del mercado. Pienso en los afectos y los tiempos de calidad necesarios para ser compartidos, la amistad, los cuidados, la vida que palpita en los actos creativos, el amor por el conocimiento, la dimensión artística, la fruición de actividades que no aportan rédito económico y que llamamos desdeñosamente aficiones, la reflexión sobre nosotros mismos sedimentada en ese corpus que son las Humanidades, la contemplación de lo bello, la relación respetuosa y los deberes contraídos con los animales, la admiración de la naturaleza, la serenidad de una vida en la que dispongamos de mayor soberanía sobre nuestro tiempo y nuestra atención. Para el mercado y sus herramientas financieras todo lo que acabo de escribir aquí es una retahíla de inutilidades. Peor aún. Considerarlas restringiría la ganancia máxima a la que aspira incrementalmente la razón lucrativa. La racionalidad maximizadora que señala la doctrina económica prescinde de evaluaciones éticas y afectivas, pero cuanto más humano es un ser humano más peso concede a estos escrutinios cada vez que ha de adoptar una decisión. He aquí la contradicción.

El neoliberalismo sentimental focaliza su narrativa en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada del yo como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes como él y de un medio ambiente social y económico tan protagonista en su decurso como su propia voluntad. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural, nosotros, en cuya territorialidad descubrimos la afiliación a la humanidad y al proyecto siempre inconcluso de humanizarnos. Esta santificación del yo o este analfabetismo del nosotros omite que toda felicidad individual se apoya en un marco de felicidad política o colectiva. Toda ética de máximos  (que es donde se lleva a cabo la solidificación de los contenidos de la felicidad privada) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia para facilitar el despliegue de la autonomía). El sentimentalismo neoliberal se fija hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestima el segundo, cuando sin este segundo el primero es una quimera. Apremia al individuo a que crezca y mejora, pero esa mejora se considera fuera de lugar o imposible si se relee colectivamente y por tanto interpela acciones corales y políticas. 

Frente a lo cívico, la ideología de la autoayuda neoliberal privilegia el lenguaje primario del yo. Frente a lo político, entendido como lugar de intersección, fetichiza lo autorreferencial. Hace poco le leí a Josep María Esquirol en La resistencia íntima que «la proliferación  de la autoayuda es paralela a la proliferación de la política más banal». La plaga de literatura en torno a la sentimentalidad exenta de la presencia del otro va pareja a un sistema político y económico que aparta la valoración ética, que es precisamente la acción deliberadora en la que aparece el otro. La despolitización del espacio intersubjetivo alimenta el narcisismo de un yo absorto con la imagen que le devuelve su espejo. En el neoliberalismo sentimental se neglige la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más confortable para todos, ese todos que es el sujeto que preside los enunciados radicalmente éticos. Esta labor requiere la estigmatización de sentimientos que juzgamos necesarios para la vida en común. Patologiza la tristeza y la señala como una incapacidad psicológica. Sacraliza la felicidad y la conexa con el éxito entendido como acumulación de capital, bienes, propiedades, titulaciones, visibilidad, reputación, influencia, jerarquía. Desacredita el sentimiento de la compasión porque la compasión señala pequeñez, necesidad del otro, atenta contra el yo como deidad (hace unos días me encontré un libro titulado Tú eres Dios y tu marca tu religión), impulsa a la petición de justicia si el daño que vemos en nuestro congénere es ocasionado por causas sociales. Relee la indignación como una incompetencia del que no sabe interpretar los reveses injustos como oportunidades de mejora. Eleva el esfuerzo personal a solución para problemas estructurales, omitiendo que quien consigue la gratificación a través de ese esfuerzo perpetúa el problema e individualiza la culpa entre los competidores no premiados, que siempre los habrá por pura definición del concepto de competición o de juego de suma cero. Demoniza la cotidianidad estable motejándola de zona de confort de la que hay que huir para que la mediocridad no nos mineralice. Ridiculiza a las personas contentas con la vida sencilla en la que aposentan su existencia tildándolas de conformistas o adocenadas o reticentes al cambio. Cuando la autoayuda neoliberal cita la palabra amor es siempre hacia uno mismo. Desfigura así el sentido prístino del término que no es sino cuidar al otro.

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda sentimentalmente neoliberal era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser interpretado como oportunidad estimula un escenario idóneo para la mansedumbre. En vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ni pensamiento crítico ni motivaciones para la impugnación. Estamos ante la piedra filosofal de la perpetuación de lo hegemónico y su consecuente sumisión. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico y muy divulgado de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. También se hace más comprensible que se nos invite a ser empresa de nosotros mismos (el Tú eres Dios y tu marca tu religión, que cité unas líneas más arriba), a gestionar el yo como proyecto empresarial, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque él es una mercancía más, no un sujeto con dignidad, es decir, un sujeto con derecho a tener derechos, concretamente los Derechos Humanos. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica alimenta toda una constelación de emanaciones sentimentales. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras». Si se acepta este símil como ejemplo de la aventura humana, también habrá que aceptar que Margaret Thatcher no se equivocó en absoluto cuando hace cuatro décadas anuncio que «la economía es el método, el objetivo que nos importa es cambiar el alma humana».



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jueves, enero 14, 2016

Habitar el instante a cada instante



Obra de Cornelius Völker
El archiconocido «carpe diem» latino nos invita a aprovechar el momento. Es una prescripción muy sabia, una merecida apología a ese lujo insustituible que es la vida, una exultación a no dejarse atrapar por la neblina de preocupaciones que nos impiden ver nítidamente toda la gama de colores boreales que irradia el aquí y ahora. Recuerdo que hace años en mi facultad de Filosofía alguien escribió en la puerta de los lavabos una reflexión de San Agustín que yo comencé a utilizar para ahuyentar al fantasma de preocupaciones indefinidas ubicadas en fechas igualmente indefinidas. La prudencial sentencia decía que «a cada día le basta con su propia desdicha». El obispo de Hipona nos aclaraba que con las tribulaciones con las que suele darnos la bienvenida el día tenemos un cupo más que suficiente como para dedicar tiempo a las futuras. Delatoras estadísticas afirman que la mayor parte de nuestras preocupaciones no sucederán jamás, y que otra parte muy elevada de ellas ya ocurrieron y ahora ya no podemos hacer nada para modificarlas. Entre la obsesión de lo ocurrido y la obsesión de lo que acaso puede ocurrir transita el misterio de nuestra existencia. John Lennon sintetizaba este fracaso de la inteligencia canturreando una evidencia: «La vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes». Existe un aforismo (ignoro su autoría) que argumenta por qué somos tan estólidos: «Vivimos como si no fuéramos a morir jamás, y así lo único que logramos es no vivir nunca». Es cierto. La muerte como la abolición del proyecto que somos ha desaparecido de nuestro imaginario, quizá como correlato al relativamente reciente hecho de que apenas ya nadie muere en su casa, ni los familiares reciben los plácemes de obituario entre las cotidianas cuatro paredes en las que se concentra una gran parte de nuestra vida. No es que nos creamos seres eternos, es que apenas nos detenemos a pensar en nuestra finitud y no permea en nuestra conducta la obviedad de que algún día lanzaremos nuestro último hálito. Dicho esto hay que agregar inmediatamente que también existe un nutrido grupo de gente que se toma tan al pie de la letra el aforismo que vive como si fuera a morirse dentro de diez minutos, y así lo único que logra es no vivirlos bien y en muchos casos complicarse mágicamente la vida que le queda por delante. Uno de los recursos cognitivos que tenemos a nuestra disposición para evitar estos comportamientos exagerados en una u otra dirección es la capacidad de relativizar. Mi admirado Cioran proponía que una manera muy pragmática de quitarle la batuta a las preocupaciones que orquestan nuestra vida era darse un paseo por un hospital o por un cementerio. Ambas visitas son eficaces antidepresivos.

El «carpe diem» latino ha dado paso a la más prosaica muletilla «vive el presente». Esta expresión no alude a la zozobra, sino a su antagonismo el goce. En muchas ocasiones se utiliza como banderín de enganche ante la duda de vivir una experiencia hedónica que más adelante nos puede acarrear algún desenlace aciago. En realidad «vive el presente» es una prescripción retórica en tanto que su negación se antoja imposible. Todos vivimos el presente porque por más vueltas que le demos no vamos a encontrar otra cosa mejor que hacer.  Miento. Hay una disposición mucho mejor que vincula con la percepción, la curiosidad, el interés, el estado de ánimo y el proyecto: «habitar el instante a cada instante». Es una fórmula en la que presente, pasado y futuro son una misma palpitación. A mí me gusta definir la autonomía de un sujeto como la capacidad de colocar la atención allí donde su voluntad, y no ninguna otra instancia ajena, lo desee. Habitar el instante a cada instante consiste en que nuestra atención colonice el aquí y ahora. Se trata de extraer de la realidad posibilidades que posibiliten la posibilidad de un propósito previamente deliberado y decidido por nuestra inteligencia. No es necesariamente la unicidad del Dasein de Heidegger ni el estado de flujo de Mihaly Csikszentmihalyi, ni un presentismo hiperbólico. Es vivir en el asombro que supone no dar por supuesto nada de lo que damos por supuesto. Es soslayar la alienación y abrazarnos a la circunspección, sortear la heteronomía y adherirnos a la autonomía, desatarnos de la convención y regirnos por la convicción.

La mala noticia es que un ejército invisible y muy bien armado confabula para que nuestra atención sea un títere en manos de múltiples titiriteros. Ahí están la mercantilización de la realidad azuzada por la omnívora optimización del lucro, la reinvención perpetua para ser competitivos en el mercado laboral (la propia expresión aclara que la vida -en tanto que de qué vives y en qué trabajas son la misma pregunta- está en manos de mercaderes), la precariedad y su inseparable incertidumbre, el debilitamiento de los vínculos, la estimulada compulsión del consumismo conexa a la obsolescencia de los deseos, la conquista de los estándares sociales para cosechar reputación, la adquisición de propiedades que conmuten tener por ser, las déspotas peticiones de un ego crónicamente insatisfecho, la aflicción por lo que nos falta, el deseo elevado al rango de necesidad, la insoportable presencia de la ausencia a la que nos impele la comparación social. Todos conspiran para que nuestra atención se pose allí donde quiere alguien que no somos nosotros. Todos con el propósito de desahuciarnos del instante a cada instante.



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martes, junio 04, 2024

Adiós a la hipocresía

Obra de John Wentz

El lenguaje popular nos informa de que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. La persona que se guía hipócritamente promociona unos valores que luego sin embargo no pone en práctica. Hipócrita es por tanto quien imposta afecto a una manera de entender el mundo y a través de diferentes ardides orales alardea de ser quien en realidad no es. Según el diccionario de la Real Academia, «la hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». Hay desavenencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después acaba cuajando en las acciones. Se conocen las palabras que se estiman en la conversación pública y se elogian en aras de ampliar la cotización en el parqué social, o se autocensuran aquellas otras en las que se cree firmemente a sabiendas de que no son populares y defenderlas en cualquier ágora acarrearía perjuicios en la reputación. La hipocresía sería en síntesis el acto en el que una persona se comporta de forma opuesta a los valores nobles postulados por ella misma.

Algunos autores conceptualizan esta estratagema no como hipocresía, sino como buenismo. En su ensayo La banalidad del bien, Jorge Freire define buenismo como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Tanto la hipocresía como el buenismo nos indican que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. La ética se suplanta por cosmética lingüística. La astucia del neolenguaje y la parafernalia conceptual de los valores encubren la conducta cuestionable a la que se aspira. Este empleo hipócrita, buenista o maquiavélico de los valores hace que seamos duchos en enumerarlos y señalarlos, pero no en practicarlos. Cansado de esta constatación, David Cerdá propone que «hay que hablar más de comportamientos y menos de valores». Conocemos y aplaudimos valores que sabemos humanizan y proporcionan mejores soluciones a la convivencia, pero luego nos inclinamos por aquellos comportamientos que los subvierten porque procuran ventajas privadas a costa de dañar los bienes públicos. Hablo en presente, pero quizá debería hacerlo en pasado.

En Las palabras rotas, Luis García Montero nos recuerda que «necesitamos sacar las palabras y su tiempo del cubo de la basura del descrédito para que nuestros actos respondan a ellas y de ellas». Acaso sea ya tarde para esta labor. Uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia. Las palabras que embellecen el comportamiento cuando se cumplen han dado paso a otras que lo deslucen y lo estropean. Muchos representantes del poder formal democrático ya no consideran ningún desdoro hacer un uso público de la palabra para atentar contra los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo que procuraba la hipocresía. Son malos tiempos hasta para la retórica acendrada y pulcra que la impostura requería para su despliegue. Que en el vocabulario político se utilizara panegírica y frecuentemente la palabra dignidad, aunque luego se la minusvalorara en las decisiones, era un escenario más tranquilizador que este otro en el que no se tiene pudor en desdeñarla o ningunearla. 

En uno de los capítulos del ensayo Dignidad, y tras explicar su genealogía y su funcionalidad, Javier Gomá define la dignidad como lo que estorba. Y especifica: «Estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto». Su elevación a derecho (la dignidad es el derecho a  tener derechos, concretamente los Derechos Humanos) tuvo como precautorio fin el que nadie pudiera convertir la vida ajena en un festín de la propia. Hasta hace unos años resultaba inverosímil que alguien con responsabilidades en la esfera pública pusiera en entredicho valores vertebrales para la convivencia y la dignidad humanas. La vergüenza o el rubor aconsejaban el silencio o la impostura, el vicio seguía rindiendo tributo a la virtud. La hipocresía alababa esta dignidad, aunque quienes la elogiaban estuvieran persuadidos de que estorbaba y ocluía la consecución de sus verdaderos intereses. El avance degenerativo es que ahora abiertamente se señala su condición de estorbo, pero no como freno para la crueldad y la violencia, sino como impedimento para satisfacer intereses abyectos casi siempre asociados a la rentabilidad económica y la expansión de poder. La paulatina desaparición de la hipocresía no es una buena noticia como se podía prever. Es la constatación de un retroceso preocupante. 

 

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martes, mayo 01, 2018

¿Es posible el altruismo egoísta?




Obra de Bo Bartlett
Para que no haya ninguna duda me atrevo a afirmar que el altruismo no es prerrogativa de almas caritativas, sino de almas muy inteligentes. No entiendo muy bien qué tergiversación nominal y afectiva ha ocurrido para que el altruismo se asocie al egoísmo. Se define como altruismo egoísta toda acción en la que se ayuda al otro, pero la acción se pone en entredicho porque se detecta una tracción motivadora en el placer que procura intrínsecamente la propia ayuda. En el recomendable ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar se indaga con resultados sorprendentes en estas mecánicas. Es cierto que a veces la conducta altruista descansa en la gratificación personal que supone ayudar al otro, pero jamás se me ocurriría conceptuar esa motivación como egoísta. La severidad que supone definir como egoísta una acción altruista me parece una tara léxica nacida de una preocupante corrupción sentimental. La apuntada concordancia entre altruismo y egoísmo se produce en los imaginarios porque se ha hiperbolizado la idea de que ningún acto humano está exento de la búsqueda de beneficio propio, como si colaborar con el otro a su mejora, prosperidad o simplemente a que transite hacia una situación más favorable para sus intereses sea lo mismo que negarle la ayuda, sabotearle oportunidades o procurarle un daño injusto. Incluso la instrumentación del altruismo y su publicidad para elevar la cotización en el parqué social no lo consideraría egoísmo, sino narcisismo o vanidad. 

Existe una zona fronteriza en la que pueden coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años. En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado, pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.

Sostengo que no puede existir en una misma conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo, aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido, estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta debería recalificarse como altruismo inteligente. 

Si ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia, que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos convivencia.



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martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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martes, noviembre 19, 2024

La conducta cívica se atrofia si no se practica

Obra de Nigel Cox

La temporada pasada publiqué en este mismo espacio un artículo titulado Adiós a la hipocresía. En el segundo de sus párrafos escribí que «uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia». En ese momento no disponía de suficiente imaginación verbal para conceptualizar esta tendencia que sin embargo observaba cada vez más asentada en el ecosistema social. Por este motivo ha sido muy reconfortante comprobar cómo el dibujante y escritor Mauro Entrialgo ha logrado dar con el concepto exacto de esta forma de conducta calificándola con el brillante nombre de malismo. Entrialgo ha escrito un ensayo titulado con este hallazgo lingüístico en el que comparte la definición exacta del término: «El malismo consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial». La zafiedad, la grosería, el lucimiento de la conducta poco elegante, la bajeza moral, los discursos de odio en los que se trama el mal para el prójimo, se premian cuando quien se conduce así en vez de ser descalificada como persona maleducada es elevada a referente social, o se le aplaude encendidamente con el fin de cimentar su reputación. El malismo cotiza al alza en el parqué social.

La exhibición altiva de la propia vileza acarrea beneficios de genealogía social. Mauro Entrialgo pone muchos ejemplos en las páginas de su ensayo. Señala como arquetipo de esta conducta a Donald Trump, al que, desde su condición de epítome modélico de la antiejemplaridad, le salen epígonos por todo el orbe terrestre. Una muestra de su malismo sucedió cuando en pleno periodo electoral el ya elegido presidente del país más poderoso del planeta Tierra alardeó de que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería ni un solo voto. El comportamiento desdeñoso con los demás recluta adeptos y el entorno es progresivamente más receptivo para quien presume de irrespetuosidad y de un obrar degradante y embrutecedor. Los malistas  no encuentran reparo en esgrimir mentiras para acreditar ideas, en retorcer los datos para confirmar creencias, en jugar con las cifras para refrendar propuestas xenófobas y aporofóbicas. Quienes los secundan les regalan vítores en los que la zafiedad se relee con no tener pelos en la lengua, la desconsideración y lo descortés se pretexta como una forma de zafarse del yugo esclavizante de lo políticamente correcto. Se justifica con preocupante liviandad el comentario maleducado apelando a la libertad de expresión, el delito de odio indicando el derecho a opinar, la barbaridad lexicalizada apuntando al atrevimiento a decir las verdades. Estas tergiversaciones tan cotidianas demuestran con dolorosa transparencia cómo la banalización del lenguaje acarrea la banalización de la vida. 

Si el respeto se sintetiza en el cuidado con el que debemos tratar la dignidad de la que es acreedora toda persona, el malismo se vanagloria de irrespetarla, caricaturizarla o anticipar que a muchas personas se las tratará como si no la tuvieran. Aunque se enmascare de múltiples formas y se empalabre de diferentes maneras, la dignidad humana de la que las personas nos hemos hecho titulares para no hacernos daño y aspirar a vivir vidas buenas es el gran enemigo a batir de quienes enarbolan el malismo. En la batalla léxica el malismo está saliendo victorioso al lograr que la otrora plausible palabra buenismo albergue ahora connotaciones peyorativas anexadas a la estulticia o la ingenuidad. La persona que propugna horizontes más amables y bondadosos pierde credibilidad y es descalificada como estólida e inocente. En cambio, la persona que aboga por la insolidaridad y el dinero como único mediador de la experiencia humana es bendecida como sensata, precavida y conocedora de los engranajes que mueven el mundo. Existe una máxima que advierte que la conducta cívica se atrofia si no se practica. Otro peligro mayúsculo que precipita su oxidación consiste en jalear la conducta acivilizatoria. A todas las personas nos atañe interrumpir esta peligrosa degradación del medio ambiente social.


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martes, febrero 20, 2018

«A mí no me motivan»



Obra de Rob Rey
La palabra motivación proviene de la latina emovere que significa ponerse en movimiento. Estar motivado es disponer de altas cantidades de predisposición para encarar un curso de acción. Es energía, fuerza para actuar, para no capitular, para perseverar ante los inevitables reveses con que la vida nos invita a entender lo maravillosa que es la vida cuando no hay reveses. Existen dos clases de motivación: la intrínseca y la extrínseca. La primera nace de uno mismo y es la energía que sentimos y movilizamos al realizar algo por el puro placer de hacerlo. Eslabona con el entusiasmo, que realmente es el émbolo que lo mueve todo. En el discurso social el entusiasmo vive una época crepuscular, porque el resultado de toda evaluación sobre el ludismo de la acción se reduce a la parquedad léxica de «me gusta» o «no me gusta». Hace poco mantuve una conversación con varias personas en la que les aclaré que a mí no me gusta escribir. Ante su tremenda sorpresa, agregué que no me gusta escribir, me apasiona. La motivación extrínseca está relacionada con la consecución de recompensas externas desligadas por completo de la propia actividad. El desempeño a realizar no nos entusiasma, pero lo llevamos a cabo porque nos interesa lo que trae adjunto, o no podemos prescindir de él: remuneración económica, cotización social, poder, adquisición de afecto, ampliación de posibilidades, vinculación, reputación, estatus. La motivación extrínseca se evapora mágicamente en el instante en que la gratificación externa desaparece.

Existe un lugar común que indica que la persona hipertrofiaría su motivación si los ingresos obtenidos por ejecutar una tarea fueran elevados. En entornos laborales yo he escuchado mil veces afirmaciones del tipo «que me paguen una pasta, ya verán como me motivo». Es una afirmación falaz. El dinero relaciona con la motivación extrínseca, pero no con la intrínseca, y obtenidas unas cantidades que satisfacen necesidades básicas, el dinero no genera motivación alguna. Al contrario, en ocasiones es un poderoso elemento socavador de la propia motivación. La motivación intrínseca conexa con la autorrealización personal, el crecimiento profesional, el desafío intelectual, la disposición de autonomía, la sensación de control sobre las acciones, la autoeficacia probada, el afán de mejorar aquellas competencias en las que uno se sabe eficaz, el sentido de lo que se hace, la asunción de responsabilidades simétricamente alineadas con nuestras capacidades. Los constituyentes de la motivación nos pertenecen en exclusividad a cada uno de nosotros. De ahí la incongruencia que supone quejarse de que «a mí me no motivan». Es una jeremiada que responsabiliza al otro de un vector que sin embargo es rotundamente personal. Una de las causas de este trasvase de responsabilidad se ha producido al sustituir la añeja palabra voluntad por la contemporánea motivación.  Nadie se atravería a decir «a mí no me dan la suficiente fuerza de voluntad». Además, se tiende a olvidar que hay muchas cosas que hay que hacer al margen de estar o no motivado. Lo ideal es estarlo, pero no estarlo no exime de no hacerlo. 

En los cursos y los seminarios que imparto no pierdo ni un segundo en motivar a ningún alumno, aunque me desvivo en no desmotivarlo. Para ello procuro compartir con todos ellos la pasión que me provoca el conocimiento que estamos tratando e intento relacionarlo con sus experiencias cotidianas, demostrar que el saber tiene enorme centralidad en la dirección de la conducta y por tanto en su vida personal, poner una retahíla de ejemplos para apresar mejor las abstracciones (a veces muy abstrusas y complejas) que explico. Nadie puede motivar a nadie, pero es muy sencillo desmotivarlo. Yo he estado en contextos laborales en los que he visto cómo languidecía incrementalmente la motivación de personas muy motivadas por la presencia de agravios comparativos, retribuciones paupérrimas, clima beligerante y tenso, maneras arbitrarias e irrespetuosas, laceración de la dignidad, ausencia de delegación, mala delimitación de tareas y responsabilidades, ausencia de metas claras, una exacerbada cultura del reproche y negación permanente del elogio, fabricación de coercitivo miedo para detentar poder, aleatoriedad en la distribución de sistemas de premios y castigos. Cualquiera de estos vectores actuando aisladamente socava la motivación, pero todos juntos desintegran a una persona. «No hace falta que me motives, pero te pido por favor que pongas todo tu empeño en no desmotivarme», es una petición mucho más realista y útil que la que titula este artículo.Yo todavía no se la he escuchado a nadie.



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martes, junio 27, 2017

«Consideración, reconocimiento, amor», ahí está todo



Obra de Peter Blake
Con motivo de mi último artículo Humillar es humillarse (ver), contestaba a una lectora recordando que el antónimo de la humillación es la consideración. Es muy fácil explicar en qué consiste la consideración. Se trata del interés y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma. Paralelamente ser considerado con alguien estriba en prodigarle ese valor en el marco de nuestras interacciones tanto directas o indirectas con él. Muchas veces la consideración se reduce a algo tan simple y a la vez tan complejo como prestar atención al otro, que nuestra mirada se pose en él y nuestras palabras se enreden inteligible y respetuosamente con las suyas. ¿Qué ha de poseer el otro para que le aprovisionemos de consideración? La respuesta es mecánica y simple: nada. El otro es un equivalente de nosotros mismos y un aliado en la aventura siempre en tránsito de humanizarnos. El hecho de ser un ser humano es requisito suficiente para ser tratado con consideración. Ser un ser humano lo dota de valor, y al ser valioso es digno, y al ser digno posee dignidad (el derecho a poseer derechos), y esa posesión de dignidad nos acarrea a los demás el deber de tratarlo con consideración. También ocurre a la inversa. Nuestra condición de personas nos amerita a que a nosotros nos traten del mismo modo. Adam Smith postulaba que «aspiramos a que nos observen, se ocupen de nosotros, nos presten atención con simpatía, satisfacción y aprobación. Que nos tomen en consideración es la esperanza más amable y a la vez el deseo más ardiente de la naturaleza humana». Cuando alguien me trata con consideración percibo el valor que ostento como individuo que soy.
 
Schiller escribió que el amor y el hambre dirigen el mundo. El hambre nos puede convertir en un competidor feroz en la sabana social, pero la necesidad de amor avala el deseo de encontrarnos con el otro. El amor testifica la sociabilidad. En su ensayo La vida en común, Tzvetan Todorov aclara que donde Schiller utiliza la palabra amor como una de las dos grandes palancas motivadoras de las acciones humanas, Rousseau habla de consideración, Hegel de reconocimiento y Adam Smith de atención.  En mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) hablo de afecto, o de cariño, palabra sinónima que me gusta mucho pero que vive desterrada del vocabulario académico, y que yo defino como el nexo afectivo que anuda a dos corazones que sienten una afinidad y una aprobación recíprocas que los conecta con lo mejor de sí mismos para cuidarse, y que en su cénit llamamos amor. En ese nexo se estiman los valores que nos singularizan, las actividades, los propósitos, los ideales, las cosmovisiones, la forma de instalar la existencia en la vida. Mendigamos cariño y afecto de manera omnipresente, y todas nuestras acciones se subordinan en última instancia a que nos sigan queriendo los que nos quieren, y que nos quieran también aquellas nuevas personas con las que nos cruza la vida y que nos encantaría sumar al cupo de seres queridos. Todos somos solicitantes y surtidores de afecto, agentes y pacientes de cariño, cazadores recolectores pero también suministradores de consideración y reconocimiento. Buscamos la mirada aprobatoria, queremos que nos quieran, y para eso intentamos construirnos como sujetos valiosos.

Tanto la consideración que nos merecemos como el afecto que perseguimos están siendo suplidos cada vez más por el deseo febril de un reconocimiento que sin embargo difiere de ambas magnitudes. El reconocimiento confirma nuestro valor en la urdimbre social (reconocimiento de distinción, según Todorov, éxito, según la vaporosa terminología coloquial), pero apenas vincula con el afecto ni con la consideración. Hace poco mi mejor amigo me confesaba que «yo no quiero reconocimiento, yo quiero cariño». En las presentaciones de mis libros yo siempre afirmo públicamente que podría esbozar teorías muy filosóficas de por qué escribo, pero que en el fondo lo hago para algo tan sencillo pero tan relevante como que me quieran. Mientras que el reconocimiento pertenece al dominio público y se distribuye a través del estatus y la reputación (que la imaginación capitalista ha ligado a la división del empleo y a la pluralidad de ingresos que proporciona), el afecto opera en la esfera privada y su adquisición no proviene del trabajo remunerado, sino de valores inmateriales elicitados por el comportamiento: la bondad, la generosidad, la humildad, la ternura, el afecto, el cuidado, la preocupación, la gratitud, el respeto. Utilizando la célebre dicotomía de Erich Fromm, el reconocimiento vincula con el tener, el cariño conexa con el ser. Si confundimos reconocimiento con consideración, o reemplazamos el afecto por el reconocimiento, las acciones no venales perderían centralidad. Se privilegiarían los valores que son mercancía para el intercambio económico (bienes, servicios, propiedades, titulación, capacidad adquisitiva para el consumo). El credo económico habría logrado virar nuestro psiquismo hacia lo que lo perpetúa y ensalza. Un triunfo de la lógica económica. Una derrota de la vida afectiva.



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