Obra de Marc Figueras |
Acabo de terminar la lectura del
ensayo Vivir éticamente. Cómo el
altruismo eficaz nos hace mejores personas del filósofo norteamericano
y experto en temas éticos y bioéticos Peter Singer. Me ha llamado la atención la bifurcación conceptual que Singer establece
en el campo de la empatía. No es un asunto periférico. Creo que es justo ahí donde se
halla la tabla de salvación de la aventura civilizatoria. Desde sus
instantes aurorales, la humanización ha
consistido en aceptar que el otro es un compañero en el acontecimiento humano
(somos biológicamente homínidos, pero queremos humanizarnos). No es una tarea especialmente difícil cuando el otro es un ser con el que nos eslabona la afectividad,
pero deviene en empresa faraónica cuando el otro es alguien del que no sabemos nada, vive
a miles de kilómetros, o es una referencia abstracta.
La bifurcación propuesta por Singer parte de una distinción capital. No es lo
mismo entender los sentimientos que compartirlos. Es la misma diferencia que
existe entre empatía y compasión. Gracias a los aspectos emocionales de la empatía nos
identificamos de un modo rápido y sencillo con los congéneres de carne y hueso
que pueblan nuestra vida privada, pero también con la individualidad desconocida que se presenta
ante nuestros ojos en el espacio público. Esta empatía emocional nos moviliza. Sin embargo, se torna poco eficiente cuando la otredad no
está delante de nuestro peinado ocular, o no nos sutura a ella ningún nexo afectivo, o se
reduce a una abstracción nominal.
En el planeta Tierra nos hospedamos casi ocho mil millones de personas, y la irradiación afectiva de cualquiera de nosotros alcanza ridículamente a tan solo unas ciento cincuenta de ellas, según certifica el célebre número Dunbar. Esta insuficiencia emocional sólo
se puede resolver si entran en juego los aspectos cognitivos de la empatía. El
altruismo eficaz que analiza Singer se preocupa mucho más por la empatía cognitiva
que por la empatía emocional. Es muy fácil sentir empatía emocional, requiere
mucha instrucción sentimental sentir empatía cognitiva. Cualquiera que haya
acudido a mis presentaciones de La razón
también tiene sentimientos me habrá escuchado decir algo idéntico,
aunque con terminología diferente. El sentimiento es muy útil en las distancias
cortas, pero se vuelve inoperante e incluso irresoluto en las largas. La
racionalidad es imprescindible para entender y asir el mundo de los valores
universales con los que queremos engalanar nuestra condición humana, pero adolece de la falta de arranque que sin embargo sí posee la
vibrante emoción. Necesitamos racionalizar el sentimiento para convertirlo en acción, pero no en una acción cualquiera, sino en una valiosa y decente. Esa acción recibe el nombre de virtud, el conjunto de las
conductas que consideramos nos mejoran a todos los que participamos de la expedición humana.
La virtud logra una proeza inaudita. Se sirve de la
fuerza propulsora del sentimiento de donde procede en primera instancia, pero
también de la jurisdicción de la racionalidad para adentrarse en la abstracción
de los valores y guiar así el comportamiento. Recuerdo que en El gobierno de las emociones Victoria Camps lo expresaba como uno
de los más grandes hallazgos éticos. Estamos en un punto muy excitante que nos
debería enorgullecer como especie. La racionalización del sentimiento alumbra
unos sentimientos distintos de los emocionales y de los sociales. Genera el
sentimiento ético. Su trazado es maravilloso y me atrevo a afirmar que es el ideal al que aspira el impulso humanista: nace de una emoción, se
transforma en un sentimiento por la participación de la cognición, pasa por el tamiz de la racionalidad y su vocación universal y se acaba
transfigurando en un sentimiento ético que nos aboca a la virtud. Es muy probable que no sienta ningún afecto por alguien
que no conozco, pero me comportaré afectuosamente con él, o tomaré decisiones
que le respeten, porque he logrado racionalizar el afecto que sí siento por los
próximos y cuyo despliegue con el prójimo en forma de virtud es lo mejor para todos.
Entre las virtudes gestadas por
la racionalización del sentimiento acaso la más nuclear sea la del respeto. El
respeto consiste en tratar al otro como una entidad valiosa por ser
un ser humano (el autorrespeto es algo análogo pero con nosotros mismos). A este sorprendente valor le hemos dado el nombre de
dignidad. La dignidad es una invención ética por la que hemos decidido apreciar a toda
persona por el hecho de serlo. La dignidad es la vitrina de nuestra humanidad, pero como
ficción ética no se percibe a través de ninguna emoción, sino a través del
ejercicio de la racionalidad. Es en la intelección donde
podemos comprender que el otro es un ser que solicita el mismo valor y el mismo
interés que reclamamos para nosotros porque es un ser humano que comparte idénticas afinidades. Donde no llega ni la emoción
ni el sentimiento, sí puede llegar la ética, que es la reflexión del
sentimiento. El altruismo es ayudar al otro desinteresadamente, pero puesto que
compartimos la tarea de humanizarnos, puesto que la dignidad se sostiene en el
respeto de la dignidad del que es mi igual siendo mi prójimo,
ayudar con nuestras acciones directas e indirectas a preservar la dignidad del
otro es ayudar a preservar la nuestra, y simultáneamente a hacer del mundo un sitio más humano. Ayudar al otro es ayudarme yo. El llamado altruismo egoísta debería
bautizarse como altruismo inteligente. O sea, virtud.
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