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martes, noviembre 25, 2025

Erradicar la violencia contra las mujeres

Obra de Ali Cavanaugh

Se sufre violencia cuando no se puede decir no a algo injusto. También cuando, si se osa señalar esa situación como inicua o se muestra desacuerdo revolviéndose contra ella, hacerlo supondría recibir un daño, o incluso la propia muerte si el contexto está infectado de odio enmohecido e insujetable agresividad. En la violencia el sujeto agente pierde esa condición y se le degrada a sujeto paciente de las decisiones de su agresor. Lo contrario de la violencia sería por tanto la posibilidad de dar respuesta a la injusticia, y que esa contestación no trajera adjunto ningún daño al considerarse una opción legítima de quien posee agencia. Toda violencia es un abuso de poder que desestima el concurso de la persuasión y se abraza a la coerción y la fuerza para doblegar la voluntad ajena. Disponemos de libertad cuando podemos liberarnos de quien trata de sojuzgarnos, pero la violencia más horrible ocurre cuando quien la perpetra sabe de antemano que su víctima no podrá esquivarla, o su oposición le acarrearía consecuencias muy gravosas. La violencia (tanto la física, como la psíquica, la modal y la estructural) persigue impedir el despliegue de esa autonomía en la que una persona se decanta por una opción en menoscabo de todas las demás opciones. La violencia expropia a su víctima la capacidad de poder elegir por sí misma.    

Cuando se impide que una persona pueda optar según su arbitrio se está desintegrando su dignidad. La dignidad es el valor común que nos hemos atribuido los seres humanos porque somos seres que podemos elegir. Somos personas autónomas, es decir, auto (sí mismo) y nomos (ley), nos podemos dar leyes a nosotras mismas para conducirnos de la manera que estimemos más idónea para brindar sentido a nuestra existencia. Somos entidades autodeterminadas. A pesar de las cortapisas biológicas y de la innegable centralidad de las fuerzas restrictivas socioculturales y económicas, poseemos el don de elegir qué fines queremos para nuestra vida, podemos decidir en qué lugar exacto colocar nuestra atención y nuestros intereses para nutrir nuestro proyecto vital, o «perseguir en cada momento lo que uno cree que es su camino», como bien resume el añorado José Luis Sampedro. En su sentido más execrable la detentación de poder es cosificar a una persona invalidando su capacidad de elegir. El abuso de poder rebaja al sujeto a objeto. Es exactamente lo que ocurre con la violencia de género, cuando un hombre no concibe que una mujer por el hecho de ser mujer pueda administrar argumentos propios que contravengan los planes que él tenía asignados para ella. No suscribe que su pareja o expareja disponga de agencia y pueda decantarse por preferencias que no coincidan con las suyas, y emplea la fuerza o conmina con emplearla para disolver el disenso e imponer unilateralmente las pautas de la relación. El amor es justo lo contrario. Admitir sin sentirse víctima que una persona puede elegir lo que ella considere más adecuado para sus intereses, y ayudarla a ese cometido, a pesar de que esa decisión pueda colisionar con nuestros propósitos. Estaría bien insistir en este punto el día (25N) que se vindica la eliminación de la violencia contra las mujeres. 

En el Discurso sobre la dignidad del hombre, el renacentista Pico della Mirandola coligió que el ser humano no es ni ángel ni demonio, pero puede aproximarse a una u otra categoría ética según qué conducta elija para relacionarse con el resto de existencias con las que se afirma la suya. No está de más recordar aquí a Nietzsche y su certeza de que los humanos somos una especie aún no fijada en busca de definición. La irrevocabilidad de esta búsqueda nos encierra en el cautiverio de elegir. Sartre llegó a la misma conclusión, pero desde una óptica terriblemente sombría: «Estamos condenados a ser libres». Este encadenamiento a la elegibilidad se puede resignificar desde otro angular mucho más enorgullecedor y hermoso: «Estamos obligados al acto poético de inventarnos a cada instante». Si hurtamos a la otredad la capacidad de elegir, le estamos arrebatando la posibilidad de inventarse según su propio dictado. Lo que tendría que ser un acto poético de invención se degrada en un acto de sumisión o alienación. En algo tan envilecedor que como comunidad política estamos obligados a erradicarlo categóricamente. 


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martes, enero 21, 2025

Que en la vida haya planes de vida

Obra de Geoffrey John

Escucho en una entrevista radiofónica definir la libertad como «estar donde se quiere estar». Quien lea habitualmente las deliberaciones que comparto aquí todos los martes habrá comprobado que suelo mostrarme esquivo con la palabra «libertad», porque es un sustantivo muy desgastado y groseramente instrumentalizado como señuelo electoral. El abuso del mal uso de la palabra libertad la ha degradado hasta convertirla en el culmen para legitimar acciones maleducadas y pretextar un egoísmo incívico. Cuando se apela individualmente a ella desaparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad ciudadana. Despierta perplejidad esta glorificación de una libertad que se puede condensar en el desafiante aserto «quién es nadie para decirme a mí qué es lo que puedo o lo que no puedo hacer». Desde hace unos pocos años esta idea de libertad lleva desplazándose de forma metonímica hacia el campo semántico de la anomia, la desregulación, la contracción del sector público, el autoritarismo pecuniario, la abolición de sistemas redistributivos con los que minar la desigualdad material, o con la demanda de políticas impositivas ultralaxas por parte de los tenedores de una riqueza exorbitante. A quienes postulan que ser libre es hacer lo que les plazca, y que limitar las acciones que patrocina el deseo es opresión, se les olvida que sus acciones comportan deberes con los demás porque tanto sus acciones como las nuestras confluyen en una misma intersección. Nos ponemos límites porque consideramos deseable compartir nuestra vida con otras vidas sin que suframos colisiones dolorosas. De no ser así la convivencia se antojaría quimérica. 

Frente al término libertad, me adhiero a la tradición de quienes emplean la palabra autonomía, la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma con las que trazar su periplo biográfico. Es muy frecuente que se nos olvide que solo podemos ser autónomas en marcos de interdependencia. La interdependencia es toda situación en la que una persona no puede colmar sus propósitos de manera unilateral. Platón adujo que las ciudades emergieron porque las personas no se bastan a sí mismas. Si pensamos profundamente, es fácil adivinar que no hay ninguna situación en la que de forma directa o indirecta no requiramos el quintaesencial concurso de una miríada de multiagentes. La autarquía, la autosuficiencia y el solipsismo son narratividades muy seductoras sin correlación alguna en el mundo real. Hay que hacer una concienzuda dejación del pensamiento para atreverse a afirmar que todo depende de uno mismo. 

Como el antónimo de la libertad es la necesidad, para que la libertad pueda desplegarse requiere entramados políticos en los que la necesidad sea fácilmente satisfecha. La necesidad es lo común a todas las personas en tanto entidades biológicas y afectivas, y por eso su cuidado debería elevarse a acción pública y política. Aumentamos la factibilidad de ser libres cuando maximizamos la fortaleza de lo común en donde nuestras necesidades más primarias pueden cubrirse muchísimo más fácilmente. La libertad estribaría en la creación política de contextos donde lo necesario se protege para que ninguna persona encuentre obturada la capacidad de elegir planes de vida para su vida. La humanidad se torna más civilizada y humana cuando pone su inventiva política en que la necesidad y la precariedad dejen de ser protagónicas en la vida de las personas para que esas mimas personas sean soberanas de una parte mayúscula de su tiempo y puedan acceder a vidas más significativas que las que convoca la mera supervivencia. Explicado con un ejemplo recurrente en la conversación pública. Libertad no es tomarse una cerveza cuando a una persona le dé la gana, sino que la convivencia esté políticamente vehiculada de tal modo que existan condiciones socioeconómicas para que cualquier persona pueda tomársela. 

En República de los cuidados, leo a la filósofa argentina Luciana Cadahia que «las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atadas a vínculos de dependencia y sumisión».  No somos libres, nos hacemos libres cuando nos liberamos de aquello que coerce nuestra agencia, que por supuesto se asocia a condiciones materiales, pero también a nuestro mundo desiderativo  y ético. Como he reiterado en los párrafos anteriores, la libertad colectiva es la que genera contextos donde la necesidad se puede colmar para dar paso a la predilección personal, y la libertad personal es la capacidad de elegir acorde a nuestros propósitos, proyectos, o metas con los cuales cada persona imbuye de sentido y alegría su vida. Spinoza aseveró esto mismo pero de un modo mucho más hermoso. Se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Para un cometido tan hermoso se precisan hábitats colectivos cuidadosos que favorezcan que cada cual rellene con sus preferencias el contenido de su alegría. La pura celebración de la autonomía. 


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martes, enero 30, 2024

Frente al valor de la libertad, el de la autonomía

Obra de Lydia Benady

La semana pasada me entrevistaron en una sección de videoconferencias destinadas a adolescentes. Me preguntaron qué le diría a una persona adolescente sobre la libertad. Salté como un resorte. La palabra libertad me incomoda porque el abuso de su mal uso la ha degradado hasta convertirla en el culmen justificado del egoísmo. Cuando se apela a ella desparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad cívica. Nos introduciría en un peligrosísimo atolladero ciudadano. Si la libertad se yergue en el valor máximo al que ha de supeditarse el resto de valores, la convivencia (entendida como la articulación armónica de existencias dispares) se tornaría imposible. Si cada persona exigiera cumplir su pliego de demandas desiderativas en nombre de la libertad (en un momento epocal en el que el deseo está exacerbado como nunca en la historia de la humanidad por los sistemas de la producción y la financierización), vivir conllevaría colisionar permanente y violentamente con los deseos, igualmente hiperestimulados, de los demás. Tejer comunidad devendría quimérico. La irrestricta libertad del deseo nos abocaría a muchos problemas y no erradicaría ninguno.

El equívoco que trae adjuntado la palabra libertad es tan mayúsculo que en ocasiones se cita para pronunciar aseveraciones de una insensata trivialidad argumentativa. Hace poco se hizo célebre la definición esgrimida por una representante política con un apabullante liderazgo social en la que consideraba que ser libre es poder tomarte una caña. Frente a la confusa palabra libertad, es preferible la de autonomía.  Etimológicamente autónomo deriva de auto -uno mismo- y nomos -ley-. Significaría la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma. Yendo un poco más lejos, autonomía quiere decir la capacidad de brindar propósitos a nuestra vida elegidos por nuestra volición. Libertad no es hacer lo que le plazca a una persona, sino algo bastante más elevado: es darle a la vida un sentido tan apasionante que se desee el apremiante advenimiento de un nuevo día, y que ese sentido personal confraternice con la vida de los demás. Como explica José Antonio Marina: «Limito mi libertad porque me parece bueno compartir mi vida con otras personas». La libertad es establecer marcos políticos que ofrezcan posibilidades autónomas a la ciudadanía.

Hay que recordar que los nexos sociales restringen el campo de acción, pero en simultáneo ensanchan sobremanera la autonomía. Es la grandeza de la interdependencia. La reducción del tamaño de la libertad en favor de un espacio compartido agiganta el tamaño de la autonomía. El mecanismo es a la vez portentoso y sencillo. Para satisfacer las necesidades vitales sin las cuales la existencia se malograría y fenecería, se requiere del concurso de los demás, y gracias a garantizar estos mínimos podemos aspirar a elegir unos máximos: el contenido de aquello que vincula con lo más profundo y alegre de nuestro ser. Si «mi libertad acaba donde empieza la de los demás», «mi autonomía empieza donde acaba la necesidad». Esta necesidad solo se cubre con la participación política de una comunidad que emplee sus recursos en cuidar las circunstancias y los contextos de sus miembros. Recuerdo una preciosa definición de Spinoza sobre la libertad: se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Una persona accede al acto libérrimo por excelencia cuando puede desobedecer aquellos deseos que le empequeñecen y que le elicitan sentimientos de clausura al otro. Es una persona autónoma quien posee la capacidad de colocar la atención allí donde lo decida su voluntad porque apunta hacia lo que le hará ser mejor. No creo que haya acción ni más libre ni más inteligente.


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martes, septiembre 26, 2023

Cosificación: la negativa a apreciar lo humano en un semejante

Obra de Rebeca Sampson

La cosificación consiste en tratar a una persona como si fuera un objeto. Nadie puede metamorfosear a nadie en un objeto, pero sí tratarlo como si lo fuera, lo que desvela el parentesco de la cosificación con la manera que elegimos de relacionarnos con nuestros semejantes. En Ciudadelas de la soberbia, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum sostiene que «cosificar significa dar trato de cosa. Pero a tratar un escritorio o un bolígrafo como cosas no lo llamaríamos cosificación, pues los escritorios y los bolígrafos simplemente son cosas. Cosificar significa convertir en una cosa, tratar como una cosa, aquello que en realidad no es una cosa, sino un ser humano. La cosificación implica, pues, una negativa a apreciar lo humano de aquello que se cosifica o, más habitualmente, a negarle activamente su plena condición humana». Para Nussbaun la cosificación es un concepto agrupador que entraña siete ideas diferenciadas, siete formas de tratar a una persona que no necesariamente operan de manera simultánea. Se puede dar una dimensión y sin embargo desactivarse otra u otras, aunque todas ellas hallan su fuerza gravitacional en que la persona no pueda elegir por sí misma. Dicho lapidariamente. La cosificación de una persona estriba en la anulación de su volición.

Los siete vectores son los siguientes. Cosificar es tratar a una persona como una cosa al considerarla: 1) Un instrumento, una herramienta para los propósitos del cosificador (las personas se releen como entidades serviles puestas a su entera disposición). 2) Una entidad no autónoma, sin capacidad para actuar y autodeterminar su agenda. 3) Canjeable y por tanto intercambiable (frente a la irremplazabilidad propia de la singularidad que porta cualquier persona). 4) No inviolable (es decir, carente de límites que hay que respetar, «como si fuera algo que se puede deshacer, machacar, penetrar o asaltar». 5) Susceptible de ser poseída y por lo tanto usada como una propiedad. 6) Desocupada de subjetividad (sus sentimientos y sus valoraciones son minusvalorados o directamente desatendidos). 7) Silenciable (tanto si enmudece como si habla, puesto que lo que pueda afirmar no merece atención ni consideración).  Aparte de estas terroríficas siete dimensiones, creo que también se puede hablar de cosificación cuando se propician contextos que escinden a las personas de sus capacidades, de esas potencias de vida que al desplegarse les surten de fruición y entusiasmo. Cosificar sería favorecer o suscribir formas de vida que socavan estas posibilidades vigorizantes, las que hacen que las personas abracemos la vida como oportunidad deseable de ser vivida.

En el ensayo Hacer disidencia del tecnocrítico francés Eric Sadin, se formula una prescripción para que la vida humana compartida sea un lugar más apacible y hermoso: «No reducir al otro a una función instrumental y favorecer los vínculos de pura reciprocidad». Infortunadamente el ethos neoliberal opera en la dirección contraria. La satisfacción del lucro privado se supraordina a cualquier precepto que vele por una vida compartida buena y que alce a la otredad como una instancia portadora de una dignidad que nos obliga a su atención y cuidado (que es la manera más sensata de cuidar la propia). En aras de extender los márgenes de beneficio no es rareza precipitarse en la cosificación de la alteridad, puesto que es su cosificación (cuyas ramificaciones pueden sedimentar en sometimiento, dominación, subyugación, deshumanización, impersonalización. extractivismo, abuso, anulación) la que facilita la productividad y la ampliación de la ganancia monetaria. En la obra El desorden democrático Michel J. Sandel sostiene que «los sistemas económicos deberían juzgarse en función del tipo de ciudadanos que producen». Mari-France Hirigoyen aborda en Los narcisos cómo la competición exacerbada promocionada por el régimen neoliberal inflaciona la soberbia en las personas que se alzan con puestos de honor y el autodesprecio en aquellas otras que no alcanzan los estándares sociales asociados a la esfera laboral. El cesarismo de los soberbios propende a cosificar en entornos que exigen subordinación como contrapartida salarial. El soberbio no es que esté incapacitado para percibir a los demás como iguales, es que solo se ve a sí mismo. Y la estructura competitiva es ideal para agigantar esta miopía.

 

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