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martes, abril 26, 2022

Las personas a menudo ven lo que esperan ver

Obra de John Larriva

Siri Hustvedt nos dice en Los espejismos de la certeza que «las personas a menudo ven lo que esperan ver». Esta sentencia le sirve a la interdisciplinaria autora para discutir algunas teorías científicas enormemente controvertidas que solo fueron creadas y verificadas para respaldar lo que previamente pensaba quienes las llevaban a cabo. Y matiza: «Las percepciones de un observador están marcadas de forma inconsciente por sus percepciones anteriores». Nada más leer a Hustvedt cae en mis manos una entrevista al filósofo y profesor Santiago Beruete en la que tras una serie de preguntas y respuestas afirma que «la mayoría de las personas escuchan solo lo que quieren oír. Buscan refuerzo, no duda». Mal asunto para el necesario juicio crítico ver lo que uno espera ver y escuchar lo que uno quiere oír. Supone cerrar el paso a la discrepancia, la disparidad, la omnipresencia de lo heterogéneo que hace que la vida humana sea una vida llena de ambigüedades, matices, aristas, colores, poliformas. Sin contraargumentos que nos hagan dudar y sin el desperezamiento de la interpelación nuestros argumentos devendrían en perezosas creencias, en sonrojantes lugares comunes, o en monolíticos dogmas. Las anteriores aserciones de Hustvedt y Beruete compendian el sesgo de confirmación. La operativa de este sesgo es de una sencillez inversamente proporcional a la devastación epistémica que provoca. Prestamos atención y damos credibilidad a aquello que acredita nuestra creencia, y eludimos toda nueva información que la pone en entredicho, o la menospreciamos con sobrada displicencia tildándola de falaz. Elevamos a sello de aprobación lo que corrobora nuestro mundo, y tachamos de manipulación artera lo que lo desmonta. Es el mismo mecanismo por el que los prejuicios se amotinan en nuestras cogniciones, se hacen fuertes y se complica hasta lo indecible su expulsión de nuestro cerebro. Es como recuerda un chiste: Una mujer le dice a su marido que la noticia que acaba de leer en Internet es falsa. El marido responde con sorpresa y a la vez sintiéndose ligeramente ofendido: «Pero cómo va a ser falsa, si dice exactamente lo que yo pienso»

Como solo posamos la atención en aquello que confirma nuestras creencias, Einstein concluyó con cierto abatimiento que era mucho más fácil dividir un átomo que desarticular un prejucio. Hace unos años rebauticé al sesgo de confirmación en su deriva negativa como Efecto Richelieu. Se le atribuye al famoso cardenal una premonición terrorífica, pero que presiento, en versiones menos truculentas, es mucho más frecuente en nuestras interacciones de lo que seríamos capaces de admitir: «Dadme una carta de no más de seis líneas escrita por el más inocente de los seres humanos, y no os preocupéis, veré en ella motivos suficientes para enviarlo a la horca». ¿Por qué Richelieu mandaría a la horca al autor de esa misiva? La respuesta es diáfana. Porque ya lo había decidido antes de leer la carta. En las seis líneas manuscritas verá lo que espera ver, cumplirá al pie de la letra la afirmación de Hustvedt con la que he iniciado este artículo. Aceptar que las cosas pueden ser de otra manera a cómo las hospedamos en nuestra cosmovisión nos desmoronaría, o pondría en tela de juicio resortes de nuestra identidad, lo que explica por qué mostramos una obcecada resistencia a permitir que la realidad nos desdiga. Qué pensamos del mundo determina qué veremos en él. Si alguien está persuadido de que el mundo es un lugar arisco, que esté tranquilo, verá aspereza y hostilidad por todas partes. Daniel Kahneman empleó casi mil páginas a demostrar cómo con tal de sentir la placidez de las certezas construimos nuestros juicios de un modo estrepitosamente estrafalario. El animal racional que alardeamos ser es bastante menos racional de lo que presumimos. 

Mientras estoy enfrascado en estas deliberaciones por escrito, un buen amigo me envía una entrevista a José Antonio Marina sobre qué opina del adelgazamiento de la Historia y la Filosofía en los nuevos planes de estudio. En una de sus reflexiones comenta que no debemos olvidar que nuestra forma de vida confabula contra lo que se promueve en las aulas, y apunta como dos de los males contemporáneos el  respeto a todas las opiniones y el escepticismo hacia la verdad. Nuestra escasa pedagogía confunde el respeto a opinar con el contenido de la opinión, lo que hace que lo afirmado en una opinión no pueda ser contradicho, aunque sea un disparate. Es una condición de clima discursivo ideal para que las creencias crezcan frondosas. Sin embargo, no estoy de del todo de acuerdo con el escepticismo que señala Marina en segundo lugar. Me temo que en realidad no somos escépticos, simplemente no toleramos la información que refuta nuestras creencias o directamente las delata como falsas. Resulta paradójico que en la sociedad de la información y el conocimiento propendamos a fiarnos más de nuestras creencias que de la verificación de los datos. La posverdad refrenda esta proclividad peligrosísima para el equilibrio cívico de las sociedades abiertas. La posverdad no consiste en reconocer como cierto el contenido de un bulo, es un dinamismo cognitivo por el cual la realidad tiene menos prevalencia en nuestra jerarquía epistémica que nuestras creencias y nuestros sentimientos, incluso cuando los hechos demuestran que esas creencias y esas irradiaciones sentimentales se fundamentan en datos fraudulentos. Da igual. Una vez que la creencia arraiga en la subjetividad en quienes nos constituimos, la realidad no tiene la fuerza suficiente para arrancarla. Simone Weil escribió que la duda es la virtud de la inteligencia. Es fácil deducir en qué nos convierte la intocable fiabilidad que le profesamos a nuestras creencias.

 

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martes, marzo 06, 2018

No todas las conductas valen lo mismo




Obra de Michele del Campo
Las líneas maestras para que la convivencia sea la casa natal en la que la existencia de cualquiera de nosotros pueda aspirar a una vida digna no se deben franquear, o su vulneración no se puede tolerar. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski cuenta que «si Dios no existe, todo está permitido». Al margen de la existencia o inexistencia de Dios, hay muchas cosas que no se pueden permitir, y muchas tantas que uno no debe permitirse. No es otra la finalidad prescriptiva del derecho, y también de la conducta ética cuando incluye a los demás en las deliberaciones y las decisiones que sin embargo poseen genealogía personal. Para una buena dirección del comportamiento me parece mucho más relevante esta segunda dimensión, porque la primera convertiría la vida humana en un imposible estado de permanente vigilancia inquisitorial. Si alguien menoscaba los principios mínimos para que puedan plegarse los máximos, no queda más remedio que recurrir a la sanción o a la restauración, aunque es innegable que lo ideal sería la autorregulación. No se puede dialogar con quien niega la igualdad jurídica de los ciudadanos, aplaude el homicidio, justifica la violencia como un medio lícito para instituir ideas o coronar fines, alienta la explotación y el sometimiento, o considera que en función del sexo, la raza, la nacionalidad o la religión unas personas poseen supremacía sobre otras. Dicho de otro modo. No se puede tolerar aquello que pone en jaque la vida que nos gustaría vivir a todos tras un escrutinio racional de lo que sería bueno vivir. Adela Cortina nos evita muchas discusiones bizantinas en torno a este tema. En Razón comunicativa y responsabilidad solidaria enumera lo que habría que poner en la primera línea de salida para establecer criterios de verificación de lo que debería cumplirse en la textura social: la satisfacción de las necesidades humanas, el cumplimiento de los derechos humanos, la eliminación del sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones humanas intrasubjetivas e intersubjetivas.

En el extenso arco de las conductas unas son más compatibles que otras para lograr estos objetivos. No estoy diciendo nada extraordinario porque toda la anhelada educación en valores parte de esta premisa. En el luminoso Invitación a la ética, Savater escribe que «la ética significa búsqueda de la mejor manera posible de vivir, búsqueda de la mejor vida posible, pero vida humana, es decir, compartida». Esta búsqueda nos obliga a discriminar, a juzgar, a deliberar, a pensar, a inteligir, a discernir, a valorar, a elegir. No es lo mismo relacionarse con el otro como si fuera un objeto en vez de como si fuera un equivalente dotado de la misma dignidad que solicito para mí. No es lo mismo contestar con antipática sequedad a quien discrepa que tratarlo amistosamente a pesar de no coincidir en la visión del orden de las cosas. No es lo mismo responder con una agresión física que con un crítica argumentada cuando alguien nos lleva la contraria. No es lo mismo ser un querulante que un conciliador. No es lo mismo ser equitativo que déspota. No es lo mismo acceder al espacio interpersonal con vocación colaboradora y pensar también en los intereses de los otros que adentrarse allí con apetito competitivo y solo pensar en la satisfacción de lo propio a costa de que los demás no puedan satisfacer nada de lo suyo. No es lo mismo rapiñar lo común que protegerlo para beneficio de la colectividad de la que también uno forma parte. No es lo mismo ser negligente que ser diligente. No es lo mismo ser un desalmado que hospedar sentimientos de apertura (por proseguir con la nomenclatura que empleo en La razón también tiene sentimientos -ver-). No es lo mismo ser empático que contraempático. Nunca nada se equivale. Si no fuera posible ponderar los comportamientos, no habría espacio para la deliberación ni las evaluaciones éticas. Deslindar estos territorios parece una labor que demanda años de estudio e investigación, pero la experiencia del obrar coadyuva más a discernir cuestiones éticas que cualquier tratado del comportamiento humano. 

Es muy fácil detectar qué conductas benefician y qué conductas perjudican la vida en común. Basta con ver cuáles esgrimimos en las interacciones con aquellos que nos quieren y también queremos, y cuáles ni se nos pasa por la cabeza emplear en este escenario presidido por el cuidado, la atención y el afecto. En su último libro, El bosque pedagógico, José Antonio Marina apela al carácter evolutivo de las culturas para comprender mejor estas experiencias humanas y la deseabilidad de unas conductas y unos sentimientos sobre otros. «Todas las sociedades se han enfrentado a los mismos problemas en su intento de alcanzar la felicidad objetiva, la organización justa que facilite a todo el mundo el acceso a su felicidad subjetiva». El autor cifra en nueve los problemas sobre los que hemos reflexionado para acceder a recursos que nos permitan aspirar a la felicidad personal: el valor de la vida propia y ajena; la relación del individuo y la tribu: la gestión política; la producción y distribución de bienes; la resolución de conflictos; la sexualidad, la familia y la procreación; el trato con los débiles, enfermos y ancianos; el trato con los extranjeros; el trato con los dioses y el más allá. Me atrevo a decir que tolerable es toda conducta que tributa valor a la vida y la eleva a acontecimiento significativo en el rastreo de soluciones a estos problemas, e intolerable es aquella que hostiga o directamente usurpa el insuprimible valor de la dignidad a cualquiera de nuestros pares que lo posee por el hecho de existir. Los treinta artículos de los Derechos Humanos pueden erigirse en adecuada guía para elegir bien la orientación de nuestro comportamiento. Todo lo que cabe en ellos o los amplía para fortalecer la tarea de ser un ser humano es tolerable, toda conducta que los rasga es intolerable. Y lo intolerable no se debe tolerar. Es decir, dulcificando la expresión, tolerancia cero a aquella conducta que incumple los mínimos e impide así que los demás puedan aspirar a los máximos.



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