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martes, agosto 04, 2020

«Lo importante no es ser listo sino buena persona»

Obra de Bob Bartlett
Obra de Bob Bartlett

Este es el último artículo de la sexta temporada del Espacio Suma NO Cero. Hoy cierro el extraño ejercicio 2019-2020, una temporada marcada por la pandemia del coronavirus, la evaporación de actividad laboral e ingresos, el contagio de la enfermedad, la habituación a una anormalidad tendente a cronificarse y que ojalá nos permita resemantizar el mundo desde perspectivas más interdependientes y por lo tanto mucho más justas y cuidadosas que las existentes. Este espacio nació hace seis años con el fin de abrir semanalmente paisajes para la deliberación y el análisis de la siempre resbaladiza, imprevisible y rotundamente apasionante interacción humana. Con cada año transcurrido las temáticas se han imantado hacia la filosofía de la posibilidad, deliberar no solo sobre la realidad sino también sobre la tentativa que lleva en germen. Pensar no es solo descubrir la posibilidad, sino imaginarla y crearla para que nuestro comportamiento se conduzca con ella y al hacerlo la haga existir y nos instale sentimentalmente mejor en el mundo de la vida. Este movimiento es pura acción, lo que demuestra que en el pensar  hay más nomadismo que sedentariedad. Sin ninguna duda una de las posibilidades más encomiables del mundo de lo posible es el de ser una buena persona.

Hace un par de días me ocurrió una anécdota relacionada con esta categoría ética.  Le pregunté a un adolescente si estaba de acuerdo con la consigna «lo importante no es ser listo, sino buena persona». Aparecía escrita en un azulejo justo enfrente de donde nos encontrábamos sentados. Se quedó muy pensativo. Antes de que agregara nada le puntualicé que la aserción del azulejo no guardaba mucho sentido si no nos interrogábamos para qué es más importante ser buena persona que listo. Enumeré algunos posibles para qué. ¿Es mejor para la competición social, para las recompensas monetarias, para la optimización de posibilidades, para el mercado laboral, para cultivar y profundizar la amistad, para incrementar la actividad fruitiva, para el honor académico, para la recolección de admiración, para alumbrar sentimientos buenos, para beligerar por el estatus, para una convivencia plácida, para el equipamiento afectivo, para que te quieran, para que te cuiden? Para qué es la pregunta más insigne de entre todas las preguntas.

Lo segundo que habría que analizar es qué significa ser listo. Hace unos años escribí un artículo en el que diferenciaba que no es lo mismo ser listo que ser inteligente. Aquel texto nació después del fenómeno viral que viví al publicar La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. Ante la avalancha de comentarios  tuve que explicar al martes siguiente qué entendía por inteligencia. Sospecho que la consigna del azulejo utilizaba como idénticas las palabras listo e inteligente. En las páginas de Crear en la vanguardia, José Antonio Marina trae a colación un estudio sobre qué es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Mi posicionamiento se adhiere a esta segunda mirada.

La idea afectiva de inteligencia me llevó a explicar qué consideramos ser una buena persona. Es evidente que si no sabemos qué significa algo así no podemos establecer comparación alguna con la inteligencia o con la condición de listo. Un análisis fenomenológico del lenguaje cotidiano colabora mucho a su desentrañamiento. Cuando hablamos de un comportamiento inhumano, lo hacemos utilizando como referencia la categoría ética de ser humano. Un comportamiento inhumano es aquel en el que el otro no nos concierne precisamente cuando su vulnerabilidad se presenta imperiosa ante nuestros ojos. También decimos que esa persona no tiene corazón, frente a la que sí lo tiene, que suele ser aquella que se siente interpelada por el dolor que observa en el prójimo. Esta distinción nos puede ayudar a definir qué es ser una buena persona.

Ser buena persona es sentirte concernido por el otro. Ser buena persona es tratar al otro con el amor y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma, ayudar a que el bienestar (desde acciones personales pero también desde posicionamientos políticos) comparezca en la vida de los demás, allanar y dulcificar el trato con aquellos con los que inevitablemente convivimos para acceder a la vida humana, que es humana porque es compartida. Cuando una persona se conduce con los demás de un modo respetuoso, considerado, gentil, fraternal, compasivo, bondadoso, amable, generoso, decimos que es una buena persona, quizá el elogio más elevado al que podemos aspirar como seres humanos. Llegados a este punto volví a preguntarle al adolescente qué pensaba de la frase. Su respuesta fue que para él era más importante ser buena persona que listo. Le objeté: «No creo que sea más importante ser listo que ser buena persona.  Es una pregunta cuyo planteamiento dicotómico alberga una trampa de segregación. Ser buena persona y ser listo son sinónimos. Tendrían que cambiar la frase de este azulejo».  Feliz verano a todas y todos. Nos veremos a la vuelta. Sentíos abrazos en estas palabras clausurales.



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viernes, marzo 27, 2020

¿Aprenderemos algo de todo esto?


Obra de Thomas Ehretsmann
Hace un par de días una lectora me preguntaba si aprenderemos algo de la sobrecogedora situación que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus y sus consecuencias colaterales. Todos queremos que esto acabe lo antes posible, y para que acabe pronto nos necesitamos unas y otros, pero a la vez se respira cierto consenso en que cuando llegue la pospandemia no queremos regresar al mundo que nos trajo hasta aquí. Asumir todo esto requiere mucha deliberación y mucha renovación de ideas, y no es fácil hacerlo en condiciones de reclusión forzada y en muchos casos con horizontes vitales sombríos. La amable lectora formulaba su interpelación por escrito, pero era fácil presagiar un aliento descorazonador en sus palabras. Me interrogaba que si tras finiquitar el confinamiento y recuperar ligeramente el tono que tenían nuestras existencias a.c. (abreviación ingeniosísima acuñada por la filósofa Ana Carrasco que evidentemente significa antes del coronavirus), no se nos olvidará lo que ahora nos parece prioritario y supraordinado a todo lo demás. Colocaba en lo más alto de su lista lo sencillo, lo cotidiano, las personas, lo humano. Y agregaba: «Cuando pasan las situaciones difíciles se nos olvida lo pensado y se vuelve a pasar de la reflexión personal, de la humanidad, de la humildad de reconocer que nos necesitamos, otra vez al materialismo, a la lucha por subir rápido a toda costa, al miedo de reconocer las dificultades, a falsear lo que somos y sentimos. A veces creo que los seres humanos estamos programados para autodestruirnos y que no conseguimos interiorizar el aprendizaje para que de forma natural lo pongamos en práctica y seamos mejores personas y mejoremos nuestra sociedad. ¿Por qué será que olvidamos rápido cuando mejoran las circunstancias?». Mi respuesta sorteó rápidamente este esquema derrotista. Traté de explicarle que...


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020).  Se puede adquirir aquí.



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martes, junio 04, 2019

«Sin ti no soy nada»


Obra de Malcom Liepke
La semana pasada compartí diferentes clases de un extenso curso para licenciados que quieren ampliar posibilidades. En una de esas clases realicé una dinámica muy simple. Consistía en convertir en positivas expresiones enunciadas de un modo negativo. Este ejercicio de contrarreflexión no es tan sencillo como parece a primera vista. Nuestra manera de hablar y por tanto nuestra manera de mirar están imantadas hacia la crítica, la negación, lo destructivo, lo desfavorable, lo dañoso, el no. Esta inercia posee enorme centralidad en el hacer humano, porque nuestro contacto con la realidad está mediado por actos lingüísticos. Los afectos se aprenden a través de procesos de cognición patrocinados por el lenguaje, que luego se depositan en prácticas de vida, y al revés, en prácticas de vida que luego conceptualizamos en un vocabulario convertido en un lugar de experiencia. Una de las expresiones elegidas para la dinámica de la clase vinculaba con la esfera del amor, la celebérrima consigna que anuncia que «sin ti no soy nada». Se trata de una frase rápida supuestamente pronunciada para demostrar la alta calidad del amor, aunque también se emplea para chantajear emocionalmente al otro cuando la relación se tambalea y se dilucida su posible abolición. El amor como surtidor de motivaciones y como creación política me produce mucha curiosidad intelectual. Para hablar con propiedad habría que segregar el amor como sentimiento, deseo, motivación, proyecto afectivo. Sé que estos matices parecen menudencias, pero muchos de los tropiezos que sufrimos y de la incomunicación en la que se asfixian nuestros relatos se deben a la confusión con la que está diseñada nuestra cartografía conceptual. Esta confusión acrecienta la dificultad de que dos personas converjan semánticamente en los mismos significados, aunque manejen exactamente las mismas palabras. 

A la hora de la puesta en común del ejercicio, observé con sorpresa que los alumnos habían intentado convertir la expresión «sin ti no soy nada» con otros enunciados que, lejos de ser positivos, ofrecían angulares negativos o un tanto asépticos. Me llamó la atención uno en particular. Alguien había intentado voltear la frase infiltrándose en otra que aparentemente la mejoraba: «Contigo me completo». Al leerlo en grupo, rápidamente una alumna replicó que si ese enunciado fuera cierto, entonces sin el otro uno habitaba en los imaginarios de la incompletud, lo que inclinaba a una dependencia afectiva mórbida. Acabábamos de desacralizar el relato platónico de la otra mitad de la que una vez nos separaron los dioses. Yo les comenté que hace muchos años refuté este dicho con un sencillo pero emancipador «contigo soy más». Parecen enunciados análogos, pero no lo son. En el primero la ausencia del ser que amamos nos jibariza hasta reducirnos a la nada, en el segundo su presencia nos multiplica como nos multiplica todo aquello que nos dona alegría. La alegría es decir sí a la celebración de la vida, y ese sí suele salir de nosotros cuando nos encontramos inmersos en situaciones que favorecen nuestros intereses. Pocas experiencias son tan multiplicadoras como compartir la vida con alguien que nos atrae y con quien nos sentimos tan dichosos que su felicidad coopera con la nuestra y la nuestra con la suya. Si el amor nos multiplica, esta singularidad es incompatible con el argumento que apunta que el amor hace daño. Los dramas y el dolor no emergen por el amor, sino por el desamor, que es aquella situación en la que uno no es correspondido como le gustaría, o cuando dos personas que se han querido toman caminos diferentes a pesar de que una de ellas querría que no fuese así. Ahí el sufrimiento puede ser insondable por la muy humana razón de que el amor teje sólidos vínculos con lo más integral de nuestro ser. El dolor que provoca la cancelación de una relación sigue siendo una de las vivencias por la que más lágrimas derramamos los seres humanos. 

Entender que el amor es un huésped que entra hasta lo más profundo de nosotros sin llamar, y puede irse sin despedir, no es fácil. Aceptar este reto micropolítico es aceptar que podemos ser rechazados, que podemos sentir las cuchilladas del desamparo. El desamparo duele tanto que muchas veces se intenta reconstruir la relación (he aquí uno de los momentos en los que se cita reactivamente este «sin ti no soy nada»), motivo por el cual se sabotean los tiempos que el duelo requiere para su solidificación. En este escenario es habitual limosnear haciendo concesiones y capitulaciones que conllevan anulación y falta de un autorrespeto que en otro contexto sería intocable. Cuando una relación concluye uno puede sufrir una de las experiencias más sufrientes en la agenda humana, tan dolorosa como la muerte de un ser  querido. Los duelos por fallecimiento difieren de los duelos por una relación finiquitada. En la primera situación no hay expectativa de reconstrucción, en la segunda, puede que sí. Gracias a la discursividad el disenso que canceló la relación puede voltearse en consenso. La expectativa de recuperar lo perdido impide que la herida cauterice. En sus ensayos de antropología del amor, Helen Fisher sugiere que para evitar caer ahí se rompan temporalmente todos los vínculos con la persona amada. La herida no cicatrizará si un miembro del binomio amoroso cree que la relación admite una segunda oportunidad, y la otra parte está convencida de que no, o incluso ya habita en otro relato divergente, pero de vez en cuando alimenta esa expectativa con algún acto que es releído por su expareja como señal de que todo puede volver a recomponerse. Si una persona quiere a otra, y admite la irreversiblidad de la relación, uno de los grandes actos de amor puestos a su disposición es intentar sortear cualquier gesto que sea interpretado como un signo de retorno por parte del otro, en un instante en que este otro se dedica a recolectar ansiosamente todos aquellos indicios que le permitan aferrarse a la esperanza. Otro gesto plausible consiste en que cuando nos digan que sin ti no soy nada, al margen de en qué momento de la relación nos lo digan, objetemos que, a pesar de lo halagador y lo acariciante que resulta para los oídos, no es cierto. Mucho mejor señalar que juntos nos multiplicamos.





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