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martes, mayo 28, 2024

Devolver lo humano al ser humano

Obra de Tim Eitel

Frankenstein o el moderno Prometeo es una novela de Mary Shelley. En el verano de 1816 el poeta Lord Byron invitó a varias personas vinculadas a la creación a veranear con él en Ginebra. Una de aquellas noches desafió a Percy Shelley, a su mujer Mary Shelley y al resto de invitados a escribir un relato de terror. En aquella velada Mary Shelley no escribió ni una sola línea, pero el reto literario propuesto significó el embrión inspirador de la novela en la que creó a Frankenstein. Hay que aclarar que Frankenstein no es el monstruo, sino el doctor obsesionado por crear vida de materia muerta, y que la criatura que sale de su laboratorio no llega nunca a disponer de un nombre propio. En la novela se refieren a él como el monstruo o la criatura demoníaca. Nada más crearla, el doctor Victor Frankenstein se horroriza de su propia creación, huye del laboratorio y la abandona a su propia suerte. El doctor va sabiendo de la criatura porque realiza un repertorio de fechorías que culmina con el asesinato de su hermano. Por fin un día el científico y su obra monstruosa se encuentran. Las palabras con que la criatura recrimina a su creador sobrecogen: «Yo debería ser vuestro Adán… pero, bien al contrario, soy un ángel caído, a quien privasteis de la alegría sin ninguna culpa; por todas partes veo una maravillosa felicidad de la cual solo yo estoy irremediablemente excluido. Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz, y volveré a ser bueno…!». El desamparo y la desesperación del monstruo son de una inabarcabilidad tal que le suplica al doctor: «Estoy solo y lleno de amargura; los hombres no quieren tener relación alguna conmigo; en cambio, una mujer deforme y horrible no se apartará de mí. Mi compañera debe ser de la misma especie, y tener los mismos defectos que yo. Así debes crear ese ser».

Son múltiples las interpretaciones de este mito moderno que parafrasea al de Prometeo. El monstruo del doctor Frankenstein se siente absolutamente canibalizado por una soledad cósmica. Busca un cariño y un reconocimiento que nadie se aviene a concedérselo. La ausencia de ambas dimensiones lo convierten en un ser asolado que desplaza su frustración y su humillación hacia la venganza violenta. El relato nos permite sopesar que acaso la índole monstruosa de la criatura no sea consecuencia de una mala praxis de su creador, sino de las personas que le niegan la amabilidad y la simple interacción social. A las personas lo que más nos congratula es compartirnos con personas que nos reconozcan  y nos quieran. Somos seres relacionales imantados hacia el reconocimiento y el cariño, y cuando no lo recibimos tendemos a marchitarnos, o a generar y almacenar un resentimiento que puede implosionar en irascibilidad crónica y brotes de violencia. Disponer de una vida buena nos hace mejores, y padecer una vida desvinculada de los demás nos empeora notablemente. Detrás de esta interpretación se puede encerrar una acerbada crítica a un capitalismo que empezaba a tener la morfología moldeada por la revolución industrial. Al articular la vida humana en torno a la producción, el capitalismo enajena a las personas de su dimensión humana (de su tiempo, su mundo afectivo, de aquello que aman y que se ven obligados a postergar en aras de producir indefinidamente para obtener ingresos con los que sufragar el mantenimiento de la vida) y las convierte en meros recursos para la extracción de plusvalía. Expropia de lo humano al ser humano. 

Otra lectura que se puede abordar es que la técnica al servicio de la manipulación de la vida puede crear monstruos que acaben emancipándose de su creador, incluso atentar contra él. La criatura diabólica quizá encarne al nuevo sujeto nacido de la tecnociencia en marcos de capitalismo neoliberal. Un sujeto atomizado, aislado, con escasez de vínculos afectivos y compromisos sólidos, con la mayor parte de su energía y su tiempo destinados a competir con sus pares. Los malestares sociales, el descontento democrático, los problemas de salud mental que aquejan cada vez más a las personas, pueden identificarse con el monstruo abandonado a su individual suerte. Una profética invectiva a la subjetividad neoliberal que entroniza a un individuo sin una comunidad en la que arraigar.

César Rendueles apuntala esta lectura en su fantástico ensayo Capitalismo canalla, en cuya portada incluso aparece un dibujo del monstruo para que quede clara la analogía. «La novela de Mary Shelley se suele entender como una crítica de la ciencia moderna y la desmesura tecnológica. Y algo de eso hay, claro. Pero también es una reflexión sobre las nuevas condiciones sociales que estaban creando las transformaciones laborales del incipiente capitalismo británico. (…)  La violencia del monstruo no tiene un origen tecnológico o natural, sino social. Comienza cuando descubre que carece de cualquier vínculo con los seres humanos, que vaga a la deriva entre personas que no lo reconocen como alguien con el que deberían mantener alguna clase de reciprocidad. El monstruo es más fuerte, más rápido, más resistente que cualquier humano. Pero esa potencia incrementada tiene un coste: la ausencia de un tejido compartido de normas comunes que dé sentido a su vida genera caos y destrucción». Los campesinos que se vieron obligados a migrar a la ciudad tras la devastación de las tierras comunales para aceptar una vida fabril nunca habían estado rodeados de tantas personas por todas partes, y nunca se habían sentido tan solos. Pasaron de los nexos cordiales que propician las relaciones cooperativas al recelo y el miedo inherentes a las competitivas. El profesor Fernando Broncano apunta otra interpretación en una de sus muchas reflexiones que comparte en el mundo conectado. El mito de Frankenstein «expresa el amanecer de nuestra contemporaneidad. Un punto de vista femenino sobre la paternidad irresponsable de un científico que abandona a su criatura. Un hijo, el monstruo, que busca al padre abandonado y que solo desea ser reconocido y amado».


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martes, octubre 12, 2021

Cariño, consideración, reconocimiento, los tres ejes que mueven el mundo

Obra de Marcos Beccari

Schiller escribió que el amor y el hambre dirigen el mundo. El hambre nos puede convertir en un competidor feroz en la sabana social, y por eso los Derechos Humanos buscan proteger a cualquier ser humano de la penuria que le subyugaría a la necesidad (y de paso proteger al resto), pero el anhelo de amor avala el deseo de encontrarnos con el otro. El amor testifica la socialidad. En su ensayo La vida en común, Tzvetan Todorov aclara que donde Schiller utiliza la palabra amor como una de las dos grandes palancas motivadoras de las acciones humanas, Rousseau habla de consideración, Hegel de reconocimiento y Adam Smith de atención.  En el ensayo La razón también tiene sentimientos hablo de afecto, o de cariño, palabra adherente con la que me siento muy cómodo aunque viva desterrada del vocabulario académico y científico. Defino el cariño como el nexo afectivo que anuda a dos personas que sienten una afinidad y una aprobación recíprocas que los conecta con lo mejor de sí mismas para atenderse y cuidarse, y que en su cénit llamamos amor. Todo el carrusel de actividades que jalonan una biografía persigue que nuestra existencia sea importante para alguien, y a ser posible que ese alguien sea igualmente importante para nosotras y nosotros. Que el cariño nos protagonice.

Uno de mis mejores amigos comenta frecuentemente que existen dos tipos de personas en el mundo. Unas son aquellas que prefieren ser admiradas a queridas, las otras son las que dan preferencia a ser queridas en detrimento de ser admiradas. Cuando mi amigo habla de admiración sospecho que se refiere a reconocimiento, término que en el lenguaje coloquial propendemos a utilizar erróneamente como sinónimo de consideración. La consideración se funda en tratar al otro con el valor positivo y el amor que toda persona solicita para sí misma. En la consideración no hay ningún tipo de evaluación ni escrutinio del comportamiento. Tenemos en consideración a una persona porque respetamos su dignidad, el valor común que todo ser humano posee por el hecho de serlo. Sin embargo, el reconocimiento opera en otra esfera. Es la aprobación de las decisiones que desembocan en el comportamiento del agente con capacidad de elección. La diferencia entre consideración y reconocimiento refrenda la distinción entre la dignidad como valor común y la dignidad como conducta.  Cuando el refranero apunta que «nadie es mejor que nadie» se refiere a la primera acepción de dignidad. Ninguna persona posee más dignidad que otra porque todas somos seres humanos y por tanto semejantes. Cuando decimos que alguien se ha comportado indignamente nos referimos a la segunda acepción. El comportamiento indigno ocurre cuando se quebrantan normas éticas que consideramos basilares para la convivencia.

En Identidad el politólogo estadounidense Francis Fukuyama sostiene que «reconocer valor igual en todos significa no reconocer el valor de las personas que en realidad son superiores en algún sentido». Estoy en absoluto desacuerdo con esta afirmación que abre la puerta al elitismo y al onanismo de clase. Somos idénticos en nuestra filiación a la humanidad, lo que nos hace acreedores de dignidad, pero somos muy disímiles en la diversidad de nuestras subjetividades y en el pluralismo de nuestras decisiones, lo que nos permite a cada una y cada uno ser únicos e incanjeables. Aunque la supuesta superioridad que cita Fukuyama se predica «en algún sentido», suele ser dominante utilizar como criterio de evaluación aquello en lo que uno se sabe bien provisto. El amigo citado más arriba denomina a este hecho como la dictadura de lo propio. Elegimos como filtro evaluador aquello en lo que nos sabemos fuertes. Es la tesis que defiende Sandel en La tiranía del mérito. Las élites eligen como meritorio, y lo convierten en discurso hegemónico y en sentido común, aquello que es de fácil acceso para ellas, pero que está vetado para una gran mayoría, que de este modo se hace merecedora de ocupar las estratificaciones sociales más bajas y peor retribuidas. La neoliberal empresarialización de la vida y la primacía de la identidad laboral frente a todas las demás identidades hacen que consideración, reconocimiento, respeto, prestigio, influencia, estatus, etc., estén vinculados al valor de uso de una persona en el mercado, a su capacidad para la extracción de beneficio económico. Sin embargo, basta con que un imponderable disloque nuestra vida, averíe nuestro cuerpo, sancione como absurdo el sentido conferido a nuestros días, para que reordenemos y resemanticemos prioridades. Y que en la abismal soledad de nuestros soliloquios más íntimos pensemos en la riqueza de pertenecer al segundo de los dos tipos de personas que frecuentemente señala mi amigo.

 

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