Obra de Tim Eitel |
Frankenstein o el moderno Prometeo es una novela de Mary Shelley. En el
verano de 1816 el poeta Lord Byron invitó a varias personas vinculadas a la creación a veranear con él
en Ginebra. Una de aquellas noches desafió a Percy Shelley, a su mujer Mary
Shelley y al resto de invitados a escribir un relato de terror. En aquella velada Mary Shelley
no escribió ni una sola línea, pero el reto literario propuesto significó el embrión
inspirador de la novela en la que creó a Frankenstein. Hay que aclarar que Frankenstein no
es el monstruo, sino el doctor obsesionado por crear vida de materia muerta, y que la
criatura que sale de su laboratorio no llega nunca a disponer de un nombre propio. En la novela se refieren a él como el monstruo o la criatura demoníaca. Nada más crearla, el doctor Victor Frankenstein se horroriza de su
propia creación, huye del laboratorio y la abandona a su propia suerte. El doctor va sabiendo de la criatura porque realiza un repertorio de fechorías que culmina con el asesinato de su hermano. Por
fin un día el científico y su obra monstruosa se encuentran. Las palabras con que la criatura recrimina a su creador sobrecogen: «Yo debería
ser vuestro Adán… pero, bien al contrario, soy un ángel caído, a quien
privasteis de la alegría sin ninguna culpa; por todas partes veo una
maravillosa felicidad de la cual solo yo estoy irremediablemente excluido. Yo
era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz,
y volveré a ser bueno…!». El desamparo y la desesperación del
monstruo son de una inabarcabilidad tal que le suplica al doctor: «Estoy solo y lleno de amargura; los hombres no quieren tener relación alguna
conmigo; en cambio, una mujer deforme y horrible no se apartará de mí. Mi
compañera debe ser de la misma especie, y tener los mismos defectos que yo. Así
debes crear ese ser».
Son múltiples las interpretaciones de este mito moderno que parafrasea al de Prometeo. El monstruo del doctor Frankenstein se siente absolutamente canibalizado por una soledad cósmica. Busca un cariño y un reconocimiento que nadie se aviene a concedérselo. La ausencia de ambas dimensiones lo convierten en un ser asolado que desplaza su frustración y su humillación hacia la venganza violenta. El relato nos permite sopesar que acaso la índole monstruosa de la criatura no sea consecuencia de una mala praxis de su creador, sino de las personas que le niegan la amabilidad y la simple interacción social. A las personas lo que más nos congratula es compartirnos con personas que nos reconozcan y nos quieran. Somos seres relacionales imantados hacia el reconocimiento y el cariño, y cuando no lo recibimos tendemos a marchitarnos, o a generar y almacenar un resentimiento que puede implosionar en irascibilidad crónica y brotes de violencia. Disponer de una vida buena nos hace mejores, y padecer una vida desvinculada de los demás nos empeora notablemente. Detrás de esta interpretación se puede encerrar una acerbada crítica a un capitalismo que empezaba a tener la morfología moldeada por la revolución industrial. Al articular la vida humana en torno a la producción, el capitalismo enajena a las personas de su dimensión humana (de su tiempo, su mundo afectivo, de aquello que aman y que se ven obligados a postergar en aras de producir indefinidamente para obtener ingresos con los que sufragar el mantenimiento de la vida) y las convierte en meros recursos para la extracción de plusvalía. Expropia de lo humano al ser humano.
Otra lectura que se puede abordar es que la técnica al
servicio de la manipulación de la vida puede crear monstruos que acaben
emancipándose de su creador, incluso atentar contra él. La criatura
diabólica quizá encarne al nuevo sujeto nacido de la tecnociencia en
marcos de capitalismo
neoliberal. Un sujeto atomizado, aislado, con escasez de vínculos
afectivos y
compromisos sólidos, con la mayor parte de su energía y su tiempo
destinados a
competir con sus pares. Los malestares sociales, el descontento democrático, los problemas de salud mental que aquejan cada vez más a las personas, pueden identificarse con el monstruo abandonado a su individual suerte. Una profética invectiva a la subjetividad neoliberal que entroniza a un individuo sin una comunidad en la que arraigar.
César Rendueles
apuntala esta lectura en su fantástico ensayo Capitalismo canalla, en cuya portada incluso
aparece un dibujo del monstruo para que quede clara la analogía. «La
novela de Mary Shelley se suele entender como una crítica de la ciencia moderna
y la desmesura tecnológica. Y algo de eso hay, claro. Pero también es una
reflexión sobre las nuevas condiciones sociales que estaban creando las
transformaciones laborales del incipiente capitalismo británico. (…) La violencia del monstruo no tiene un origen
tecnológico o natural, sino social. Comienza cuando descubre que carece de
cualquier vínculo con los seres humanos, que vaga a la deriva entre personas
que no lo reconocen como alguien con el que deberían mantener alguna clase de
reciprocidad. El monstruo es más fuerte, más rápido, más resistente que
cualquier humano. Pero esa potencia incrementada tiene un coste: la ausencia de
un tejido compartido de normas comunes que dé sentido a su vida genera caos y
destrucción». Los campesinos que se vieron obligados a migrar a la ciudad tras la
devastación de las tierras comunales para aceptar una vida fabril nunca
habían estado rodeados de tantas personas por todas partes, y nunca se
habían sentido tan solos. Pasaron de los nexos cordiales que propician las relaciones cooperativas al recelo y el miedo inherentes a las competitivas. El profesor
Fernando Broncano apunta otra interpretación en una de sus muchas
reflexiones que comparte en el mundo conectado. El mito de Frankenstein «expresa
el amanecer de nuestra contemporaneidad. Un punto de vista femenino sobre la paternidad
irresponsable de un científico que abandona a su criatura. Un hijo, el monstruo,
que busca al padre abandonado y que solo desea ser reconocido y amado».
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