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martes, julio 30, 2024

El cuerpo envejece, pero nuestra interioridad no

Obra de Marcos Beccaria

Cuando en ocasiones explico el dualismo antropológico, a mis alumnas y alumnos les bromeo si alguna vez han visto en alguna parte a alguna persona segregada de su cuerpo. El interrogante sirve para constatar que el cuerpo no es algo ajeno a la persona que somos, sino que nuestra persona es ese cuerpo que somos. En el ensayo Lo que a nadie le importa, Sergio del Molino confiesa que «nunca había sido consciente de que tenía un cuerpo. Hasta que no empezó a deformarse y a romperse en el adulto que ahora soy, no lo sentí como algo molesto que había que cuidar». Tardamos en advertir vívidamente que tenemos cuerpo, y necesitamos cierto tiempo para concienciarnos de que ese cuerpo desobedecerá a quien es a la vez ese cuerpo. En A pesar de los pesares, un ensayo acerca de la ancianidad, Aurelio Arteta hace hincapié en ese instante epifánico que suele ocurrir cuando se van acumulando años en el devenir biográfico hasta alcanzar «la edad en que el cuerpo, antes presente con toda naturalidad, como si fuera uno con su sujeto, ahora se contempla como problema, o sea, como algo de lo que uno comienza ya a separarse y tomar distancia. En realidad, sería más exacto afirmar que es el cuerpo el que se distancia de uno, porque presenta exigencias y reclamaciones que hasta hace poco se guardaba o nos pasaban más inadvertidas porque podían satisfacerse sin gran esfuerzo»

Este fragmento aparece en un epígrafe cuyo título es inequívoco: El cuerpo como estorbo, cuyo advenimiento se hace presente cuando el dolor deriva de episodio pasajero a acontecimiento que se adosa en diferentes gradientes al curso regular de los días. El dolor es el lenguaje que emplea el cuerpo para gritarnos en silencio que está ahí, y que además alberga el omnímodo poder de operar contra nuestra propia voluntad. El cuerpo se insubordina y duele, y la volición deviene agente pasivo e inoperante. Podemos dañar nuestro cuerpo con praxis inadecuadas, pero no podemos rehuirlo cuando es el cuerpo el que nos hace daño a pesar de cuidarlo y tenerlo en consideración. Quien ha experimentado alguna vez un trance así, entenderá por qué el término humildad proviene de la palabra humus, tierra. Somos tan poca cosa que provenimos de la misma tierra en la que acabaremos. Basta una minúscula dolencia para advertir nuestra gigantesca vulnerabilidad e insignificancia, y la necesidad acuciante de que los demás nos acompañen para sobrellevarlas.

Ocurre una paradoja que se exacerba con el  paso del tiempo, y que es la que da título a este artículo. Nuestro mundo afectivo, desiderativo y discursivo es muy similar a partir de cierta edad, pero nuestro cuerpo, que es el repositorio donde se asienta nuestra fisicidad, se aja, se marchita, se deteriora. «Lo peor de envejecer es que no se envejece», verbaliza ingeniosamente en esta misma línea Oscar Wilde. Mientras el cuerpo decae, la subjetividad que nos constituye permanece inalterada. Esta disociación provoca estupor cuando se siente en carne propia (y en esta expresión tan clarividente el lenguaje popular demuestra exquisita precisión). A medida que hacemos acopio de tiempo vivido, el cuerpo que somos cada vez se avería con más frecuencia, quiebra reiteradamente una salud hasta entonces apenas apreciada e incluso desdeñada, pero la mismidad en la que se aposenta nuestra identidad sigue tan lozana como siempre. Mientras que el cuerpo está subyugado a la temporalidad, la interioridad en la que nos vamos relatando pareciera vivir en una especie de acronicidad. 

En uno de los párrafos más bonitos del ya de por sí precioso El peligro de estar cuerda, Rosa Montero lo explica con honda sencillez: «La niebla va bajando y todo se desdibuja mientras tu ser más íntimo, aquel yo emocional con el que te identificas, que es y será eternamente joven, se repliega poco a poco a un rincón cada vez más remoto de tu cerebro». La materialidad está uncida a una degeneración orgánica insoslayable y consecuentemente su funcionamiento cada vez es más indestronablemente defectuoso, pero el sujeto que somos, sea lo que sea ese sujeto que nos constituye y en cuyo nombre nos atrevemos a hablar, prosigue intacto a la decrepitud que aflige al cuerpo, a pesar de que el propio cuerpo propende a orillarlo y a hacernos creer que toda la totalidad del sujeto es él. Mi mejor amigo suele afirmar que dejó de cumplir años a los treinta y cinco. El cuerpo acumula años, pero la subjetividad no. La interioridad a partir de cierta edad ya no tiene edad, brinca las coordenadas con las que medimos nuestra inscripción en la existencia. Es un misterio que me maravilla.

 

(*) Este es el último artículo de la Décima Temporada de este Espacio Suma NO Cero. Volveré a estar aquí los martes a partir de mediados de septiembre. Mientras tanto, se puede acceder a todos los artículos publicados hasta la fecha. Que quienes demoráis semanalmente vuestra atención lectora en este pequeño lugar de la inmensidad digital, paséis un buen verano. Un fuerte abrazo.


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martes, febrero 13, 2024

Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren

Obra de Alisher Kushakov

En el lenguaje coloquial tendemos a usar indistintamente los términos cara y rostro. Sin embargo, como herramientas conceptuales filosóficas son muy diferentes. La cara nos homologa como entidades humanas, pero el rostro nos singulariza, es el portador de los resultados de los procesos de individuación. La cara es el sitio donde trazamos nuestro rostro, el lugar en la que las enunciaciones, las afecciones y las acciones lo tallan y lo modelan. El inventario de sentimientos que brotan a lo largo de nuestra instalación en el mundo acaba positivándose en el rostro. De toda nuestra geografía corpórea, es en el rostro donde se esculpen con visibilidad las batallas libradas en nuestra biografía, el repertorio de eventualidades que nos conforman, la interacción con los demás, el cúmulo de ayeres, ahoras y porvenires en los que se inspira el relato identitario en que nos instituimos como un ente incanjeable e irreductible a cualquier descripción. La narratividad en la que se configura nuestra subjetividad se asoma parcialmente al rostro. Otros enclaves del cuerpo pueden documentar qué nos ha ocurrido y de qué vivencias estamos atravesados, por qué devenires ha navegado o se ha encallado nuestra existencia, pero es el rostro el que hace ligeramente visible la invisibilidad de esa narración que nos brinda sentido e identidad. 

A juicio de Heidegger, la memoria es el lugar donde comparece todo nuestro tiempo, y el rostro es el epítome de ese tiempo tanto vivido como soñado, impregnado como imaginado, real como ficcional. En el rostro se congregan el ser que estamos siendo, pero también el ser que nos gustaría llegar a ser, o el que una vez soñamos con ser y cuya proyección cercenaron circunstancias del existir. En el rostro se reúnen todos los seres que somos, los reales y los apócrifos, los logrados y los frustrados, los construidos y los esbozados.  El rostro es la conmemoración diaria de ese relato en el que cohabita la memoria que somos y el futuro al que tratamos de tender con nuestras deliberaciones, decisiones y acciones en el cauce indetenible del presente continuo. Aunque el habla popular ha hecho célebre el símil de que la cara es el espejo del alma, si fuéramos más precisos tendríamos que trocar las palabras y afirmar que en realidad el rostro es el escaparate de la subjetividad. Pero el rostro también es un identificador legal. La reproducción fotográfica del rostro es la que valida nuestro carnet de identidad. 

En palabras de Lévinas, el rostro es el mediador de nuestros encuentros con la alteridad. El otro deja de ser una abstracción cuando se presenta con un rostro. Lévinas distingue entre el otro y el tercero. El tercero es una entidad abstracta cuyo rostro no vemos, lo que no obsta para saberla partícipe del mismo proyecto en el que estamos embarcados como miembros de la humanidad. Cuando escribí La capital del mundo es Nosotros, ese nosotros era un nosotros abarcativo y sin género conformado por los otros con rostro con cuyas interacciones somos, pero también por la masividad de terceros a los que ni vemos ni veremos jamás a lo largo de nuestra vida. La humanidad que hay en cada persona se actualiza cuando el otro deja de ser un tercero y deviene rostro. Cuando dos rostros se observan simultáneamente (el popular mirarse a la cara, o mirarse a los ojos) ven la singularidad que encarnan, pero simultáneamente contemplan su similitud, su condición de semejantes. Si la diferencia nos vuelve éticamente indiferentes, la semejanza es la puerta de acceso para el cuidado. 

El sentimiento de la compasión se activa ante la contemplación de un otro que es a la vez distinto (como portador de subjetividad) e idéntico (como portador de dignidad), exactamente como cualquier otro, lo que implica responsabilidad y consideración. En las advertencias castrenses de la Primera Guerra Mundial se aconsejaba a los soldados de infantería que en el lance del combate no miraran jamás al rostro del enemigo. Las posibilidades de disparar a alguien con rostro (es decir, a alguien a quien ya no podemos estereotipar, puesto que el rostro lo singulariza y le confiere insustituibilidad) decrecen notablemente en comparación si a ese alguien lo tenemos engrilletado en una abstracción que consideramos ominosa. En Ética e infinito Lévinas lo resumió muy bien: «el rostro es lo que me prohíbe matar». El rostro despierta mi responsabilidad ante el otro. Una táctica muy humanista consiste en fomentar espacios y tiempos para encontrarnos con el rostro de los demás, para que dejen de ser un tercero cuya abstracción narcotiza esa responsabilidad y ese cuidado que nos impedirían ejecutar acciones u omisiones para dañarlo, subyugarlo o eliminarlo.


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