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martes, julio 09, 2024

El silencio de las personas auténticas

Obra de Richard Learoyd

En el ensayo Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad leo la siguiente reflexión del filósofo Santiago Beruete.  «La pregunta crucial aquí es cómo mantenerse cuerdo en un mundo de locos». Al instante se responde a sí mismo: «Si uno lo medita con cuidado, la respuesta solo puede ser viviendo con autenticidad, consecuentemente, algo mucho más fácil de decir que de hacer». Quizá tropiece en la sesgada mitificación del ayer, pero hace unos decenios todo lo asociado con la autenticidad abrigaba un enorme protagonismo en el escrutinio que se le aplicaba a la evaluación de las personas. La vida oscilaba entre la gama de los polos de la autenticidad y la inautenticidad. Se apelaba a lo auténtico sobre todo para poner en entredicho a aquellas personas que no lo eran (que te tildaran de inauténtico era el mayor oprobio que te podían infligir), lo que respalda la tesis de que nuestro léxico acumula más palabras para describir lo negativo que para indicar experiencias gratas. ¿Y en qué consiste la autenticidad? Sigamos leyendo a Beruete. «Hubo un tiempo no tan lejano en que un aura romántica rodeaba la palabra autenticidad. Las personas aspiraban a ser honestas consigo mismas y con las otras y a vivir sin dobleces ni engaños. Pero en nuestra época parecemos más interesados en guardar las apariencias que en buscar la verdad. La imagen que ofrecemos nos importa más que saber quiénes somos. Y eso que quien no se conoce a sí mismo se condena a ser un impostor. El calificativo auténtico ha caído en desuso o expresa solo una vaga añoranza de una fe que hemos perdido. Parece cosa de otro tiempo que las personas prediquen con el ejemplo y sientan la necesidad de que sus hechos se correspondan con sus palabras».

Podemos sintetizar que la persona auténtica no tiene dobleces, no finge, no utiliza los ardides propios del mal llamado buenismo (y de nuevo relampaguean las expresiones negativas). Habita en las palabras que pronuncia y en las acciones que esas palabras prologan. Se rige por los principios de honestidad y coherencia. En un mundo donde la conectividad y la mensajería instantáneas permiten revocar compromisos en el último instante, que una persona haga lo que dice y lo que dice que va a hacer lo acabe haciendo en los plazos comprometidos raya la categoría de persona extraordinaria. Que ser congruente devenga elogio desentraña de forma bastante elocuente la idiosincrasia de los tiempos. 

La ensayista y muy crítica con el pensamiento positivo, Barbara Ehrinreich, afirma que en la cultura capitalista el yo se ha cosificado y convertido en una suerte de mercancía que requiere mantenimiento constante. Se ha transformado en una marca. La propia Ehrenreich comenta que «hoy damos por sentado que dentro del yo que mostramos ante los demás hay otro yo, más auténtico». Quizá ese otro yo sea más auténtico, pero probablemente menos valioso para los estándares del mercado, de ahí su ocultación o su fingimiento. Obviamente la persona auténtica no es una marca que se publicita como una mercancía para que los demás le otorguen valor.  Auténtica es aquella persona que es el ser que es y que no hace nada para parecer el ser que no es. La persona inauténtica desahucia al ser que es para hospedar allí al ser que le gustaría a otras personas que fuera, intenta satisfacer las expectativas de los demás desarraigándose de las propias, se mimetiza con el entorno para obtener ventajas o para pasar inadvertida y no perderlas. A veces el ser se troca no por el parecer, sino por el tener, y como bien explicó Erich Fromm, todo lo que demanda el tener se lleva por delante al ser.

¿Por qué la persona auténtica no sucumbe al canto de estas sirenas del parecer y del tener? Una posible explicación es que la persona auténtica es aquella que no solo sabe bien que como humano proviene del suelo (humus significa suelo, y el sufijo anus, procedencia), sino que se instala en el mundo elevando esta certeza a principio rector. Este conocimiento lo desposee de importancia y por extensión le frena cualquier tentación asociada a las múltiples formas de la vanidad y la teatralización en el escenario social. André Comte-Sponville postula que nadie ha pedido ser (es decir, nadie ha pedido nacer ni nadie ha sido consultado para mostrar aquiescencia o rechazo a esa posibilidad) porque nadie podría pagar una deuda así. La vida no es una deuda, es un don, y la persona auténtica lo sabe y lo disfruta. La persona auténtica vive en el más acá con la plenitud que le confiere saberse mortal, una mismidad que dejará de existir en un momento dado y que precisamente por esa condición de finitud encuentra bello y apasionante mucho de lo que le ofrece la existencia. Aceptar la permanente posibilidad de su disolución es un incentivo que le alienta a vivir la cotidianidad como una celebración en la que es el ser que es. 

Curiosamente las personas consideradas auténticas no saben que lo son, porque la autenticidad solo se la perciben los demás. Esta particularidad hace que quien se afirma auténtico grita su inautenticidad, quien presume de serlo no puede serlo, quien se vanagloria de autenticidad devela su falta. Ninguna persona auténtica se autocalifica auténtica porque entonces dejaría de serlo. La persona auténtica sabe perfectamente todo lo mucho que no es, al margen de lo mucho que sea, y por eso se sabe pequeña y se mantiene la mayoría de las veces inteligentemente callada. Sabe que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, y que todo lo relacionado con lo ético entra más rápidamente por los ojos que por los oídos. Con un lenguaje muy abstruso y alambicado, Martin Heidegger distinguía entre ser auténtico y habladuría, un hablar por hablar tendente a la reproducción del discurso estandarizado. Quizá callarse sea de lo más auténtico en un mundo plagado de ruido. Solo quien tiene algo que decir se calla. Quien no tiene nada que decir no necesita callarse. Simplemente no habla o no para de hablar.

 
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martes, diciembre 06, 2022

El silencio rescata a la palabra del ruido

Obra de Valeria Duca

El silencio no es la ausencia de palabra. Es la condición de posibilidad para que la palabra se articule de un modo reflexivo, vincule comprensivamente con nuestra interioridad, sedimente en meliorativa práctica de vida. Muchas veces me pongo música para acrecentar la presencia del silencio, o leo para que la acumulación ordenada de palabras cree un silencio en el que paradójicamente me arrimo a lo innominado. Nos acercamos a las cosas poniéndole nombres, pero muchas veces nos alejamos de ellas precisamente por habérselo puesto. El silencio subsana esta falla. Para Heidegger el silencio significa la máxima expresión de la palabra y la manera máxima de aproximarnos al ser que nos constituye. El silencio nos eslabona con nuestra mismidad, del mismo modo que el ruido ensordecedor nos segrega de ella y nos aliena. Cuando hablo de ruido me refiero a ese ejército formado por la sobresaturación informativa, las opiniones en tromba, la palabrería incontinente, el juicio charlatán entendido como el antónimo de la observación, la ubicua comunicación a través de la utilería digital, la apremiante necesidad de un flujo ininterrumpido de estímulos para que no nos yugule el aburrimiento. Pertenece ya al lenguaje coloquial la expresión desconectar («este fin de semana me voy a la naturaleza porque quiero desconectar») cuando lo que se desea afirmar es el anhelo de conectar con la subjetividad que estamos siendo a cada instante, y evitar así nuestra propia disolución en el fragor de lo que acaece. Deseamos ensimismarnos, atender a nuestros pensamientos abstrayéndonos de todo lo demás, porque el estruendo de lo cotidiano es de tal magnitud que en el día a día no nos lo permite. Erramos al emparejar silencio con vacío, cuando el silencio es el mejor aliado posible para rescatar a la palabra de ese ruido onmiabarcante. 

En ningún diccionario el silencio aparece como sinónimo de atención, pero sus lazos de parentesco son muy palmarios. Cuando pedimos atención, pedimos silencio, y a la inversa, cuando pedimos silencio, pedimos atención.  Byung Chul Han argumenta en No-Cosas que «el silencio es una forma intensa de la atención», y unas páginas antes ya advierte, citando a Malebranche, que «la atención es la oración natural del alma».  En el incisivo ensayo El silencio, David Le Breton sostiene que «todo enunciado nace del silencio interior del individuo, de su diálogo permanente consigo mismo». En uno de sus maravillosos aforismos Emil Cioran escribió que si no tuviéramos alma la música nos la crearía. Es sencillo parafrasear esta máxima y afirmar que si no tuviéramos alma el cultivo del silencio nos dotaría de una. Para Heidegger el ser y el silencio se dan unidos. Suelo definir acientíficamente el alma como esa conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante la continuidad de lo que estamos haciendo a cada segundo. Esta conversación íntima puede vertebrarse también en la arquitectura del silencio. Para hablarnos no necesitamos hablar.

Pablo D’Ors nos recuerda en su Biografía del silencio que el silencio es el imperativo a entrar no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial. D’Ors enumera alguno de los frutos que brotan de este silencio, que en su caso es facilitado por la meditación: aceptación de la vida, asunción más cabal de los propios límites, benevolencia hacia los demás, atención a las necesidades ajenas, visión del mundo más global y menos analítica, mayor aprecio a los animales y la naturaleza. El silencio nos exhorta al recogimiento, pero tras aceptar esta invitación resulta ineludible preguntarnos qué es lo que recogemos cuando inspirados por el silencio nos recogemos. Recogerse es acoger aquello que adviene con la placidez del silencio. En el silencio hay una conversación que nos anuda al mundo de una manera vetada a la saturación charlatana.  En mis experiencias del silencio siento cada vez con más asiduidad que la vida es un fin en sí mismo, y que por tanto toda pregunta sobre su sentido se resuelve cuando se se admite que a la vida le basta con la propia vida. Sé que es una tautología, pero todo aquello que es un fin en sí mismo se expresa tautológicamente. Vivimos para vivir. Existimos para existir. Se lo escucho al silencio cada vez que me envuelvo en silencio. 

 
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martes, junio 09, 2020

Saber hablar, saber callar


Obra de Jurij Frei
Prolifera la literatura que ensalza el silencio sin matices, en bloque, como un panegírico a la totalidad silente. Sus adeptos alaban la versatilidad funcional del silencio. Se puede utilizar como un mutismo preventivo que impide importunar a nadie, como pórtico que nos conduce a la necesaria introspección, evita meternos en innecesarios problemas por exceso de locuacidad, nos otorga aura misteriosa si nos dejamos envolver por él, o nos hace pasar por perspicaces puesto que no ofrece delatoras pistas que demuestren lo contrario, etc. También conviene apuntar la existencia de la indecibilidad de ciertas realidades para las cuales las palabras y su codificación se tornan insuficientes. Entonces no nos queda más remedio que callar para no caricaturizarlas. Hablar de lo que hay que callar acaba deformando el paisaje que se intenta describir. Recuerdo una definición de André Comte-Sponville injertada en su libro El amor, la soledad que retrata esta experiencia: «La abolición del discurso, del pensamiento, de lo mental: es lo que llamo el silencio, que es como un vacío interior, por así decirlo, pero a cuyo lado son nuestros discursos los que suenan a hueco». Aunque resulte contraintuitivo, el silencio es silencioso, pero no es mudo. A mí me gusta señalar que en el silencio hay de todo menos silencio. Solemos abrigarnos en el silencio como si el silencio fuera una privación de palabras y por lo tanto trajera anexada una privación de significados, pero no es así. En El silencio, una aproximación, David Le Breton sostiene que el contenido del silencio «describe a lo largo del discurso numerosas figuras llenas de expresividad: conclusión, apertura, espera, complicidad, interrogación, admiración, asombro, disidencia, desprecio, sumisión, tristeza, etc.». Hay una enorme plurivocidad discursiva en alguien que decide no pronunciar palabra alguna. El silencio dice tanto que es probable que por eso no sepamos discernir muy bien qué nos está diciendo. 

¿Qué significa el silencio? ¿Qué grita un silencio en mitad de una cascada de palabras? El silencio es el oxígeno con el que respira el verbo, su condición de posibilidad, el espacio que necesita la fonación para articularse de un modo inteligible y constituyente. En Conversación, Theodore Zeldin sostiene que «sin una conversación, el alma humana está vacía. Es casi tan importante como la comida, la bebida, el amor o el ejercicio. Se trata de una de las grandes necesidades humanas. Las personas confinadas en aislamiento conservan la cordura manteniendo conversaciones imaginarias con ellas mismas». Hablar siempre es hablar con alguien, aunque ese alguien seamos nosotros mismos. Las palabras zarpan de nuestros labios hacia un silencio que las acoge aun sabiendo que esa recepción supone su propia defunción, puesto que la palabra necesita el silencio, pero el silencio languidece cuando la palabra comparece, se intercambia y se hace significado compartido. El proverbio de inspiración árabe aconseja que no se hable si lo que se va a decir no es más bello que el silencio, pero en ningún momento aclara que, si finalmente uno decide no proferir palabra alguna, no esté diciendo algo, y lo que diga de forma silente sea tan agresivo como lo son los golpes y las palabras hirientes. Hay silencios tan virulentos como puñetazos, tan violentos como esas palabras que laceran el concepto que tenemos de nosotros mismos y deambulan por nuestro cerebro durante interminables años haciendo caso omiso a nuestras peticiones de retirada. Recuerdo que hace ya tiempo escribí un texto sobre el silencio punitivo (el silencio con el que se castiga a un interlocutor que demanda palabras explicativas) y una lectora me escribió un correo comentándome su terrorífica experiencia con una pareja que le infligía deliberado daño simplemente manejando maquiavélicamente la temporalidad de los silencios.

En Paradojas de lo cool, Alberto Santamaría afirma que «nuestra realidad es el lenguaje, pero también nuestra realidad son las trampas de ese lenguaje». El lenguaje y su dimensión conceptual duplican la realidad, y señalan aquello que los ojos no ven, que es una de las operaciones medulares de la acción de hablar, pero también pueden afanarse en que no veamos lo que estamos convencidos de ver, que es una de las tareas a las que se dedica denodadamente la retórica de los discursos hegemónicos. Si no hablamos entre nosotros, si no hay movilidad verbal, no nos veremos, pero puede ocurrir que si hablamos demasiado tampoco veamos nada de tanto mirar. A José Saramago le leí hace años que cuanto más se mira, menos se ve, y esta ceguera paulatina suele ser frecuente en la circularidad de los diálogos rumiativos que acaban canibalizándose a sí mismos. La ambigüedad semántica tanto del nominalismo incontinente como de los silencios sobre los que se desplaza el lenguaje articulado se muestran inoperantes para poner punto final a lo que cada vez es menos nítido.  Hay asuntos que cuanto más se tratan, más borrosos se presentan, pero si no se tratan jamás abandonarán su naturaleza informe, he aquí el desestabilizador dilema. Ocurre algo análogo entre decantarnos por la locuacidaz o el enmudecimiento. De los verborreicos solemos quejarnos coloquialmente afirmando que «solo habla él», «no me deja meter baza» o «no escucha nada»; y de los silenciosos solemos decir que «me incomoda que hable tan poco», o la metafórica «hay que sacarle las palabras con un sacacorchos». Este artículo se iba a titular El silencio toma la palabra, pero finalmente lo he cambiado por Saber hablar, saber callar. El verbo más relevante de esta oración no es hablar ni tampoco callar, sino saber cuándo es oportuno refugiarse en las palabras y cuándo en el silencio que les brinda la vida. Creo que ahí radica la inteligencia discursiva. Elegir a cada instante la palabra o el silencio que demanda cada momento.



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