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domingo, noviembre 28, 2021

Presentación en Mieres (Asturias)

Este próximo martes 30 de noviembre a las 19:30 h. estaré en la Librería-Café La Llocura de Mieres (Asturias). Presentaré y charlaré sobre el libro “Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento”. Como he escrito más veces, necesitamos menos reacción y más reflexión, así que facilitar lugares e instantes en los que los pensamientos de unos y otras se hablan y se tocan es maravilloso. En mi intrvención hablaré de interdependencia, afectos, vulnerabilidad, cuidados, sentido, ética, finitud, que son los temas nucleares que descansan trasnversalemnte en las páginas del ensayo. Desde aquí agradezco a La Llocura Llibrería-Café por ofrecerme su espacio para compartir mi mirada y mi mundo deliberativo. Estáis invitadas e invitados. Será un enorme placer desdigitalizarnos y encontrarnos presencialmente, aunque sea todavía con la precaución y la mascarilla que requiere este tiempo pandémico. Un abrazo.












martes, agosto 04, 2020

«Lo importante no es ser listo sino buena persona»

Obra de Bob Bartlett
Obra de Bob Bartlett

Este es el último artículo de la sexta temporada del Espacio Suma NO Cero. Hoy cierro el extraño ejercicio 2019-2020, una temporada marcada por la pandemia del coronavirus, la evaporación de actividad laboral e ingresos, el contagio de la enfermedad, la habituación a una anormalidad tendente a cronificarse y que ojalá nos permita resemantizar el mundo desde perspectivas más interdependientes y por lo tanto mucho más justas y cuidadosas que las existentes. Este espacio nació hace seis años con el fin de abrir semanalmente paisajes para la deliberación y el análisis de la siempre resbaladiza, imprevisible y rotundamente apasionante interacción humana. Con cada año transcurrido las temáticas se han imantado hacia la filosofía de la posibilidad, deliberar no solo sobre la realidad sino también sobre la tentativa que lleva en germen. Pensar no es solo descubrir la posibilidad, sino imaginarla y crearla para que nuestro comportamiento se conduzca con ella y al hacerlo la haga existir y nos instale sentimentalmente mejor en el mundo de la vida. Este movimiento es pura acción, lo que demuestra que en el pensar  hay más nomadismo que sedentariedad. Sin ninguna duda una de las posibilidades más encomiables del mundo de lo posible es el de ser una buena persona.

Hace un par de días me ocurrió una anécdota relacionada con esta categoría ética.  Le pregunté a un adolescente si estaba de acuerdo con la consigna «lo importante no es ser listo, sino buena persona». Aparecía escrita en un azulejo justo enfrente de donde nos encontrábamos sentados. Se quedó muy pensativo. Antes de que agregara nada le puntualicé que la aserción del azulejo no guardaba mucho sentido si no nos interrogábamos para qué es más importante ser buena persona que listo. Enumeré algunos posibles para qué. ¿Es mejor para la competición social, para las recompensas monetarias, para la optimización de posibilidades, para el mercado laboral, para cultivar y profundizar la amistad, para incrementar la actividad fruitiva, para el honor académico, para la recolección de admiración, para alumbrar sentimientos buenos, para beligerar por el estatus, para una convivencia plácida, para el equipamiento afectivo, para que te quieran, para que te cuiden? Para qué es la pregunta más insigne de entre todas las preguntas.

Lo segundo que habría que analizar es qué significa ser listo. Hace unos años escribí un artículo en el que diferenciaba que no es lo mismo ser listo que ser inteligente. Aquel texto nació después del fenómeno viral que viví al publicar La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. Ante la avalancha de comentarios  tuve que explicar al martes siguiente qué entendía por inteligencia. Sospecho que la consigna del azulejo utilizaba como idénticas las palabras listo e inteligente. En las páginas de Crear en la vanguardia, José Antonio Marina trae a colación un estudio sobre qué es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Mi posicionamiento se adhiere a esta segunda mirada.

La idea afectiva de inteligencia me llevó a explicar qué consideramos ser una buena persona. Es evidente que si no sabemos qué significa algo así no podemos establecer comparación alguna con la inteligencia o con la condición de listo. Un análisis fenomenológico del lenguaje cotidiano colabora mucho a su desentrañamiento. Cuando hablamos de un comportamiento inhumano, lo hacemos utilizando como referencia la categoría ética de ser humano. Un comportamiento inhumano es aquel en el que el otro no nos concierne precisamente cuando su vulnerabilidad se presenta imperiosa ante nuestros ojos. También decimos que esa persona no tiene corazón, frente a la que sí lo tiene, que suele ser aquella que se siente interpelada por el dolor que observa en el prójimo. Esta distinción nos puede ayudar a definir qué es ser una buena persona.

Ser buena persona es sentirte concernido por el otro. Ser buena persona es tratar al otro con el amor y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma, ayudar a que el bienestar (desde acciones personales pero también desde posicionamientos políticos) comparezca en la vida de los demás, allanar y dulcificar el trato con aquellos con los que inevitablemente convivimos para acceder a la vida humana, que es humana porque es compartida. Cuando una persona se conduce con los demás de un modo respetuoso, considerado, gentil, fraternal, compasivo, bondadoso, amable, generoso, decimos que es una buena persona, quizá el elogio más elevado al que podemos aspirar como seres humanos. Llegados a este punto volví a preguntarle al adolescente qué pensaba de la frase. Su respuesta fue que para él era más importante ser buena persona que listo. Le objeté: «No creo que sea más importante ser listo que ser buena persona.  Es una pregunta cuyo planteamiento dicotómico alberga una trampa de segregación. Ser buena persona y ser listo son sinónimos. Tendrían que cambiar la frase de este azulejo».  Feliz verano a todas y todos. Nos veremos a la vuelta. Sentíos abrazos en estas palabras clausurales.



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martes, julio 28, 2020

Enfado solo trae más enfado

Obra de Fabio Millani
Hace unas semanas me entrevistaron con motivo del nuevo libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento. En la agradable entrevista defendí la necesidad de la indignación como un sentimiento vindicativo de justicia tanto en la interacción íntima como en la política. Considero incuestionable la relevancia de la indignación como sentimiento nuclear para derribar situaciones que evaluamos como inundadas de inequidad. Martha Nussbaum la define como aserción valiosa del amor propio. Su presencia es más necesaria todavía en los paisajes del neoliberalismo sentimental, donde sentimientos como el enfado, la tristeza, o la propia indignación, se interpretan como insuficiencia de recursos psicológicos. De ahí que ante injusticias laborales, por ejemplo, las personas afectadas en vez de acudir al sindicato, como ocurría otrora, tomen la dirección que les lleva al psicólogo; o ante decisiones inicuas que percuten en su día a día, en vez de resolverlas con instrumentos deliberativos las acepten practicando ejercicios de resiliencia. A pesar de su intensidad, la indignación se puede mostrar de manera que no correlacione con un lenguaje gestual y verbal zahirientes. Cuando mostramos nuestra indignación estamos guareciendo nuestra dignidad. Si estamos protegiendo nuestra dignidad, deberíamos ser cuidadosos con la de nuestro infractor, que es una de las formas más sabias y transaccionales de proteger la dignidad propia.

El enfado como emoción es inescindible, un dispositivo natural que sirve para revolvernos contra la injusticia o la humillación que nos infligen, para levantar acta de la promesa incumplida o la expectativa quebrada, para proteger del maltrato a nuestra dignidad. A veces nos referimos a este enfado como enfado justificado, una alerta que salta para conservar o restaurar en milisegundos el espacio vulnerado, y que en su justificación se distingue de la susceptibilidad. Como sentimiento, el enojo se puede articular y graduar anticipando muchos de esos tropismos que en vez de ayudarnos complejizan las tensiones. Cuando se enfadan con nosotros propendemos a enfadarnos, y cuando nos enfadamos tendemos a hacer caso omiso de lo que nos sugieren. Nos encastillamos en una posición y además decidimos no colaborar con los intereses de quien nos ha mostrado su enfado de una manera doliente. El enfado suele provocar rechazo en quien lo recibe y por lo tanto destruye cualquier elemento de cooperación. Sin cooperación los espacios de intersección se desmantelan y desaparecen. Las mediadoras y los mediadores con los que hablo frecuentemente me comentan que un elevado porcentaje de los conflictos que tratan en la mesa de mediación se cronifican porque las partes releen la discrepancia como un duelo de orgullos. Orgullo es una palabra muy interesante por su dislocación semántica. Por un lado, significa cerrazón, obstinación en proseguir un curso de acción que empeora los intereses comunes, pero que mantiene incólume la propuesta presentada por el interlocutor, que ahora se aferra a ella para no tener que capitular. Aquí el orgullo se erige en tenacidad estólida. Sin embargo, orgullo también significa el júbilo que provoca la observancia de lo bien hecho, la satisfacción de un desempeño que consideramos encomiable y cuya titularidad nos pertenece a nosotros o a alguien con quien compartimos vecindad afectiva. Los conflictos se momifican por el orgullo en su primera acepción. Tienden a reducir su número de apariciones cuando el orgullo en su segunda acepción domina la vida de las personas.

En determinados momentos el enfado sí puede llegar a ser resolutivo, pero depende del contexto, la intensidad y la regularidad. El enfado puede mejorar los aspectos cuantitativos, aunque simultáneamente deteriora los cualitativos. Puede dispensar utilidad ocasional en ecosistemas piramidales (como suministrador de miedo), pero deviene funesto si se emplea con habituación en ecosistemas de una horizontalidad deliberativa. Nadie dialoga con bondad y perspicacia cuando está colonizado por la irascibilidad. En el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza dediqué muchas páginas a argumentar cómo la palabra nacida de un  furioso estallido emocional destruye en cuestión de segundos lo que necesita mucho tiempo para poder levantarse. Decir una barbaridad, y bajo el influjo de la irritabilidad es muy fácil proferirla, puede roturar una relación personal para siempre. El enfado puede generar imposición en quien lo recibe, pero no convicción, y la convicción es la única fórmula posible de respetar los acuerdos alcanzados. Recuerdo que en la literatura de la negociación algunos autores proponían el enfado como estratagema para alcanzar los conciertos deseados. Sostenían que enfadarse ablanda a la contraparte que probablemente acabe claudicando y admitiendo concesiones hasta ese instante intratables. Siempre mantuve mi desacuerdo. Enfado solo trae más enfado. Si el enfado ha de esgrimirse para que la opinión sea escuchada y respetada, la táctica delata la mala salud de la relación, sin necesidad de añadir nada testifica claramente que el interlocutor no nos tiene en consideración. Sin consideración no hay convicción, sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución. Algunas personas se enfadan por ello sin saber que su enfado es el principio fundante de este círculo tan vicioso como empobrecedor.



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