martes, septiembre 21, 2021

La peligrosa producción de odio al diferente

Obra de David Cumbria

El odio es el sentimiento que emerge en los animales humanos con el afán de infligir daño a otro animal o a la comunidad a la que pertenece. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos realicé una taxonomía binaria de los afectos. Los bifurqué en sentimientos de apertura al otro y sentimientos de clausura al otro. Era una división muy similar a la realizada por Jesús Ferrero en Las experiencias del deseo, que las cifraba en eros y misos, y las subdividía en eros y misos a uno mismo y al otro. El odio es el paradigma de esos sentimientos de clausura que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo y del grupo de iguales. Frente a los sentimientos que celebran la vida y son centrífugos en su afán de aproximarnos a la interacción heterogénea, el odio es centrípeto y anhela la subyugación e incluso la eliminación física del diferente. Aquí conviene distinguir bien el odio del papel instrumental de la indignación, que es el sentimiento que se revuelve ante lo que se considera una injusticia con el fin de restituir la equidad perdida. Nada que ver con los fines del odio. La misantropía, la androfobia, la homofobia, la LGTBfobia, la misoginia, la aporofobia, la xenofobia, es odio focalizado sobre personas que subrayan el énfasis de la diferencia. El odio al otro se inspira en leer el mundo con la simpleza de la dicotomía agonal Nosotros-Ellos. Por supuesto ese Ellos aglutina lo peor, es un enemigo al que hay que derrocar en vez de personas dispares con las que la interdependencia nos exhorta a cooperar. 

Este rudimentario maniqueismo otorga al Nosotros una indiscutida superioridad que incluso legitima el uso de la fuerza en el supuesto de que alguno de Ellos la ponga en entredicho. En Amor y odio. Historia natural del comportamiento humano, Irenaus Eibl-Eibesfeldt da con la clave cuando comenta que presentar al otro como un ser inferior y ominoso suprime la compasión, que es el primer paso para ponerle el marchamo de inhumano y acto seguido validar estratagemas agresivas con las que conminarlo y obligarlo a adherirse a nuestra cosmovisión. El germen de degeneración que patrocina el odio al que no piensa ni comparte prácticas de vida homólogas radica en denostarlo hasta negarle la equivalencia de ser un ser humano como nosotros. La filósofa brasileña Marcia Tiburi es diáfana cuando escruta la idiosincrasia de este modo de mirar fascista: «Es la negación de otro punto de vista, otro deseo, otro modo de ver el mundo, otro al que conocer. El fascista no dialoga con nadie, porque la operación lingüística que implica el otro es imposible para él. Cree que las cosas no pueden ser diferentes porque el mundo está definido en sus sistemas de pensamiento». Estos días estoy preparando una conferencia que pronunciaré la próxima semana en Santiago de Compostela sobre libros y diversidad en la que intento vincular la experiencia lectora con el entrenamiento del pensamiento empático y compasivo, dos sentimientos primordiales para convivir fraternalmente con la disparidad y la discrepancia. Para aceptar que el otro es un interlocutor irrevocable por muy divergente que sea su instalación en el mundo.

Los prejuicios, los fanatismos, los fundamentalismos, el odio al diferente, son fiascos del ejercico cognitivo, que cualquier mente artera afanada en reclutar correligionarios puede activar de una manera muy sencilla. En Biografía de la inhumanidad José Antonio Marina hace inventario de las atrocidades de las que somos y hemos sido capaces los animales humanos, y sobre todo recuerda la preocupante facilidad con la que se pueden mutar los sentimientos buenos por sentimientos aversivos, rasgar los parapetos morales, colar en las instituciones políticas voces y discursos que estimulan el odio a quien no se ahorma a una cosmovisión cerrada y unívoca. Horroriza comprobar con qué simplicidad han emergido a lo largo de la historia caudillajes que con oportunismo táctico y una infantilizada simplificación del lenguaje político han provocado el asesinato de millones de personas. Para activar e inflamar el odio basta con azuzar emociones muy primarias en contextos sociales de precariedad, miedo, competición e incertidumbre. Quien más odia es quien más se odia, y el autoodio y el resentimiento prenden velozmente en el corazón cuando uno se siente maltratado, engañado, precarizado, humillado, desnortado, frustrado, ninguneado. Cuando uno se cataloga como víctima ve victimarios por todas partes. Sin embargo, la desarticulación del odio y la implementación de medidas precautorias requieren mucho tiempo, educación, ordenación afectiva, impregnación de lo heterogéneo, marcos políticos emancipadores y equitativos, la colaboración de la ciudadanía y los agentes institucionales para entretejer relatos comunes de consideración y de elogio a las personas que los ejemplifican. Necesitamos el concurso de un  pensamiento ético que sienta que la filiación a la humanidad está muy por encima de cualquier otra. Que no hay un Nosotros ni un Ellos. Hay Dignidad. El derecho a poseer Derechos Humanos. Y el deber de respetarlos.


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