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martes, noviembre 22, 2022

Convertir el conocimiento en práctica de vida

Obra de Valeria Duca

Existen tres conceptos que a veces se administran indistintamente cuando hablamos de aprender: información, conocimiento y sabiduría. La información son datos descontextualizados o con conexiones débiles sobre hechos o circunstancias. No solo no brinda significado por sí misma, sino que cuando hay una hiperinflación informativa genera desorden en el agente receptor, una creciente entropía que atenta contra la genuina finalidad de la propia información. En su libro No-Cosas el filósofo Byung Chul Han es categórico al explicar esta inercia perversa: «A partir de cierto punto, la información no es informativa, es deformativa». Esta realidad es tan novedosa que hemos inventado el término infoxicación para poder designarla. Igual que mucho pensamiento mata la voluntad (dilema del asno de Buridán), la sobrecarga informativa no es que mate el conocimiento, es que impide su nacimiento, que es una forma mucho más sutil de defenestrarlo. El conocimiento es un proceso laborioso en el que la información se interconecta con otra información para constituir un entramado de perspectiva y sentido. Conocer es levantar esquemas de comprensión para organizar la información entrante con información previamente almacenada y ubicarla de tal manera que su relación proporcione significado y contexto.

La sabiduría es el uso del conocimiento para dialogar con la vida y articular una mejor y más confortable habitabilidad en ella. José Antonio Marina desvela el telos de este conocimiento práctico: «conocer para comprender, y comprender para tomar decisiones y actuar». Paradójicamente la inflación informativa que padecemos está provocando una deflación de sabiduría. Poseemos mucha información, y si no la poseemos está depositada en millones de repositorios ubicados a la distancia de un clic, pero disponemos de poco conocimiento, y el conocimiento que albergamos o bien es técnico, o no lo hemos hecho memoria y aprendizaje como para metamorfosearlo en sabiduría. Con Foucault aprendimos que una experiencia es aquello que nos devuelve transformados, tanto por lo acaecido como sobre todo por su impregnación afectiva y cognitiva. Pero la elaboración de experiencia demanda el concurso de un tiempo de calidad (tiempo atento, kainós, frente a tiempo meramente acumulativo, cronos), una pausa y una presteza que permitan la sedimentación de los acontecimientos en nuestra biografía afectiva. Como defiende Javier Martínez Aldanondo, «el aprendizaje es personal, pero no individual». Cuando comparto clases suelo repertir a las alumnas y alumnos que aprender es una exclusividad suya, pero que enseñar es un asunto muy serio que nos atañe a toda la ciudadanía. Tenemos el compromiso de generar tiempos y espacios para proveernos de conocimiento y de prácticas que lo eleven a aprendizaje de vida. Lugares calmos y tiempos pausados para que los pensamientos se toquen y polinicen en pensamientos más sólidos que prologuen sentimientos buenos y acciones mejores.  

Sólo se aprende lo que se ama, como reza el título de uno de los ensayos del neurocientífico Francisco Mora, pero los tiempos de producción (y los cada vez más colonizadores de cualificación) canibalizan la pausa, que es la forma que eligen la reflexión y el análisis  para transformar la enseñanza en experiencia sabia. La celeridad y la sobreabundancia de información, o la colección de estímulos que nominamos experiencias, no dejan que el conocimiento permee lo suficiente como para dejar poso. La prosa desolada de Byung Chul Han sostiene que «hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento. Viajamos a todas partes sin adquirir una experiencia. Nos comunicamos continuamente sin participar en una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conversar. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con el otro. La información crea así una forma de vida sin permanencia y duración». Hace cuatro siglos Baltasar Gracián recalcaba la tragedia que suponía algo así: «De poco sirve que el conocimiento avance si el corazón se queda atrás». Se puede parafrasear: «De poco sirve tanta información si no deviene en algo de conocimiento y un poco de sabiduría»

 


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