Cuando el verano y las vacaciones se desvanecieron, se hizo frecuente oír en las conversaciones la expresión «volver a la rutina». Quienes la enunciaban solían hacerlo con tono lúgubre y aire desolado. Reconozco que me entristecía escuchar este lugar común, porque delataba vidas insatisfechas y porque generalizaban acríticamente el concepto de una rutina que sin embargo merece matices y resignificación. Volver a la rutina puede devenir momento desdichado si la rutina a la que se regresa entraña desdicha, pero volver a la rutina puede ser un lance querido si la rutina a la que se retorna es deseable. Aunque la rutina puede ser alienante o restrictiva, bien urdida es un poderoso recurso cognitivo en el que confluyen actos de resistencia personal. Consiste en pautar un conglomerado de actividades para llevarlas a cabo de forma regular sin la agotadora necesidad de programarlas a cada instante. La rutina y los hábitos sobre los que se asienta modulan la experiencia humana y proporcionan serenidad, orientación y hogar. Es cierto que la rutina es la pretensión siempre fallida de articular un mundo que reconocemos repleto de vicisitudes e imponderables, que en ella hay un intento de domesticación de lo indomable, una forma de conjurar la presencia informe que rodea al ser que somos. Pero no es menos cierto que la rutina fecunda una continuidad esencial para evitar que la celeridad de la vida diaria, el inmenso caudal informativo y la sobreabundancia de opciones devengan apabullantes, insujetables e incluso angustiantes. Ofrece una estructura sobre la que vertebrar lo que acaece. Construye la casa en la que ser se protege de la intemperie.
Quizá la interrupción vacacional de la rutina permite ver con más nitidez lo que la propia rutina invisibiliza con su omnipresencia el resto del año. La connotación peyorativa de volver a la rutina sugiere admitir que voluminosos segmentos de tiempo y denuedo se destinan a actividades desabridas y cronófagas con las que obtener unos ingresos que sufraguen el mantenimiento material de la vida. Con su habitual perspicacia, el crítico cultural Terry Eagleton sintetiza esta deriva contemporánea cuando describe que «la mayor parte de nuestra energía creativa se invertirá en producir los medios de vida y no en saborear la vida misma». Empleamos tanto tiempo y energía en sobrevivir que se nos quitan las ganas de vivir. El propio Eagleton muestra estupefacción ante este hecho. «No deja de ser asombroso que en pleno siglo XXI la organización material de la vida siga ocupando el lugar preeminente que ya ocupaba en la Edad de Piedra». Es muy sensato que volver a esta rutina despierte sentimientos lóbregos. Revela el retorno a un conjunto de disposiciones articuladas por la adquisición de ingresos a través de actividades asalariadas que monopolizan el tiempo de vida. La aversión a la rutina se devela como un eufemismo. No se tiene inquina a lo rutinario, sino a la coerción y alienación inherentes a la esfera laboral.
Las actividades en las que somos empleados las desempeñamos tan rutinariamente que las hemos naturalizado, e incluso las hemos ensalzado en narrativas que nos recalcan que gracias a esa ejecución nos autorrealizamos y dotamos de un propósito plausible la vida. Frente a estos enunciados que santifican los tiempos de producción, cabe oponer con rutinas inteligentes tiempos de reflexión e imaginación ética, aquellos en los que el pensamiento se dedica a deliberar sobre qué es una vida buena y cómo podríamos encarnarla en la trama de la vida en común. Quizá deberíamos dedicar menos esfuerzo a la mera materialidad de la vida en favor del cultivo del alma (vivir en la verdad, crear belleza, ser justos y tener compasión, como propone Rob Riemen). Volver a la rutina será un acontecimiento gozoso o doloroso según la naturaleza de las actividades que la conformen. Si son autodeterminadas, suelen implicar delectación y plenitud; si son impuestas, pueden convertirse en focos de alienación, ansiedad o vacío. Como ciudadanía, como personas irrevocablemente interdependientes, nos atañe pensar cuáles de esas actividades queremos privilegiar, y qué podemos hacer colectivamente para volver habitables nuestras rutinas.
(*) Este es el primer artículo de la decimosegunda temporada de este Espacio Suma NO Cero. A partir de hoy, todos los martes del curso académico compartiré deliberación y escritura sobre la interacción humana. Toda persona que desee pasear por aquí, que se sienta invitada.
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