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martes, mayo 21, 2019

«Es una buena persona», el mayor elogio en el vocabulario humano


Obra de David Jon Kassan
Me llama mucho la atención cómo las grandes virtudes de la agenda humana tienden a ser sinónimas. A medida que he profundizado en el estudio y la indagación del entramado afectivo que nos constituye como subjetividades autónomas e interdependientes a la vez, he podido comprobar que las palabras vinculadas con la excelencia del comportamiento tienden  a formar una red prácticamente sinónima. El significado de una palabra da sustento semántico a otra, pero esta otra hace lo mismo con la primera. Pienso en términos como cuidado, amor, amparo, compasión, bondad, amabilidad,  respeto, admiración, consideración. Empecemos a desgranar estas palabras para esclarecer en qué lugares y en qué ficciones éticas nos depositan cada vez que las pronunciamos y nos pronuncian. En El aprendizaje de la sabiduría, José Antonio Marina comparte una preciosa descripción del cuidado. «Cuidar a otra persona es prestar atención a sus sentimientos, procurar ayudarle en sus problemas y estar interesado no solo en su bienestar, sino en su progreso, dos componentes de la felicidad». Casi setenta páginas después Marina vuelve a posar su mirada sobre el cuidado: «Cuidar es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo valioso». En su sentido prístino, el amor no vinculaba con la atracción física ni con la sexualidad, sino con el cuidado, con la protección de la fragilidad y la precariedad que supone haber sido nacido y colocado en una existencia con la que no nos queda más remedio que hacer algo hasta que se termine. El amor es la responsabilidad de que un yo cuide de un tú, una responsabilidad facultativa inspirada por las inercias del afecto. 

Cuidar, amar y amparar son verbos que indican tareas homólogas. El amparo es acoger al otro y guarecerlo de las intemperies que sitian la debilidad humana, pero cuidar, como se ha colegido antes, significa exactamente lo mismo. Estamos empezando a vislumbrar la sinonimia de las grandes palabras. La conducta que catalogamos como humana es aquella en la que uno se preocupa del otro, es decir, lo ampara y lo cuida para amortiguar su condición frangible, la de un ser menesteroso que no se basta a sí mismo ante el indomable tamaño de las dificultades anexadas a estar vivo. Al cuidarlo es bondadoso, porque la bondad consiste en cuidar y ampliar las posibilidades para que el bienestar y la tranquilidad comparezcan en la vida del otro. Esta donación de ayuda surge porque el receptor es considerado valioso, un sujeto portador de dignidad, el valor común que nos hemos arrogado los seres humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Somos valiosos y tenemos dignidad porque una vez derrocada la necesidad podemos elegir libremente. Entre todo el repertorio de elecciones puesto a nuestra disposición, la más sublime de todas es la de los fines con los que dotar de sentido nuestra vida. Cuando cuido esa dignidad soy considerado y respetuoso con esa persona y, en tanto que me merece respeto, la incluyo en las mediaciones reflexivas en las que me pienso yo, puesto que mi mismidad está configurada de los lazos que me anudan a esa mismidad y al resto de mismidades con las que comparto la aventura humana. Cuando el otro no está bien cuidado, y mi alfabetización sentimental y la racionalidad ética están bien estructuradas e interiorizadas, siento compasión, el sentimiento en el que el dolor del otro me duele, y al dolerme elaboro planes de acción para neutralizarlo o erradicarlo de su cuerpo, o de su vida. Compartir el dolor atenúa el dolor, pero sentir su titularidad propende a neutralizar las causas. El lenguaje común nos dice que si la contemplación del sufrimiento de un semejante nos araña y nos punza, estamos siendo radicalmente humanos en nuestro proceder. Cuando mostramos imperturbabilidad o inatención ante el dolor del prójimo, el lenguaje sanciona esa conducta como inhumana.  

Cuando actúo compasivamente lo hago con amor, porque insisto que el amor es cuidar al otro, y cuidar al otro es estimar su dignidad, y atender su dignidad es la máxima representación de humanidad, que es el resumen en el que el otro me preocupa, y por ello le concedo atención, cuidado y respeto.  Este respeto es inseparable de la amabilidad, el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que nuestros actos hagan su vida más grata. Cuando se comportan respetuosa y afablemente con nosotros, tendemos a responder con agradecimiento, que es la respuesta con la que devolvemos el cuidado y la amabilidad recibidos. He aquí la intercambiabilidad de las palabras referidas a lo más humano de la vida humana, que precisamente es humana porque es compartida de un modo nodal. Todo es sinónimo de todo, y por eso toda reflexión que se sumerja en lo más profundo de nuestra vulnerabilidad se acaba explicando con la sencillez aplastante de las tautologías. También recurriendo al lenguaje de lo cotidiano, que alberga expresiones de una insondabilidad sobrecogedora y consigue que el papiltar de la vida se encapsule en expresiones de una asombrosa llaneza acientífica, inalcanzable para el lenguaje de la ortodoxia y el conocimiento. Cuando una persona incorpora a su conducta todo el mosaico de virtudes y sentimientos que he tratado de explicar aquí, entonces ese lenguaje sencillo nos permite decir que estamos delante de una buena persona. Yo, que me jacto de traficar con volúmenes ingentes de palabras, no conozco un elogio más grande y más bello. Quizá tampoco otro más emocionante.



Nota: Esta tarde pronunciaré una conferencia en el Círculo Mercantil de Sevilla a las ocho de la tarde con motivo del Quinto Aniversario de este blog. Hablaré de estas y otras reflexiones depositadas aquí a lo largo de estos cinco años. Estáis invitados. 



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martes, febrero 12, 2019

Cuando el dolor del otro nos duele a nosotros



Obra de Stephen Wright
La compasión es el sentimiento que permite que nos duela el dolor que contemplamos en el otro. No es que nos arroguemos como propio el dolor que observamos en el sufriente sobre el que se posan nuestros ojos, es que su dolor o su sufrimiento nos doblega y nos aprieta y nos precipita a una experiencia doliente compartida. Lo he escrito muchas veces y ahora vuelvo a reafirmarme. No creo que exista un nexo mayor con el otro que hacer nuestro el dolor que es suyo, sentir en nuestras entrañas lo que nuestro igual siente en las suyas. Este trasvase de dolor realizado por la labor identificadora de las neuronas espejo es quizá la mayor tecnología sentimental puesta al alcance de la figura humana. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) no hallé ninguna otra disposición sentimental tan eminentemente cardinal. Se aproximaba a ella la vivencia curativa del perdón, por supuesto también la del amor y toda su arborescencia sentimental con sus diferentes gradientes y sus diferentes deseos, pero creo que ambas son subsidiarias de la compasión, de esa capacidad prodigiosa y admirable que poseemos las personas para que el dolor que se instala en otra vida pase a formar parte de la nuestra, y también su antagonista la alegría. Vivir la experiencia en que la alegría del otro nos alegra aunque no aporte rédito alguno a nuestro patrimonio vital salvo la propia fuerza propulsora de la alegría es una de las más grandes muestras de amor.

La compasión latina o la sympatheia griega difieren de la empatía, un término muy joven en la literatura sobre la naturaleza humana. La empatía es una disposición psicológica en la que nos inclinamos a comprender la experiencia aversiva del sujeto que nos afecta, pero inteligir y comprender el foco de su dolor no implica que nos duela. Nos puede indignar, nos puede punzar, nos puede entristecer, nos puede interpelar como constructo intelectual que exhorte a la acción ética y política, pero no sentimos cómo en lo más profundo de nosotros algo arponea el ser que somos, un arpón que es idéntico al que provoca dolor en nuestro par. Cuando en una relación profunda una de las partes es asediada por el dolor, la otra, en un proceso de una magia sentimental que colinda con lo indescriptible, es atrapada y ulcerada por ese mismo dolor. Un fenómeno de vasos comunicantes que en su hipercomplejidad pero también en su sencillez empírica demuestra que somos seres humanos porque somos seres anudados a otros seres como nosotros. Desgraciadamente la compasión vive muy desacreditada porque se la ha emparejado con la caridad que desatiende las causas sociales, la lástima irresoluta que no cruza la individualidad, la narcisista autocompasión, el insoportable complejo de superioridad. Aurelio Arteta tituló con mucho acierto uno de los mayores estudios sobre la compasión teniendo en cuenta esta minusvaloracion: La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha.

La compasión sirve sobre todo para saber de qué materia estamos hechos los seres humanos. El dolor del otro es un recordatorio de la jurisdicción del daño y de nuestra extrema vulnerabilidad, de la fragilización de lo que ingenuamente consideramos estable, de cómo la trágico nos merodea y lo fácil y acelerado que es por tanto pasar de vivir una vida apacible a ser zancadilleados por la adversidad y sufrir una estancia en el infierno. Si nos condujésemos siempre por decisiones inteligentes y éticas, la compasión serviría para establecer una tupida y desmercantilizada red de cuidados que estrechasen la participación funesta del azar en la acción humana. Pero hay más todavía. En el sujeto abstracto con el que trafican los conceptos filosóficos, psicológicos, políticos, sociales, antropológicos, es infrecuente percibir que somos un cuerpo constituido por huesos, carne, órganos. Un cuerpo que a veces duele y que cuando se avería admite su debilidad, y que cuando se estropea gravemente necesita la participación de otro cuerpo porque él no se vale por sí mismo. Somos un cuerpo encadenado a la decrepitud biológica, al envejecimiento, a la senilidad, al agrietamiento progresivo e imparable de nuestro organismo, expuesto a la aleatoriedad de los episodios desgraciados, a la contingencia, a la ciega imponderabilidad que nos lo puede desarbolar y convertir en una insoportable prisión. También nuestro cuerpo como entidad multisensorial y cognitiva está expuesto a escenarios de injusticia, de inequidad, de desigualdad, de competición sobre necesidades primarias, de agotamiento y cansancio, que inyectan entropía en el equilibrio afectivo y deterioran las motivaciones que elevan el acto de vivir a la categoría de celebración para metamorfosearlas en explotación y degradacion.

El dolor que siento en mí gracias a contemplarlo vívidamente en otro yo sobrecogedoramente similar al mío, me hace tomar instantánea conciencia de qué soy y de qué estoy hecho. Esta verificación se puede llevar a cabo gracias a dos dimensiones que se nos olvidan muy a menudo. La primera es que disponemos de imaginación, del tal manera que puedo imaginarme el tamaño y la intensidad del dolor que subyuga al otro. La segunda es que somos semejantes, somos humanos, lo que permite que la imaginación opere con escaso margen de error en sus fabuladas apreciaciones. Si no fuéramos semejantes, si no compartiéramos el mismo alfabeto de la vida que nos brinda inteligibilidad mutua, la inventiva para apropiarnos del dolor del otro sería más difícil de pergeñar y probablemente estaría atravesada de fallas e insuficiencias.

Que la titularidad del dolor pueda ser transferida es un lenitivo para poder ser aliviada, pero la función teleológica de que el dolor ajeno nos duela como propio se adentra en los territorios de la expresión política. Cuando contemplo el dolor del otro y lo siento en mí con el mismo desgarro, acto seguido intento erradicar su causa, que es una manera muy inteligente de balsamizar e incluso neutralizar su aparición en los otros y en nosotros. El fin corolario de la compasión es el cuidado y la justicia. Cuidarse y curarse comparten raíz etimológica, pero también comparten espacios en las experiencias y los vínculos que tejen vida. Cuando cuido, curo, y cuando curo, cuido. Cuidar es una actividad insoslayable como herramienta de vocación cívica, porque al cuidar me vuelvo cuidadoso, es decir, me tengo en cuenta y tengo en cuenta al otro, que es una definición muy válida tanto de justicia como de respeto. La ética del cuidado es tan culminal que ignoro por qué es un tema tan accesorio en la agenda política y en la discusión pública. Los cuidados que todos los seres humanos necesitamos se manifiestan en tres grandes áreas de acción que se interfluyen en un dinamismo que derriba las fronteras que levanta la epistemología: el cuerpo, el entramado afectivo y los Derechos Humanos. Dicho con tres palabras muy sencillas: salud, afecto y dignidad, el ethos ciudadano al que deberíamos aspirar incondicionalmente. La compasión es el sentimiento fundacional para cultivar la responsabilidad de esa aspiración inagotable.



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