Obra de David Jon Kassan |
Me llama mucho la atención cómo las grandes virtudes de la agenda humana tienden a ser sinónimas. A medida que he profundizado en el estudio y la indagación del entramado afectivo que nos constituye como subjetividades autónomas e interdependientes a la vez, he podido comprobar que las palabras vinculadas con la excelencia del comportamiento tienden a formar una red prácticamente sinónima. El significado de una palabra da sustento semántico a otra, pero esta otra hace lo mismo con la primera. Pienso en términos como cuidado, amor, amparo, compasión, bondad, amabilidad, respeto, admiración, consideración. Empecemos a desgranar estas palabras para esclarecer en qué lugares y en qué ficciones éticas nos depositan cada vez que las pronunciamos y nos pronuncian. En El aprendizaje de la sabiduría, José Antonio Marina comparte una preciosa descripción del cuidado. «Cuidar a otra persona es prestar
atención a sus sentimientos, procurar ayudarle en sus problemas y estar
interesado no solo en su bienestar, sino en su progreso, dos componentes de la
felicidad». Casi setenta páginas después Marina vuelve a posar su mirada sobre el cuidado: «Cuidar
es la actitud adecuada ante la vulnerabilidad de lo
valioso». En su sentido prístino, el amor no vinculaba con la atracción física ni con la sexualidad, sino con el cuidado, con la protección de la fragilidad y la precariedad que supone haber sido nacido y colocado en una existencia con la que no nos queda más remedio que hacer algo hasta que se termine. El amor es la responsabilidad de que un yo cuide de un tú, una responsabilidad facultativa inspirada por las inercias del afecto.
Cuidar, amar y amparar son verbos que indican tareas homólogas.
El amparo es acoger al otro y guarecerlo de las intemperies que
sitian la debilidad humana, pero cuidar, como se ha colegido antes, significa exactamente lo mismo. Estamos
empezando a vislumbrar la sinonimia de las grandes palabras. La conducta que catalogamos como humana es
aquella en la
que uno se preocupa del otro, es decir, lo ampara y lo cuida para amortiguar su condición frangible, la de un ser menesteroso que no se basta a sí mismo ante el indomable tamaño de las dificultades anexadas a estar vivo. Al
cuidarlo es bondadoso,
porque la bondad consiste en cuidar y ampliar las posibilidades para que
el bienestar y la tranquilidad
comparezcan en la vida
del otro. Esta donación de ayuda surge porque el receptor es considerado
valioso, un sujeto portador de dignidad, el valor común que nos hemos arrogado
los seres
humanos a nosotros mismos por el hecho de ser seres humanos. Somos valiosos y tenemos dignidad porque una vez derrocada la necesidad podemos elegir libremente. Entre todo el repertorio de elecciones puesto a nuestra disposición, la más sublime de todas es la de los fines con los que dotar de sentido nuestra vida. Cuando cuido esa
dignidad soy considerado y respetuoso con esa persona y,
en
tanto que me merece respeto, la incluyo en las mediaciones reflexivas en las que me pienso yo, puesto que
mi mismidad está configurada de los lazos que me anudan a esa
mismidad y al resto de mismidades con las que comparto la aventura humana. Cuando el
otro no está bien cuidado, y mi alfabetización sentimental y la racionalidad ética están bien estructuradas e interiorizadas, siento compasión, el sentimiento en el
que el
dolor del otro me duele, y al dolerme elaboro planes de acción
para neutralizarlo o erradicarlo de su cuerpo, o de su vida. Compartir el dolor atenúa el dolor, pero sentir su titularidad propende a neutralizar las causas. El lenguaje común nos dice que si la contemplación del sufrimiento de un semejante nos araña y nos punza, estamos siendo radicalmente humanos en nuestro proceder. Cuando mostramos imperturbabilidad o inatención ante el dolor del prójimo, el lenguaje sanciona esa conducta como inhumana.
Cuando
actúo
compasivamente lo hago con amor, porque insisto que el amor es
cuidar al otro, y
cuidar al otro es estimar su dignidad, y atender su dignidad es
la máxima
representación de humanidad, que es el resumen en el que el otro me
preocupa, y
por ello le concedo atención, cuidado y respeto. Este respeto es inseparable de la
amabilidad, el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que nuestros actos hagan su vida más grata. Cuando se comportan respetuosa y
afablemente con nosotros, tendemos a responder con agradecimiento, que es la
respuesta con la que devolvemos el cuidado y la amabilidad recibidos. He aquí la intercambiabilidad de las palabras referidas a lo más humano de la vida humana, que precisamente es humana porque es compartida de un modo nodal. Todo es sinónimo de todo, y por eso toda reflexión que se sumerja en lo más profundo de nuestra vulnerabilidad se
acaba explicando con la sencillez aplastante de las tautologías. También
recurriendo al lenguaje de lo cotidiano, que alberga
expresiones de una insondabilidad sobrecogedora y consigue que el papiltar de la vida se encapsule en expresiones de una asombrosa llaneza acientífica, inalcanzable para el lenguaje de la ortodoxia y el conocimiento. Cuando una
persona incorpora a su conducta todo el mosaico de virtudes y
sentimientos que he tratado de explicar aquí,
entonces ese lenguaje sencillo nos permite decir que estamos
delante de una buena persona. Yo, que me jacto de traficar con
volúmenes ingentes de palabras, no conozco un elogio más grande y más
bello. Quizá tampoco otro más emocionante.
Nota: Esta tarde pronunciaré una conferencia en el Círculo Mercantil de Sevilla a las ocho de la tarde con motivo del Quinto Aniversario de este blog. Hablaré de estas y otras reflexiones depositadas aquí a lo largo de estos cinco años. Estáis invitados.