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martes, febrero 26, 2019

El amor no se mendiga


Obra de Clare Elsaesser
Este artículo está mal titulado. Un título mucho más ajustado y veraz hubiese sido «El amor no debería mendigarse». Ese debería prescriptivo de este segundo enunciado indica la existencia de mendicidad en los dominios de la relación romántica (entendida como la relación presidida por lazos apasionados, atracción sexual, admiración mutua, creencia indiscutida de que sin el otro la vida no tendría sentido). Desgraciadamente cuando un miembro de la pareja declara la defunción de su amor y por lo tanto la irrevocable clausura del vínculo, puede ocurrir que la parte afectada limosnee ese amor perdido con el fin de recuperarlo y mantener la relación, auque sea incluso en términos desfavorables para sus intereses.  Como ha mistificado que «sin ti no soy nada», emprende lo que haga falta para seguir siendo algo. Hay una brutal disonancia entre estos dos corazones que ya habitan en relatos dispares. Probablemente uno considera derruido el proyecto tras una lenta y meditada maduración de la decisión, y el otro se encuentra con la sorpresa informativa de la ruptura decidida, con su impugnación y su frontal desacuerdo, con el asedio numantino de sentimientos de aflicción y abandono. En esta situación es probable que el que se resiste a la despedida enumere alguna capitulación que sirva de estímulo para que su pareja revise la medida adoptada, recapacite, amplíe los ángulos de valoración, imagine nuevas posibilidades de reencuentro. Todo con el objeto de que se retracte. Si la decisión de poner punto final se mantiene firme, el listado de praxis para evitar ese fatídico punto de no retorno puede ampliarse. Se realizarán nuevas concesiones, renuncias, estrategias acomodaticias, o incluso abdicaciones vinculadas con el autorrespeto, para evitar que la contraparte cumpla lo anunciado.

Traducir la pervivencia del amor en capitulaciones, o en sacrificios que conllevan anulación, o en una pautada espera, o en mutar el régimen sentimental hasta la inmolación, no suele devolver el amor al desenamorado, pero sí puede provocar en el mendicante la corrosiva decepción de amarse poco y muy mal. Hace unos días la escritora, y estudiosa de lo romántico como construcción política, Coral Herrera, que estos días promociona su libro Hombres que ya no hacen sufrir por amor. Transformando las masculinidades, continuación de Mujeres que ya no sufren por amor. Transformando el mito romántico, publicó un artículo titulado Consecuencias de estar con alguien que no te ama. En el texto hablaba de esas situaciones que se dan cuando en una relación uno de los miembros no está enamorado, o no sabe querer bien, o le da miedo, o no se encuentra en el momento idóneo para comprometerse en un proyecto común. Aunque se pespuntean varias ideas, la idea central del texto es que no debemos amar a cualquier precio. Su tesis es que el amor se da o no se da, y por tanto mendigarlo es no entender su genuina semántica. En el ensayo La razón también tiene sentimientos escribí un epígrafe muy extenso en el que postulaba nuestra condición de sujetos pasivos en la experiencia del enamoramiento. En el lenguaje cotidiano solemos decir «me he enamorado», cuando el descriptor más preciso es el de «he sido enamorado». En mis años de estudiante de Filosofía tuve un profesor que calificaba este tipo de vivencias, que se pueden extrapolar a otras magnitudes de la acción humana, como deponencia ontonoética, es decir, acciones en las que el sujeto en vez de activo deviene pasivo, lo que no le impide la recepción de una experiencia. Cuando alguien afirma que se ha enamorado, suelo preguntarle qué ha hecho para lograrlo, y la mayoría de las respuestas se reducen a un lacónico «nada». He aquí la deponencia del sujeto. Si no podemos hacer nada para enamorarnos, resulta poco sensato solicitar al otro el nacimiento o el mantenimiento de un amor sobre el que no alberga soberanía. Nadie puede amar a nadie porque se lo rueguen, así que pedirlo sobra. Si el amor se ha disipado, lo más honesto es disolver la estructura que lo cobijaba, o no levantarla si esa era la aspiración. 

Eva Illouz escribió el ensayo Por qué duele el amor, pero en realidad lo que nos duele no es el amor, sino el desamor, el desamparo afectivo al que nos arroja el final de una relación cuyos lazos se entretejen con lo más profundo y recóndito del ser irreemplazable que somos. Mis adorados 091 cantan entre guitarras eléctricas que «el amor es como el filo de un hacha al cortar», pero también ellos equivocan el sustantivo. Es el desamor el que hace tanto daño que urdimos lo posible y lo imposible para no caer en su poder. Hay una insistencia doctrinal en repetir que el amor no es eterno para apaciguar el dolor que supone separar el diptongo amoroso. Yo estoy en profundo desacuerdo. El amor puede ser biodegradable o no, puede ser efímero o no, puede ser sempiterno o no. Ahora bien, cuando una de las partes confiesa que el amor se le ha evaporado y por tanto ha perimitado, es argumento suficiente para dar por concluido el contrato más peculiar que podemos rubricar a lo largo de nuestra vida. Para que dos personas estén juntas o formen una sociedad (por emplear vocabulario económico) es necesario que ambas deseen estarlo, pero basta con que una no quiera para que el contrato se rescinda unilateralmente sin que se cometa ninguna ilicitud. En la unión es necesaria una ineluctable coparticipación, pero se torna innecesaria en la disolución.

En el esclarecedor El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz afirma que «los enamorados contemporáneos presentan al mismo tiempo la personalidad de consumidores posmodernos y la de trabajadores racionales». El amor como bien de consumo se deshecha una vez se ha consumido. La temporalidad y la precariedad que presiden la esfera laboral ha penetrado en una esfera sentimental construida a imagen y semejanza de un contrato de trabajo. Marina Garcés sintetiza la similitud señalando que hemos pasado de liberar el amor a liberalizarlo. A pesar de todas estas devaluaciones, el amor continúa ubicado en los lugares honoríficos de los elementos gestores de la vida humana. Precisamente la posibilidad de que se produzca la temible rescisión unilateral ha debilitado las relaciones y la inversión sentimental en ellas en tanto que pueden fenecer en cualquier inopinado instante, y uno se quede sin amortizar los costes, o sin recibir contrapartidas. De nuevo se releen con operatividad economicista los vaivenes sentimentales, cuando sin embargo toda relación devuelve lo que uno pone en ella, que es lo que ocurre con todo lo adosado al mundo de los afectos. Dicho todo esto, ¿por qué querer estar con alguien que ya no quiere continuar con nosotros?, ¿por qué solicitar amor a alguien que afirma no sentirlo ya?  La derogación del contrato encarnada en la ruptura nos puede entristecer, nos puede arrojar a un estado de pesadumbre, pero no debería envilecernos, ni autohumillarnos, ni adelgazar de contenido la idea de lo que consideramos que debe proveer una relación. No es literal, pero recuerdo una reflexión de Walter Riso en la que afirmaba que hay lazos de dependencia afectiva que más que lazos son la soga con la que nos acabaremos ahorcando. Es cierto. Cuando nos podemos matar metafóricamente por mantener vivo el vínculo que la otra parte rechaza, el amor ya está muerto, o lanzando los estertores que anuncian su muerte. Ahí sí que el amor es como el filo de un hacha al cortar.



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martes, diciembre 18, 2018

El amor es la víctima (de la precariedad)


Obra de Marc Figueras
El amor es una conversación, pero sobre todo es un relato común de dos personas que se narran a sí mismas de un modo convergente y uniforme. Una relación comienza a deshilacharse en el instante en que esa conversación se fragiliza y la narración abandona su condición de oralidad compartida y unidimensional y se transforma en insular y discrepante. Esta es la idea nuclear de la extraordinaria, triste y hermosísima novela Final feliz de Isaac Rosa, un autor con una bibliografía llena de avales como son El país del miedo, La mano invisible o La habitación oscura. Final feliz comparte el fondo social de estas obras mientras se entrega a la descripción pormenorizada de una relación que acaba de fenecer. En páginas muy tempranas, el autor rotula el momento en el que todo viró, el instante en que uno se puede atrever a preconizar la muerte del binomio amoroso: «una separación es también, sobre todo, la pérdida de un relato común, y en el momento de la ruptura aprieta la necesidad de contar, recontar  por última vez». A ese cometido se dedica la obra, listar qué vicisitudes interfirieron para llegar hasta ahí, qué eventos han mediado en la vida de dos personas que se prometieron envejecer juntos y que diez años después necesitan separarse para no degradarse abyectamente ni un segundo más. Dos son los hallazgos geniales de esta novela. El primero es su estrategia narrativa. Es un libro que comienza por el final y termina por el principio. Los acontecimientos se cuentan en sentido inverso, van para atrás. En sus primeras páginas nos sumerge en la dolorosa separación y en las últimas escenas se fotografía el instante en que se inaugura la relación sentimental escoltada por una felicidad apoteósica. Esta subvertida trazabilidad explica el título de la novela y provoca en la experiencia lectora una tristeza lacrimógena y profunda. El segundo gran acierto narrativo es que el autor refrenda permanentemente la idea del relato común muerto. Lo hace dando intercalada voz personal a la pareja protagonista, a él y a ella. El lector verifica que el relato común inicial se bifurca y diverge hasta la desolación, sobre todo cuando monologan con ingratitud sobre el reparto de culpas que aclare la desertización afectiva que ahora los asedia.

Resulta llamativo que en diferentes entrevistas Isaac Rosa hable de que «nos queremos mal», justo en las mismas fechas en que se convierte en fenómeno social el disco «El malquerer» de la omnipresente Rosalía. He escuchado ya unas cuantas veces este álbum y me he leído la novela, y aunque ambos quereres difieren, es sintomático que diagnostiquen un mal querer, que intuyo generacional y epocal y que la novela trata de esclarecer mientras muestra la cotidianidad de la pareja. Los motivos de este querernos mal son multicausales y transversales. Uno de ellos nace de  la producción de unos imaginarios bucólicos sobre el amor y unas expectativas tan pantagruélicas y tan divorciadas de la realidad que de puro inconquistables acaban desconcertando, desengañando y frustrando cualquier experiencia identificada con el hiato afectivo. El amor no es inmune a las lógicas que capitanean la agencia humana. De ahí que el eslogan con el que se divulga la novela sea que «el amor es un lujo que no siempre podemos permitirnos». El mundo como magma palpitante forja esas expectativas y a la vez confabula contra la posibilidad de poder satisfacerlas. He aquí el mal querer civilizatorio, la desazón hacia la que imanta cualquier relación. El amor necesita un cultivo permanente que la forma de modular la vida humana en la civilización del trabajo y la plusvalía no contempla. Si no se da, el amor es la víctima, título por cierto de una canción alojada en el tercer disco de mi grupo de rock favorito, Lagartija Nick.

Nos hallamos en un punto cronológico en que el mercado se yergue en el incontestable prescriptor de axiología. Las lógicas del exclusivo beneficio económico privado prevalecen sobre las lógicas sobre las que se asienta la afectividad humana. El mercado no solo es una concepción económica y política, también es una concepción de la naturaleza humana, y modifica nuestra forma de pensar, que es una forma de mutar nuestros imaginarios, dirigir nuestra instalación en el mundo, prototipar los contenidos del alma. Esta es la idea que sostiene la filósofa Marina Garcés, idea que aparece literalmente citada en la novela de Rosa, cuando defiende que hemos pasado de liberar el amor a liberalizarlo. Las relaciones sentimentales mimetizan las mecánicas por las que se rige el modelo neoliberal. Las evaluaciones cognitivas y afectivas de los miembros de la pareja reproducen los esquemas de los libros de contabilidad, fidelizan el paso de la economía de mercado a una sociedad de mercado, como insiste con multitud de ejemplos Michael J. Sandel en Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado. Recuerdo el impacto que me produjo hace unos años leer en Las nuevas soledades de la psicóloga Marie-France Hirigoyen el paralelismo existente entre la proliferación de contratos temporales en el mundo laboral y la temporalidad cada vez más efímera de las relaciones sentimentales (escribí un epígrafe sobre este tema en el ensayo La capital del mundo es nosotros). Esta mimetización empuja a que el lírico «te querré siempre» tenga una longevidad no superior a unos meses. También existe un engarce entre el hiperindividualismo alimentado por la economía liberal y la desintegración del amor como un proyecto común. Ese proyecto compartido ha permutado en fuente de recompensa individual que se saja en el instante en que uno considera escaso el suministro de gratificación, pero siempre releído desde el prisma del yo y no desde la mirada del nosotros.

La novela señala la precariedad económica y laboral como uno de los disruptores clave del proyecto afectivo. Solemos afirmar tópicamente que las dificultades unen, pero no es así. Unen momentáneamente las tragedias, los acontecimeintos especialmente aciagos, pero las dificultades ordinarias y sobre todo las ligadas a la cuenta corriente y al poder adquisitivo desgastan y segregan. El relato ofrece una correlación sobrecogedora e incluso gráfica entre el decrecimiento del saldo bancario y los recursos materiales y la degradación del medio ambiente sentimental en el que se despliega el emparejamiento. El decaimiento de ingresos eleva los índices de polución en la biodiversidad sentimental. Se habla mucho de precariedad laboral, pero muy poco de todas las precariedades que incuba y que tarde o temprano surgen en cascada alterando la situación humana. La precariedad económica permeabiliza en todos los ámbitos y se convierte en generadora y receptora de otras precariedades de similar corrosión. No es gratuito que el sociólogo Richard Sennet titulara su obra sobre la huella  del capitalismo en el ser humano como La corrosión del carácter. En una entrevista en El País el propio Sennet se refería a las vidas precarias y amenazadas como «vidas sin columna vertebral». A este mundo Zygmunt Bauman lo denominó mundo líquido. Un lugar en el que no hay suelo firme que pisar. Tampoco lo hay para el amor que florece en este ecosistema, al que Bauman bautizó con imbatible acierto como amor líquido. Las vidas discontinuas que alumbra el precariado no permiten proyectos que no sean también discontinuos y por tanto abocados, incluso de manera indeseada, a la fragilidad y la caducidad. Esta es la tesis que sostiene la periodista y experta en finanzas Cristina Vallejo en su detallado y sólido artículo Amor líquido en tiempos de paro y precariedad (ver). 

Otra de las causas que convierte al amor en víctima es la obsolescencia programada en la pareja, que reproduce la inserta en los objetos por el modelo productivo. Al dar por hecho que la relación tiene un breve ciclo de vida útil, se invierte poco en ella ante el miedo a no amortizar la inversión, y por tanto se recibe también poco de ella, puesto que se la encierra en una perversa profecía autocumplida, lo que invita a zanjarla para iniciar otra con la que acaso se obtengan mayores réditos. He aquí el capitalismo como lógica internalizada en los afectos contemplados como un negocio más, y los efectos del sistema productivo en nuestros hábitos que nos exhorta a fijarnos en experiencias de consumo que nos faltan en vez de disfrutar de las que tenemos, lo que llevado a la relación provoca desdicha y su paulatina banalización. Aunque el amor sea líquido, o mercurial, como señala José Antonio Marina, el amor nos sigue doliendo. En el fantástico ensayo Por qué duele el amor Eva Illouz defiende que el acontecimiento del amor continúa siendo lo que más enraíza con nuestro ser y por tanto cuando una relación se rompe se sufre como una de las dos o tres experiencias más trágicas y desgarradoras de la existencia. De ahí la necesidad de pensar modos de organizar la vida en la que podamos darle al amor lo que el amor necesita. Como lo contrario de la racionalidad no es el sentimiento, sino la estupidez, necesitamos pensamiento reflexivo y ético para combatir guiones estultos del amor, vindicar modelos de vida que fortalezcan los afectos, y pedagogías y acciones para aprender a querernos mejor. Final Feliz colabora con su crudeza y su tristeza a reflexionar en torno a cómo conseguirlo.



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