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martes, marzo 16, 2021

La pedagogía pandémica un año después

Obra de Milagros Chapilliquen Palacios

Se cumple un año de la declaración del Estado de Alarma Social. Recuerdo perfectamente el 14 de marzo de 2020 en el que el Ejecutivo anunciaba quince días de confinamiento domiciliario, restringía la movilidad, paralizaba toda actividad no esencial. Entonces el término confinamiento domiciliario no existía, porque no figuraba ninguna otra variedad confinada de las creadas más tarde (confinamientos perimetrales, o confinamiento duro, por ejemplo), pero tampoco existían otras palabras que ahora decoran de un modo protagonista la conversación pública. Desde aquel día el confinamiento fue prorrogándose hasta cumplir varios meses, y en ese tracto de tiempo inventamos léxico con el que nominar y entender una realidad inédita y por tanto todavía desempalabrada. Aquella primera semana de reclusión vaticiné erróneamente que iba a sufrir el aplastamiento de un alud de tiempo homogéneo y plomizo. Tomé la determinación de duplicar la publicación de estos artículos para balsamizar y pautar los días. A mi cita creativa de los martes sume la de los viernes. Mi idea era instrumentalizar la clausura y mantener esta duplicidad hasta que el confinamiento periclitara. Aquellos textos dibujaban una línea temática y cronológica tan perfectamente marcada que dieron lugar al libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento. La idea era deliberar y escribir en torno a la experiencia confinada y pandémica, pero hacerlo desde el propio régimen de reclusión. Se trataba de eludir la desviación retrospectiva, la tendencia a examinar acontecimientos pretéritos utilizando la información presente que sin embargo era del todo inexistente cuando ocurrieron los hechos escrutados. Si algo aporta la existencia de este ensayo, es su confabulación contra la tergiversación y la desmemoria. Los textos que lo conforman fueron escritos en absoluto tiempo real durante el encierro domiciliario sin saber inicialmente que acabarían depositados en una obra. Realmente no escribí un libro. Me encontré con que había escrito un libro sin darme cuenta. 

El confinamiento no zanjó el mundo, ni detuvo el tiempo, como he escuchado tantas veces estos conmemorativos días. Remansó el latido del mundo y vació de muchas tareas los días acostumbrados a estar sobrecargados de ellas. Provocó la suspensión momentánea de una elevada parte del tiempo destinado a producir, y por tanto se irguió en un espacio idóneo para infiltrar pensamiento con perspectiva. Si pensar consiste en interrumpir el mundo para sentirlo y comprenderlo mejor, resultaba imposible no pensar cuando el mundo se había enlentecido y los días se presentaban con una masa excedente de tiempo. El título del libro de Boaventura Sousa de Santos, La cruel pedagogía del virus, señala muy bien la condición propulsora de reflexividad que ofreció el escenario coronavírico. La pandemia y la imposición  de recogimiento ofrecían idoneidad para reapropiarnos de las preguntas relevantes, desarrollar artesanía deliberativa en torno a la multiplicidad de modos de habitar la vida. La interrogación más interpeladora de todas las existentes es aquella que nos plantea cómo queremos vivir. Si no nos formulamos estas preguntas, si solo aspiramos a recuperar las formas de vida precoronavíricas, me temo que no estaremos metabolizando como aprendizaje todo lo que nos está enseñando la pandemia.

No puedo por menos de poner aquí en entredicho ciertas narrativas en las que se romantizó el confinamiento. Recuerdo que en una entrevista me preguntaron por la fragilidad contemporánea que suponía quejarnos por tener que permanecer encerrados en nuestras casas, lo que comparando con quienes habían padecido una guerra develaba en todos nosotros una infantilización  preocupante. Mi única respuesta es que hubo muchos confinamientos dentro del confinamiento, y homogeneizarlos era releerlos de una manera equívoca. En mi caso pasé un confinamiento amable y nutricial, repleto de eventos transformadores, a pesar de que mi agenda laboral e ingresos se evaporaron, sufrí el contagio y enfermé. Otras reclusiones fueron muy dolorosas. Mucha gente habitaba en diminutas infraviviendas, padecía hacinamientos, entreveía horizontes laborales tenebrosos, se sabían afectados por expedientes de regulación temporal de empleo, por la inminente ausencia de dinero, por la corrosión del carácter que ocasiona la precariedad, por la implosión de conflictos, por la muerte de seres queridos. La heterogeneidad confinada nos hablaba de muchos tipos de confinamiento, pero sufrimos el sesgo del falso consenso. Creer que a los demás le ocurría más o menos lo que a nosotros. 

El confinamiento enfatizó los nexos al aislarnos en nuestros hogares y atrofiar la vinculación social. La existencia se presentó como un objeto desencajado al ser privada de socialización. La deflación afectiva nos delató como animales sentimentales, nos hizo añorar los abrazos que no nos podíamos dar y la tactilidad con la que el cuerpo deletrea los afectos, aunque en el análisis conviene no olvidar que en muchos domicilios una inflación de vínculo provocó también hartazgo, debilitamiento y la retirada transitoria o definitiva del propio nexo. La reclusión pandémica verificó la sociabilidad insociable del animal humano postulada por Kant. Una lección que no deberíamos desdeñar. 

El brote viral atacó nuestra relación con el empleo, el consumo, los hábitos de ocio y la convivencia, pero sobre todo nos comunicó con franqueza descarnada que somos un cuerpo. En un mundo tecnocientífico y pantallizado se nos olvida con demasiada facilidad que somos un cuerpo frágil, vulnerable y mortal. A mí me provocó mucha estupefacción leer aquellos días que el coronavirus nos había devuelto la mortalidad, como si hubiese habido algún momento en que nos hubiéramos emancipado de ella. El virus recepcionaba en el cuerpo para atacarlo. En mi caso sufrí ese ataque y reconozco que hubo varias noches en las que sentí miedo porque mi cuerpo se mostró inerme y muy baqueteado por el virus. Experimenté en pleno confinamiento que la vulnerabilidad es consustancial al ser humano, pero sobre todo sentí muy vívidamente que lo contrario de la vulnerabilidad no es la fuerza, es su aceptación para urdir estratagemas colectivas implicadas en el cuidado y en la conciencia de interdependencia. Creo que es la mayor pedagogía de la pandemia. No sé qué nuevas realidades nos traerá el mundo postcoronavírico. Sí sé qué condiciones sentimentales y discursivas son las más propicias para que entre todas y todos intentemos levantar realidades más plenificantes y dignas. Ojalá vayamos incorporando las enseñanzas de la pandemia a nuestra agenda. Que nos obliguemos inteligentemente a que tanto sufrimiento no sea en vano. 

 

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martes, octubre 27, 2020

Un nuevo sentimiento: la tristeza covid

Obra de Solly Smook

Empiezo a comprobar que la tristeza que produce la enfermedad covid-19 originada por el virus cov-2 se demarca muy bien de otras tristezas conceptualizadas meticulosamente según su intensidad, su frecuencia y su polinización con otros sentimientos. La vegetación nominal de la tristeza es muy frondosa. Pocas experiencias de la agenda humana atesoran tantas ramificaciones y por lo tanto una arborescencia lingüística tan selvática y espesa. En el lenguaje cotidiano solemos reducir esta inmensa panoplia de conceptos a expresiones que difuminan la vivencia y la muestran desposeída de pormenorización: «me encuentro un poco tristón», «estoy de bajona», «no tengo buen día», «estoy depre». Son expresiones que no detallan nada. Las experiencias tristes son tan vastas que hemos inventado un copioso repertorio léxico para aclarar minuciosamente en cuál de todas ellas estamos inmersos y brindar puntos cardinales y orientación a nuestro mundo afectivo. La melancolía es una vaga tristeza mezclada con minúsculos porcentajes de alegría que brota al recordar un tiempo pasado reconfortante. En su ensayo La melancolía en tiempos de incertidumbre, Joke J. Hermsen explica que «la melancolía no es la alegría ni la tristeza, es algo que marida esas dos sensaciones». La nostalgia es una pena leve que se despereza al escrutar aquello que una vez fue, pero en ocasiones también irrumpe cuando evocamos lo que no sucedió. La amargura detona la corrosión del carácter, por citar el elocuente título del ensayo de Richard Sennet. Es una tristeza acre e intensa que se expande por el entramado afectivo y contamina de insatisfacción cualquiera de las evaluaciones que nos van constituyendo como individuos irreemplazables.

La decepción es un quiebro a las expectativas depositadas en alguien (incluidos nosotros) o en algo cuya constatación nos entristece. La pesadumbre es una desazón que pesa tanto que encorva el ánimo y entorpece el deambular ágil que la vida solicita para ser vivida bien. La depresión es una aflicción prolongada y profunda que se ancla en la brumosidad del ayer para abismarnos y ensimismarnos, un exilio interior que desatiende tanto todo lo exterior que propende a la inacción y la parálisis. Si la depresión transparenta un exceso de pretérito, la ansiedad acusa recibo de una sobreabundancia de futuro. La angustia es una aleación de amedrentamiento y desánimo causada por algo que sortea los radares afectivos, un punto ilocalizable e indeterminado que sin embargo nos determina y nos residencia estacionalmente en un miedo y una congoja que susurran continuamente su presencia. La frustración nos desarraiga de nosotros mismos cuando se malogran nuestros sueños. El duelo es el dolor que nos provoca la muerte de un ser querido, pero también la pérdida o la ruptura traumática de un proyecto afectivo, creativo, o monetario. Estamos abatidos cuando nuestro ánimo ha sido golpeado y doblegado por la realidad. Estamos atribulados cuando de forma reiterada esa misma realidad nos atormenta al negarse a conceder derecho de admisión a los planes que confieren sentido a nuestra vida. Y estamos desolados cuando la aflicción que nos asedia es extrema.

Frente a esta pluralidad de tristezas, la tristeza covid alberga como mayor seña de identidad la reducción de nuestra capacidad proyectiva y el entumecimiento de nuestra existencia. El ser humano es memoria y proyección, y si se anula o restringe una de estas dos dimensiones se fractura su constitución. Si el mundo precoronavirus era líquido (como lo diagnosticó Bauman), el mundo coronavírico es gaseoso. La ausencia de planes, o la incapacidad para que abandonen el estado vaporoso, multiplican la ya de por sí consustancial impermanencia del mundo. A pesar de que la tristeza covid despierta un sentimiento de vida incompleta, trae en su dorso una lectura que invita al optimismo. Si estamos abatidos colectivamente porque la pandemia restringe todas las dimensiones de la vida salvo la laboral para quien tiene empleo (aunque la hace muy subsidiaria de las limitadas pantallas), entonces la pandemia demuestra con instructivo empirismo que aumentar cada vez más los tiempos de producción (y sus anexos, los de la cualificación) en detrimento de los tiempos afectivos es una torpeza civilizatoria. El escritor y matemático Paolo Giordano en su opúsculo En tiempos de contagio defiende que «la epidemia nos anima a pensar en nosotros mismos como parte de una colectividad. Somos parte de un único organismo; en tiempo de contagio volvemos a ser una comunidad». Unas líneas después remacha esta idea: «En 2020 hasta el ermitaño más estricto tiene su cuota mínima de conexiones». Ojalá la tristeza covid nos empuje a repensar y ampliar colectiva y políticamente el significado del cuidado al comprender mejor que formamos irrevocable parte de una tupida red de conexiones y dependencias. El nuevo escenario necesita ingentes cantidades de reflexión valiosa. Aprovechemos la enorme utilidad instrumental que supone que la tristeza todo lo que toca lo convierte en alma.



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