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miércoles, junio 15, 2016

Todo lo hacemos para que nos quieran


Obra de Harding Meyer
Nos cuesta aceptarlo porque cuestiona por completo esa idea del pensamiento positivo que nos señala como sujetos autosuficientes, pero nos pasamos la vida intentando recolectar cariño y reconocimiento. A veces lo conseguimos, a veces no, y en esa actividad ubicua y pendular transcurre el lance de vivir. Somos seres en falta, seres que necesitamos a los otros para ser nosotros, para que nos suministren ese afecto que evita que devengamos en sujetos destartalados. Somos el ser que habita en nuestras palabras, en ese diálogo inagotable entre el yo que habla y el yo que escucha, pero esas palabras se convierten en un territorio insular y claustrofóbico si no hay unos tímpanos atentos con quien compartirlas. Emilio Lledó recalca que somos indigentes por la sencilla razón de que necesitamos de lo otro y de los otros. Esta indigencia será vitalicia, habitará permanentemente en nuestro cerebro y nos convertirá de por vida en mendigos de cariño y aprecio.

Quizá nos avergüence asentirlo, quizá afirmarlo públicamente nos convierta en seres dependientes y por tanto fácilmente vulnerables, pero el principio rector de lo que hacemos y de lo que no hacemos no es otro que el que nos quieran y nos aprueben. La conducta de los niños, que no dejan de ser una versión miniaturizada y culturalmente menos neutralizada de nosotros mismos, lo corrobora de manera irrefutable. Cada vez que un niño hace algo especialmente valioso delante de otros, su primer gesto consiste en buscar la aprobación y el aplauso de alguien que sea una autoridad para él. Este tropismo se instalará para siempre en sus interacciones, una inercia depositada en los circuitos neuronales que vincula con el deseo de encontrar bienestar psíquico a través de la producción de afecto y filiación, o la zozobra de no hallarlo en su derredor.  Podemos hacer cosas para sentirnos bien con nosotros mismos, pero si vamos a la estancia más profunda de nuestro yo nos encontraremos con la sorpresa de que allí no vive nadie que responda por nuestro nombre, pero sí por el de otros que con sus ires y venires han ido tejiendo nuestra biografía hasta convertirla en un nudo de relaciones e intercambios. Buscamos amparo, abrigo sentimental, protegernos del relente de la soledad, y por eso intentamos compartir aquello que consideramos que habla bien de nosotros. En la cosa aparentemente más banal estamos haciendo méritos para conseguir cariño, o para no perderlo. Para que en esa estancia a la que me refería antes habite alguien. Alguien que nos responda cuando preguntemos.

Cualquiera de nosotros lleva toda su vida actuando así, incluso los que no han llegado a inteligirlo y creen que la motivación última de sus actos reside en otros aspectos alejados por completo de lo más singular del alma humana. Aunque mucha gente crea que realiza tareas para autorrealizarse, o para sacar filo a sus habilidades, o para sentir la estimulante eficacia comprobada, o para colmar una visión, y todas esas cosas periféricas con las que el neolenguaje empresarial ha colonizado nuestro imaginario, todo lo que uno hace en la vasta geografía de la economía comportamental acaba subordinado a algo tan simple pero tan nutricio como que los demás nos quieran. Enmascaramos nuestras prácticas sociales bautizándolas con nombres rimbombantes, pero finalmente tanta advocación equívoca se reduce a que alguien se sienta orgulloso de nosotros y desee compartir su afecto con el nuestro. Detestamos el entumecimiento afectivo que nos desposee de nuestra condición de personas y nos va mineralizando por dentro poco a poco. Orientamos nuestras tareas hacia un resultado, y el único resultado que no se subordina a ningún otro es que nos quieran. Este deseo no se extingue jamás, pertenece a ese catálogo de deseos que, como canta mi admirado Battiato, «no envejecen a pesar de la edad».

Hacemos algo valioso para que alguien nos preste atención y nos considere interesantes, y así surja esa sustancia mágica que se cuela entre las personas que se aprecian. El afecto es ese vínculo invisible que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas. Somos cazadores/recolectores de afecto porque él es el auténtico salteador que desvalija las fatalidades de la vida y multiplica sus goces. Anhelamos la conectividad, el calor que emana de las relaciones plenas, el aprecio de los demás, el sentimiento de pertenecencia a una comunidad de iguales. Ahora bien, si esa necesidad de reconocimiento es embriagadoramente obsesiva entonces nos podemos convertir en vanidosos. Si además de recolectar alabanzas se las negamos a los demás, nos volveremos soberbios. Si verbalizamos inmoderadamente los elogios cosechados o los autoatribuidos tropezaremos con el horrible narcisismo. Si nuestro yo no deja espacio para que se exprese otro yo, nos convertiremos en egocéntricos o en egotistas. Instrumentalizaremos el cariño y el reconocimiento para escalar puestos en la cotización social, para ostentar nuestra opulencia, para degradar el aprecio en competición por el estatus y los galones. Parecerá antitético, pero son precisamente estas conductas desmesuradas las que delatan al mendigo que somos por naturaleza.



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jueves, marzo 17, 2016

El bienestar y el bienser



Obra de David Jon Kassan
Hacía mucho tiempo que no escuchaba o leía la expresión bienser. Recuerdo que en la Facultad de Filosofía mi profesor de Estética cada vez que hablaba de bienestar citaba el bienser. A pesar de que son dos conceptos que deberían yuxtaponerse, él siempre los contraponía. Aquel profesor era un señor muy austero, pertenecía a una orden religiosa, llevaba una rígida vida monacal, acumulaba cuarenta años levantándose todos lo días a las cinco y media de la mañana para escribir en su celda sus reflexiones, y le enojaba que la palabra bienestar hubiera eliminado de la retórica social la mucho más importante palabra bienser. En mi diaria lectura matinal hoy me he vuelto a encontrar con este término. Estaba repasando un ensayo de Adela Cortina cuando en un determinado momento la autora y profesora cita de soslayo la relevancia del bienestar y el bienser.  Resulta curioso echar la vista atrás y comprobar que tanto en los momentos de eclosión como de normalización de la crisis financiera apenas se haya oído hablar de este binomio conceptual que configuran el bienestar y el bienser. Para alguien que defiende la necesidad de una ética de mínimos (justicia) como condición insoslayable para una ética de máximos (felicidad), es entendible que el bienestar actúe como prerrequisito del bienser. Por eso provoca perplejidad que en la última década se subraye insistentemente el paulatino deterioro del bienestar, pero apenas se cite el adjunto deterioro del bienser. El imperativo biológico del dinero, encarnado en la crisis financiera de 2008 y en todas las crisis incubadas a lo largo de la historia , demuestra que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las prioridades que dan sentido a la vida. Dicho con jerga económica: en el nudo de interacciones que es la realidad, la deflación del mundo ético trae anexionada una inflación de los valores financieros, y viceversa. Es imposible que crezca la titularización de valores económicos si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Basta con estudiar crisis precedentes para advertilo. La de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII fue la primera consignada, pero es tan paradigmática y tan increíblemente rudimentaria y absurda que se torna muy diáfana. Desde entonces siempre se repite el mismo patrón. Crisis de valores, festín de especuladores.

El bienestar es el conjunto de cosas  necesarias para vivir bien. Consistiría en el acceso a la educación y la sanidad, empleo, subsidio por desempleo, disfrute de bienes culturales, prestaciones sociales, ayuda a la dependencia, seguridad social, jubilación. Este listado no es una ocurrencia momentánea, es un resumen de los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el epítome de lo que se entiende (y así lo adoptaron la mayoría de los países miembros de la ONU) como los mínimos sin los cuales no es posible una vida digna. El bienser no figura en el diccionario de la Real Academia. Como cada uno de nosotros somos aquello que quedaría en el supuesto de perderlo todo, podemos definir el bienser como el conjunto de sentimientos y conductas que convierte en valiosos a los sujetos y cuya ejemplaridad mimetizada nos mejoraría en la vitalicia tarea de ser personas. Serían los valores éticos y los valores  personales que consideramos más adecuados en nuestras vidas y en la de nuestros congéneres para que convivir fuera una experiencia de la que enorgullecernos. En los años precrisis se comprobó cómo el bienestar y el bienser entablaron una picajosa relación de vasos comunicantes. El bienestar es primordial para el bienser, pero se verificó que si el bienestar es muy elevado, el bienser se estupidiza al competir por la estima social a través de la comparación del consumo adquisitivo. Por el contrario, si el bienestar flaquea y no alcanza el mínimo, el bienser se desarticula aceleradamente. Surge la pobreza material y todo lo que trae en su anverso y reverso: ausencia de formación, carestía de recursos, depauperización del horizonte vital, cancelación de todo proyecto de autorrealización, defunción de cualquier plan de vida que no sea sobrevivir. El bienestar convertido en compulsiva competición por el reconocimiento social a través de la demostración de la capacidad de sufragar necesidades creadas convierte al bienser en una caricatura. La eliminación del bienestar arroja al bienser a la jungla de la supervivencia.



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