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martes, febrero 20, 2024

Juzgar con benevolencia

Obra de Eva Navarro

En este espacio he sostenido en numerosas ocasiones la sabiduría que albergan las expresiones populares, cómo el lenguaje coloquial condensa en una sucinta locución el magisterio milenario de la experiencia humana.  «Ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio» indica la tendencia a sobrestimar los factores personales y desdeñar los circunstanciales cuando dilucidamos el comportamiento de los demás. Se trata de un sesgo bautizado como error de atribución. A las personas que queremos (y a nosotros mismos, si nuestra autoestima no está muy deteriorada)  les atribuimos condicionantes situacionales para comprender por qué han actuado de un modo concreto en una situación dada, y sin embargo para el mismo cometido valorativo adjudicamos condicionantes disposicionales vinculadas con el carácter y la actitud a aquellas personas que no conocemos o que, a pesar de su familiaridad, no nos caen especialmente bien. Resulta muy llamativa la evidente contradicción. En nuestros análisis asignamos a las personas desconocidas factores personales que requerirían copiosa información y mucha vida vinculada. Por el contrario, cuando valoramos el comportamiento de las personas que sí conocemos y con las que tenemos forjados lazos afectivos, restringimos y subestimamos el concurso de su carácter y sus hábitos, y se lo transferimos al influjo del contexto, la situación, los roles, el siempre sinuoso e impredecible periplo biográfico. Desde nuestra condición de observadores, consideramos a las personas desconocidas como autoras exclusivas de sus actos. En cambio, a los seres queridos les adscribimos coautoría, dado que admitimos la intervención de las circunstancias en sus vidas (y en las nuestras). 

En esta inercia hay arraigada una disposición sentimentalmente fascinante. En los juicios sumarísimos ejecutados apresuradamente somos personas bondadosas con quienes nos anuda el afecto, y somos descuidadas o insidiosamente arbitrarias con quienes no hay cariño, o con quienes nos vemos involucradas en interacciones patrocinadas por el azar. En el pormenorizado ensayo En la piel del otro. Ética, empatía e imaginación moral, la profesora Belén Altuna denomina benevolencia atributiva a esta tendencia que procura que nuestro círculo empático salga bien parado en la formulación de nuestros juicios sobre su forma de conducirse ante un hecho concreto. Esta benevolencia tiene diferentes sinónimos. Adela Cortina la bautiza como razón cordial. Josep Maria Esquirol se refiere a algo análogo bajo el paraguas nominal de mirada atenta. En el libro El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza tuve la procacidad de conceptualizarla como bondad discursiva.  El habla popular la nomina buena voluntad, o buena fe, o la concesión del beneficio de la duda mientras no dispongamos de información suficiente para ahondar en nuestro análisis. Agrego aquí que casi nunca tenemos esa información a nuestro alcance, porque si en una demasía de ocasiones zanjamos ser seres enigmáticos para nosotros mismos, resulta intelectualmente deshonesto admitir que los demás, incluidos a quienes vemos por vez primera o a los que jamás hemos desvirtualizado, sí son sin embargo transparentes y cognoscibles.

Emilio Lledó es autor de una preciosa definición de bondad que vincula con esta benevolencia atributiva: «la bondad es el cuidado en el juicio y en el comprender al otro». Aristóteles definía la bondad como la determinación de la voluntad para hacer bien a los demás, pero se puede incluir la función adicional de juzgarlos bien. La bondad discursiva a la que me refería en el párrafo anterior es la predisposición a poner nuestra atención a disposición de la otredad para escucharla, entenderla y observarla desde la adopción de su perspectiva y su testimonio. En un sinfín de cursos de resolución de conflictos se pone énfasis en el aprendizaje de habilidades comunicativas para que quienes comparten un problema puedan resolverlo sin hacerse daño. Estas habilidades devienen en recursos estériles si no llegan escoltadas por la bondad discursiva, aquella que no desdeña inferir factores ambientales  y estructurales cuando se pretende escudriñar el comportamiento de personas apenas conocidas, o con quienes la aleatoriedad nos ha hecho coincidir en un sucinto lapso de tiempo. Y no desdeña estos elementos de juicio porque la persona concernida por la bondad discursiva puede imaginárselos. Sin imaginación la bondad no irrumpe en el entramado afectivo. No sabemos qué batallas se están librando en el cerebro de la persona con la que el azar nos ha cruzado, pero podemos imaginarlas, bien poniéndonos como ejemplo, bien trayendo el de otras personas que sí conocemos y cuyas contiendas nos son consabidas. El habla popular dice que «Quien a otro quieres juzgar, en ti debes comenzar». Se puede parafrasear este aserto y orientarlo en la dirección de este artículo. «Quien a otro necesitas imaginar, en ti te debes inspirar». Es el primer paso para desplegar benevolencia. Bondad. Mirada atenta. Razón cordial.


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martes, junio 13, 2023

Ser una persona crítica no es ser una ofendidita

Obra de Jarek Puczel

Llevamos padeciendo un tiempo en el que se ha prodigado tildar de ofendidita a la persona que rechaza afirmaciones misóginas, machistas, de odio a lo lgtbq+, etaristas, capacitistas, xenófobas, aporofóbicas, expresadas en comentarios banales o jocosos y por lo tanto aparentemente inocentes y desideologizadas. Escribo aparentemente porque cualquier enunciado vertido en la conversación pública deviene mirada evaluativa sobre la vida compartida, un posicionamiento que jerarquiza valores y aplaude una forma de estar y actuar en el mundo en demérito de otras. Cada persona es una perspectiva del universo, escribió Ortega, y cada persona comparte discursivamente esas perspectivas desde el momento en que elige de qué hablar y cómo hablarlo. Ocurre que al compartir ideas y aseveraciones se crea realidad, puesto que las palabras son inusitadamente performativas, y esta capacidad creadora del lenguaje debería exacerbar nuestra responsabilidad cada vez que decidimos empalabrar el mundo. Nuestra escasa alfabetización discursiva nos alienta a que en muchas ocasiones repelamos la crítica que recibimos a estos comentarios escudándonos en que se trata de nuestra opinión y que por tanto merece ser respetada, equiparando el derecho a opinar con la aprobación del contenido de la opinión. Hay opiniones que incitan al odio, a la violencia, a la discriminación, que no solo merecen crítica, sino que se ha consensuado tipificarlas como delito tras gravosas disposiciones históricas. 

Desgraciadamente a quienes hacen activismo por un mundo más decente y más llevadero se les adjetiva de un modo que supone su ridiculización. Además del ofendidito (dícese de quien diverge y no acepta comentarios ofensivos diseminados en la conversación de una forma trivial), hay que agregar en el plantel de estas burlas al buenista (quien en sus análisis fija su atención en la bondad que hay en el mundo y trata de cultivarla y difundirla asumiendo que es así como más eficazmente se reduce la presencia del odio y la crueldad), al iluso (quien desgrana estrategias de mejora y ofrece posibilidades de cambio frente a la enmienda a la totalidad de la fácil e inoperante perspectiva drástica), al neocensor (quien señala la brutalidad que encierran ciertos enunciados verbalizados en la inanidad de lo cotidiano), al neopuritano (contraviniendo su significado prístino, pues ahora no es quien trata de imponer una única moral, sino que se escarnece de neopuritano a quien defiende la pluralización de formas de inscribirse en el mundo y el respeto que se merecen incluso por quienes moralmente no las comparten). Todos estos adjetivos descalificativos fomentan una desorientación conceptual que ha arraigado en los imaginarios. A la persona buenista se la liga con la estupidez (quién no ha escuchado alguna vez la aserción «es una persona tonta de puro buena»), a la ilusa con la irracionalidad, a la que protesta con la psicológicamente pusilánime, y a la que iza la crítica con la condición de persona picajosa. 

En el opúsculo Ofendiditos, Lucía Litmaer esclarece que «ofendidito es el diminutivo para mofarse de quien se siente ofendido», pormenoriza que se tilda así a «aquel que tiene el gatillo fácil para la indignación generalmente ante el abuso de lugares comunes o el ataque a causas minoritarias», para concluir que «el señalamiento al moralista “ofendidito” en realidad no hace otra cosa que ocultar interesadamente la criminalización de su derecho, de nuestro derecho como sociedad a la protesta». Tachar de ofendidita a una persona es desactivar la potencia de la protesta rebajándola a la inocuidad de la queja. Tendemos a considerar a la persona que se queja como susceptible, hipersensible, melindrosa, pejiguera, de piel final, tiquismiquis, quisquillosa, alguien que las coge con papel de fumar, e incluso, en el delirio discursivo, como intolerante. Confundir el despliegue de cuestionamiento crítico con melindrosidad aboca a una sociedad abierta y democrática a su devaluación,  y quién sabe si también a su necrología.

Cuando se desaprueba un comentario por ignominioso o por simple mal gusto, el emisor de la ofensa tacha de ofendidito a quien le ha reprobado y logra migrar de ofensor a ofendido sin que en el proceso intermedie deliberación alguna. Estamos delante de una de las miles de acrobacias que permite el lenguaje. Este ardid verbal alberga el propósito de deslegitimar la crítica e infantilizar la protesta. El profesor Gonzalo Velasco Arias ofrece una definición de la protesta en su fantástico y pedagógico ensayo Pensar la polarización: «La protesta es una forma de control cívico y epistémico ante la circulación de malas creencias, malos hábitos, y por lo tanto perpetuaciones discursivas y subjetivas de la discriminación y la injusticia». La protesta es, además de un derecho, una herramienta de una eficacia portentosa en entornos deliberativos y democráticos en los que se admite la falibilidad de los argumentos y por tanto la necesidad de entablar diálogo perpetuo con otros argumentos para encontrar evidencias mejores que aquellas en las que estamos alojados ahora mismo. Civilizamos nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento ético gracias precisamente a que otras personas más atentas y más cuidadosas con otras realidades nos corrigen y nos señalan argumentativamente nuestros puntos de mejora epistémica. Lo contrario es el estancamiento. O la regresión. 


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martes, septiembre 27, 2022

El ser humano es el ser que puede dialogar

Obra de Ivana Besevic

La base que propicia la singularidad con la que nos engalanamos las personas es que afortunadamente unas y otras podemos pensar de manera muy diferente. Albergamos perspectivas y valoraciones muy dispares del mundo y de la forma de vivirlo y organizarlo. Sin embargo, la convivencia a la que indefectiblemente estamos abocados nos alerta a dialogar para crear el espacio compartido donde nuestra vida se hace vida humana. Aristóteles definió al ser humano como el animal que habla, pero este rasgo distintivo devendría superfluo si no fuéramos el animal que además de hablar puede dialogar, y por tanto también puede y debe escuchar. La filósofa brasileña Marcia Tiburi  epitomiza de un modo brillante esta ventaja evolutiva: «El diálogo es el elemento que constituye lo común». El diálogo no solo es una herramienta constituyente, también es transformadora a través de una miríada de nexos con las alteridades cuyos procesos no se clausuran jamás. Hablar es un evento político porque la palabra permite crear el espacio en el que el tú y el yo se yerguen en la primera personal del plural. A mis alumnas y alumnos esta idea les llama mucho la atención porque rara vez se han detenido a reflexionar acerca del material del que está construido ese nosotros común y participado sin el cual es imposible acceder a la vida que estamos viviendo. Gracias a su capacidad alumbradora, el diálogo puede levantar las instersecciones en las que nos constituimos y nos habitamos. También ocurre a la inversa. Cercenar la voz del otro al silenciarla, desoírla, negarla, apartarla, caricaturizarla, menospreciarla, ridiculizarla, o tergiversarla a propósito, supone la supresión de la política, «la capacidad humana  de crear lazos comunes en nombre de la buena convivencia entre todos», en certera definición de Tiburi. No dialogar con quien anticipamos que no piensa igual supone la fragilización de la convivencia. Cuando la convivencia se retrae, crecen las posiblidades de la violencia.

Cada vez que me sumerjo en el estudio del diálogo, compruebo que quienes lanzan loas a favor de su empleo suelen pasar por alto la creación de condiciones para decantarnos por su uso, o para que ese diálogo elegido pueda ejercerse de un modo eficiente. Estas condiciones son prominentemente éticas y afectivas (y por tanto también sociales y materiales), no solo comunicativas. Conocer los dinamismos del diálogo no nos hace más dialogantes, poseer disponibilidad ética y sentimientos de apertura al otro, sí. De cuáles sean nuestros afectos más prevalentes derivará cómo será nuestro proceder. Los sentimientos de clausura al otro (el odio, el miedo, la iracundia, la susceptibilidad, la desconfianza, la envidia) instan a la cancelación de la posibilidad de pensarnos en común. Cuando los sentimientos de clausura presiden nuestra subjetividad, el otro es un enemigo, una amenaza o un obstáculo, y se sabotea la oportunidad de tratarlo como un sujeto de derechos y un interlocutor necesario para la construcción de horizonte mancomunado. Los sentimientos de clasusura convierten la disparidad en anatema, lo distinto en conminación, el disenso en declaración de guerra. Así es imposible dialogar, y al no dialogar estos sentimientos de clausura se enraízan. Entraríamos en un peligrosísimo círculo vicioso.

La aceptación del otro cuya interlocución es tan legítima como la propia solo es factible cuando comparecen los sentimientos de la atención, que podemos conceptualizar en bondad, consideración, respeto, cuidado, afecto, generosidad, alegría. No se trata de dialogar solo para la elaboración de consenso, sino establecer este hábito ético para aceptar la existencia del disenso y aprender a relacionarnos amablemente con su presencia. Que no interpretemos la discrepancia como una agresión personal, ni la utilicemos para justificar comportamientos irrespetuosos. Se trata de comprender la disparidad (siempre que en ella se respeten los Derechos Humanos) que hace que cada vida humana sea incanjeable, y el deber de incorporarla en el marco de nuestras deliberaciones. No todas las personas pensamos lo mismo de las mismas cosas, y ese es el motivo de tener que deliberar en torno a cuáles son las más convenientes según qué propósitos. De esta constatación nació la política, la disciplina destinada a pensar y articular la conviencia para vivir mejor al unísono. La incorporación del disenso en nuestros esquemas de aprendizaje solo es posible con amabilidad y bondad discursiva. Lo que quiero decir es que solo podemos dialogar cuando afectivamente estamos dispuestos a dialogar. Tengo un amigo que en más de una ocasión me ha confesado que «no sé si soy dialogante, lo que sí sé es que quiero serlo». Esta disposición es de cariz sentimental, opera al margen de si nuestras competencias dialógicas son sólidas o quebradizas. Como inquilinos de sociedades cada vez más plurales y heterogéneas, acucia proveernos de afectos proclives al diálogo, a esa porosidad en la que los argumentos del otro son el nutriente de nuestros argumentos, y a la inversa, en un proceso siempre inacabado. Renovar nuestra relación con el diálogo supone reinventar afectivamente nuestra relación con la alteridad.

 
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