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martes, diciembre 04, 2018

La mirada no habla, pero dice y hace


Obra de Daliah Ammar
Existe un inequívoco paralelismo entre la mirada y la palabra. Son dos formas de expresarse, aunque la una sea silente y la otra lingüística. En el lenguaje coloquial se suele decir que la mirada habla. Yo me adhiero a la idea de que más que hablar, la mirada dice, porque para hablar necesitamos decir, pero para decir no es necesario hablar. Agazapados en el fulgor acuoso de los ojos existen un vocabulario, una gramática y una semántica que permiten la comunicación interindividual sin necesidad de proferir ningún sintagma. La mirada es un contacto sin tacto. No es que sea un contacto tosco o indelicado, que sin embargo puedo serlo si se desea utilizar la mirada como forma de agredir, sino que es un contacto en el que no participa el sentido del tacto. La mirada no palpa, observa, aunque la observación no deja de ser un palpar de los ojos que se van posando allí donde colocamos la atención con el fin de combatir nuestra ignorancia o revalidar nuestro conocimiento. El sentido de la vista nos permite ver lo que está fuera de nosotros y por tanto descentralizarnos, una operación sustantiva para muchas experiencias sentimentales. Los ojos nunca se tocan con otros ojos, pero sí colisionan, y el resultado de este choque es una intersección de vida, el punto en que dos seres humanos se anudan aunque no intercambien aire semántico encapsulado sintácticamente. En la interacción humana, el primer contacto que entablamos con nuestros congéneres es ocular, aunque la visual recogida de datos esté sobrecargada de juicios anticipatorios con los que nuestro cerebro intenta atajar la incertidumbre. Inopinadamente nos afaenamos en ver, deducir, discriminar, comparar, segregar, clasificar, estratificar, adjetivar, ubicar. La primera percepción que nos llega de la otredad es su cuerpo, la superficie de su corporeidad coronada en la cara con la que entrechoca nuestra mirada. Hasta que el otro no se narre y se explique con la maquinaria verbal, los recursos informativos serán exclusivamente oculares. Es sobre todo en la mirada del otro donde anclamos nuestros sensores para recabar información rápida y, presumimos, fecunda.

Sartre afirmaba que el otro es aquel que nos mira. Este acontecimiento visual alcanza el estatuto de principio fundacional de una nueva perspectiva que modificará nuestra manera de habitar el mundo de la vida. Al ver que nos miran, nos sentimos interpelados en tanto que la presencia del otro nos arroja a un espacio público que ya nunca podremos eludir. «El infierno es la mirada del otro», agregó nuestro filósofo en El ser y la nada. El sentido de la vista del otro activa el sentido ético de nuestra conducta. La mirada del que nos ve nos impide ser nadie, y esa conciencia de dejar de ser nadie nos obliga a elegir cómo actuar. La plasticidad gestual de la mirada del otro se erige en testigo de nuestros actos, el notario que apunta los movimientos acreedores de punición, los que ameriten el aplauso, o los que simplemente provoquen desdén rutinario de puro predecibles. Hete aquí la irrupción del despertar ético. Con la sofisticada nanotecnología de las facciones de su mirada el otro acaba de abrir la puerta de nuestra deliberación, entrar hasta el fondo de ella e inaugurar nuestra intersubjetividad. El otro yo ha entrado en nuestro yo en el instante en que nuestra mirada ha detectado la suya, se ha anudado a ella y ahora ya no puede fintarla. Ese intercambio ocular descorcha la eticidad y nuestra condición de agentes racionales que han de deliberar en torno a cómo han de comportarse en un dominio compartido. Tres siglos antes de que Sartre escribiera su obra más reputada, el didáctico Baltasar Gracián ya intuyó algo idéntico al prescribir que actuásemos como si nos estuviera viendo todo el mundo. Al sentirnos observados, al sentir cómo alguien apoya su mirada en nuestro cuerpo, actuamos bajo estándares más éticos porque juzgamos que nuestra reputabilidad está en juego. Los ojos que nos miran, incluso los ojos que creemos que nos miran aunque no nos miren, impelen a la exploración ética.

El otro que nos mira fija su mirada en nuestra cara. Se ha extendido erróneamente el lugar común de que la cara es el espejo del alma. Hace tiempo yo me atreví a enmendar este enunciado al describir que la cara es el escaparate del alma. Tampoco es exactamente así. La cara es el alma misma, no su espejo, no su vidriera, no una zona desligada de ella que opera con independencia. Persona proviene del término griego prosopon, máscara, que es lo que se ponían los personajes teatrales para cambiar su rostro. Pero el término prosopon a su vez está yuxtapuesto de pros (delante) y opos (cara), es decir, lo que está delante de la cara. Por extensión la persona como término es la propia cara de la persona. Esto explica por qué en cualquier documento oficial de identificación aparece siempre una imagen de nuestra cara. En el ensayo La revolución en la ética, donde se vindica la recuperación de los sentidos para el hecho moral, el profesor Norbert Bilbeny postula que «en cualquier  lugar y época, la cara es parte constitutiva, junto con el lenguaje y el tacto, de la interacción humana. La cara es más que la imagen de la persona. Es también una propuesta o una evasiva de la relación, en la que la función social de la mirada solo es comparable en recursos a la del contacto físico y la palabra». En ese exiguo espacio del área más elevada del cuerpo se levanta la fachada de nuestra vida afectiva. En Ritual de la  interacción, Erving Goffman defiende que «una persona tiende a experimentar una reacción emocional inmediata ante la cara que le permite el contacto con los otros». El rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza como personas. Como desglosé en otro artículo, «allí se acurruca todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que nos acontecieron, las construcciones deliberadas y la producción de lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad». Nuestra cara, la forma con que nuestra biografía esculpe con parsimonia escultórica nuestro rostro, y nuestra mirada, como resumen de esa labor artística, llegan a los demás mucho antes de que lleguemos nosotros como narración discursiva. En la cara y en la mirada se aposenta la trama en la que vamos relatándonos cómo nos van las cosas. 

Es sintomático el paralelismo entre el habla y la mirada para demostrar que tanto con lo uno como con lo otro tejemos el lazo afectivo, pero también con ellos lo deshacemos y lo rompemos. La supresión del vínculo supone suprimir el intercambio de palabras y miradas. Cuando decimos que dos personas no se hablan queremos decir que entre ellas se ha eliminado el nexo. El cordón que las unía se ha cortado. Ya no se dirigen la palabra. Ocurre lo mismo con la mirada y sus rituales. Cuando dejamos de hablarnos con alguien le retiramos el saludo, que es una manera de mirar. También apartamos la mirada si por un casual nos cruzamos con la persona reprobada, o miramos huidiza y esquivamente para otro lado, o la retamos con una mirada estatuaria, o la ningueamos deliberadamente como si se hallara fuera de nuestro ángulo de observación. Utilizamos todas estas técnicas oculares para demostrar la negación de frontalidad en la mirada, que es la forma gestual más terminante para atestiguar la enemistad. En las sociedades arcaicas el mayor castigo que se le podía infligir a un miembro de la tribu era su expulsión. Lejos del rebaño tribal, el individuo se quedaba sin palabras que compartir y sin miradas con las que dialogar. Su soledad no solo le impedía hablar y ser escuchado, lo convertía en un ser invisible al no toparse con ojos que lo mirasen y lo vieran. Al no hablar con nadie y al no ser visto por nadie el sujeto se diluye como sujeto. La ausencia de mirada reifica y la ausencia de palabra compartida, cosifica. Sin palabras ni miradas el sujeto deviene objeto. El refranero dictamina que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, pero no es cierto. No hay mayor desprecio que no compartir palabras y no compartir miradas con quienes antes habíamos manejado ambas tecnologías. El infierno es una vida en la que la mirada del otro decide no hablarme y no mirarme para convertirme en nadie.

martes, noviembre 06, 2018

La necesidad de ser cuidados


Obra de David Kassan
Me asombra la miopía que padecemos los seres humanos para poder divisar nuestra condición de seres interdependientes. Lo he escrito aquí muchas veces. Nuestra interdependencia se transluce en que la mayoría de nuestros intereses no pueden ser satisfechos de manera unilateral. Para lograr su culminación no nos queda más remedio que contar con la colaboración de los demás. Nuestra autonomía necesita la heteronomía, nuestra independencia necesita un marco de interdependencia. En un mundo colonizado por el neoindividualismo la interdependencia se ha convertido en cuasi invisible. En algún curso he comprobado que esa invisibilidad es tan espesa que he tenido que recordar a los alumnos que ellos y yo una vez estuvimos en el cuerpo de otra persona, y que si ahora mismo me estaban escuchando en la confortabilidad de un aula es porque, desde nuestra inaugural condición de lactantes, todos  durante unos cuantos lustros fuimos colmados de cuidados por nuestros progenitores, o por seres allegados, y por todos los demás que pusieron su conocimiento y su esfuerzo para que cubrir las necesidades humanas sea cada vez menos ímprobo. Si la interdependencia goza de esta preocupante invisibilidad, a la dependencia le ocurre lo mismo pero hipertrofiadamente. La dependencia es aquella situación en la que una persona necesita de otras. Hoy quiero traerla a colación porque ayer cinco de noviembre se celebró el Día del Cuidador.  El cuidador puede ser un profesional, un familiar o un voluntario. Su labor consiste en cuidar a aquel que no puede hacerlo por sí mismo. 

Leyendo artículos sobre los cuidadores constato que en muchos de estos textos se pretende hacer tomar conciencia de que tarde o temprano todos necesitaremos ser cuidados. Yo matizaría que «necesitaremos ser más cuidados todavía». Sin el cuidado de los demás no somos capaces de llegar a ningún lado, pero parece que esta dependencia solo la percibimos en la infancia o en la vejez, o cuando la enfermedad nos aborda y grita nuestra vulnerabilidad. En el completísimo El gobierno de las emociones, Victoria Camps afirma que «el sufrimiento pone de manifiesto la miseria y la finitud, las limitaciones de la existencia, la indefensión, la debilidad y la necesidad que todos tenemos de los demás, especialmente cuando las cosas se tuercen». Basta con que el cuerpo no nos haga caso para advertir cómo el dolor y sus consecuencias restringen sobremanera la vida. La enfermedad puede llegar a sojuzgarnos con tanto despotismo que necesitaremos que el cuerpo de otra persona nos ayude con el nuestro. Es suficiente con que un mal día alguna parte del cuerpo se averíe ligeramente para que toda la preponderante poética narcisista del yo todopoderoso se resquebraje y muestre su insensatez. Un simple contratiempo con incidencia en el funcionamiento del cuerpo y el culto egocéntrico revela su vacuidad y se descubre desprovisto de solidez narrativa. 

Son muchos los autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que para la justicia. Igual que todo ser humano tiene derecho a la justicia, todo ser humano debería tener derecho a ser cuidado. Prescribir el cuidado como un derecho incondicional al que todo ciudadano se pueda acoger es una batalla que requerirá esfuerzo y activismo político. La escasa valorización social de los cuidados se debe a que secularmente ha sido un trabajo no remunerado, abrumadoramente ejercido por las mujeres. Al no ser una tarea retribuida, y además confinada al ámbito privado de la casa y la familia (realizada generalmente por el miembro femenino más subordinado), era una labor directamente ignorada o releída como natural. En sus investigaciones sobre el desarrollo moral, Carol Guilligan descubrió divergencias argumentativas en los presupuestos morales entre los hombres y las mujeres que pueden explicar el monopolio femenino en los cuidados. Se trataría de voces morales inducidas por la construcción social. Mientras en la gradación axiológica de los hombres la idea de justicia gozaba de un papel estelar, en las mujeres ese papel derivaba a la responsabilidad. Esta discrepancia nos sitúa ante dos universos no necesariamente dicotómicos aunque sí disímiles, la ética de la justicia y la ética del cuidado. En la primera, lo cardinal es el cumplimiento de reciprocidad y normatividad establecida desde la imparcialidad. En la ética del cuidado, el mundo es una red de relaciones y por tanto existe una responsabilidad sobre los demás y la necesidad de ayudar al que lo necesita al margen de otras consideraciones. Se entiende ahora la feminización del cuidado y que el ochenta y cinco por ciento de los cuidadores en nuestro país sean mujeres.

Resulta rotundamente antinómico que una de las tareas más imprescindibles en el acontecimiento compartido de existir, si no es la que más, sea una tarea minusvalorada en el amplio repertorio de las acciones humanas al no estar protagonizada por el intercambio monetario. La monetarización es trocada por el vínculo familiar y el nexo afectivo que se le presupone, por el amor entendido como responsabilidad y bondad. «Me responsabilizo de ti porque te quiero» es una afirmación bastante aproximada de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo cuando nos dedicamos al cuidado como un valor radicalmente humano que debería emanciparse de rasgos de género. La autora Peta Bowden cifra en cuatro las prácticas del cuidado: la amistad, la maternidad, la atención sanitaria y la ciudadanía. Yo establecería una taxonomía tripartita en la que señalaría el cuerpo y el cuidado de la salud para la calidad de vida, el Derecho y el cuidado de la dignidad para vivir una vida significativa, y el entramado afectivo y el cuidado de la sentimentalidad para alcanzar una vida buena. Estos son los tres objetos de acción del cuidado (cuerpo, Derecho y entramado afectivo), los tres atributos que se intentan proteger o proveer (salud, dignidad y amor) y el fin que se persigue con ellos (calidad de vida, vivir una vida significativa, alcanzar una vida buena). Como cuidar y atender son sinónimos, el cuidado se alza en la singular atención que dispensamos al otro. A su cuerpo, a su dignidad y a su necesidad de ser querido.



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martes, julio 04, 2017

Cuidar y ser cuidado



Obra de Javier Arizabalo
Cuidar y ser cuidado es un hecho consustancial a nuestra condición de seres que necesitamos a los demás para vivir una vida significativa. Nuestra debilidad es tan omnímoda que no nos valemos por nosotros mismos para prácticamente nada. Platón lo advirtió y en La República es tajante cuando escribe que «ninguno de nosotros se basta a sí mismo». Cualquiera que esté leyendo ahora este texto, además de provenir del cuerpo de otra persona, ha sido cuidado de manera explícita a lo largo de unos cuantos decisivos lustros, y de manera implícita todos los días hasta hoy. Somos seres tan sociales que no existe una realidad alternativa que contraponer a la sociabilidad. Nuestra indisoluble interdependencia hace que el cuidado forme parte intrínseca de cada uno de nosotros y se erija en la bóveda de clave de nuestra irrenunciable condición de existencias al unísono. Existir es una tarea muy compleja que exige tiempo completo, pero esa tarea quedaría muy destartalada, o se clausuraría en breve, sin el cuidado y el apoyo de los demás. Cuidarnos los unos a los otros es el sedimento natural de haber nacido, la evidencia de que no somos individuos insulares. El cuidado es la ayuda destinada a paliar las necesidades del otro sin que haya transacción económica de por medio. Esta apreciación es cardinal y la distingo de la profesionalización de los cuidados dirigidos a niños, ancianos y enfermos cuando esta cronófaga labor rebasa nuestras posibilidades. Cuidamos a aquellos con los que nos une el afecto y el afecto emana entre quienes nos cuidamos. Me atrevo a aventurar que cuidado y afecto son dimensiones gemelas. Como afortunadamente el afecto está blindado a la monetarización, el cuidado se ha invisibilizado como práctica social (realizada mayoritariamente por mujeres y minusvalorada secularmente por la mirada androcéntrica). También se ha opacado su gigantesca centralidad en el paisaje comunitario. Sin la constelación de los cuidados la vida tal y como la entendemos ahora sería impensable.

Se ha instalado un tropismo psicológico que conceptúa el cuidado como la asistencia al otro en exclusivos episodios de adversidad. El cuidado se relee como una fuerza de oposición a los sinsabores con los que la vida desordena nuestros propósitos o el itinerario pronosticado para nuestra biografía. Se entiende así que solamos emparejarlo con apaciguar los contratiempos más lóbregos con los que la vida ostenta jerarquía sobre nuestra existencia. Cuidamos al otro o nos cuidan a nosotros cuando una enfermedad sitia el organismo, cuando se avería alguna parte del cuerpo que interrumpe la autonomía, cuando la carne anciana convoca a la decrepitud o a la finitud, cuando nos vemos rodeados por la precariedad y la indefensión, cuando algo o alguien nos magulla el alma, cuando la reiterada violación de expectativas nos despierta peligrosísima astenia existencial. Sintetizando. El cuidado es el encargado de mitigar la miserias con las que ineluctablemente la vida ensucia o ensuciará nuestra estancia en el mundo. Me atrevería a decir que es sobre todo un suministrador de tranquilidad, el tesoro más preciado por cualquier ser vivo con capacidad de hacer predicciones.

Esta orientación unidireccional del cuidar escamotea las experiencias del gozo y el disfrute, aparta cualquier vestigio de alegría entre las tareas del cuidado. Existe una expresión coloquial que a mí me hace mucha gracia y que confirma esta unidimensionalidad: «Si te encuentras mal, sabes que puedes contar conmigo». Ante una invitación así, yo suelo responder: «Y si me encuentro bien, ¿también puedo contar contigo?». El matiz no es ocioso. Muchas personas sólo prestan cuidado para amortiguar la tristeza, pero lo repliegan para la alegría. Acuden a sedar la desgracia, pero no a propiciar la gracia. El sentimiento de la compasión nos enseña a diario que compartir la pena diezma la pena, pero compartir la alegría multiplica la alegría. El cuidado también es participar o hacer partícipe al otro de esta prodigiosa multiplicación. Iré más lejos todavía.  En el ensayo La capital del mundo es nosotros (ver) postulo que «cuidar al otro es hacerle poseedor de los Derechos Humanos, prestarle atención, expresar afecto, recepcionar su cariño y devolvérselo, establecer estructuras de equidad, compartir, hablar, hacer, reír, llorar, jugar, degustarse, mejorarse, ampliarse, compadecerse, ayudarse, solidarizarse, respetarse, considerarse, reconocerse, dignificarse». Se pueden añadir más verbos. Todos relacionados con la experiencia del goce y la conservación de la tranquilidad, todos vinculados con el ideal de vida que nos gustaría vivir. No hay mayor cuidado posible.



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