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martes, noviembre 03, 2020

La indignación necesaria

Obra de Milt Kobayasi

La ira es el sentimiento que experimentamos cuando algo o alguien interfiere de una manera injusta en la consecución de nuestros deseos. También nos enojamos al considerar que nos han ofendido, que nuestra dignidad ha sido arañada con observaciones lacerantes, o con el concurso de acciones que nos han infligido un daño inmerecido. En todos los presupuestos de la irascibilidad figura la injusticia como desencadenante. Este punto es medular para entender bien esta emoción básica metamorfoseada en sentimiento disuasorio y corrector. Cuando en los cursos y talleres que imparto explico la irrupción de discrepancias y fricciones en la interacción humana, no olvido pormenorizar meticulosamente si los interlocutores catalogan esa irrupción como justa o injusta, porque será ese juicio de valor el que despliegue en nuestro entramado afectivo unos u otros sentimientos. Si lo que oblitera nuestros intereses lo consideramos justo, presumiblemente nos entristeceremos. Si además esos intereses son capitales para mantener equilibrada nuestra instalación en el mundo, con toda seguridad nos amedrentaremos. Si la obstrucción es inmerecida, nos enfadaremos. La injusticia es el manantial del que brota la ira.

Existe un extenso arco semántico de la ira dependiendo de su énfasis, su regularidad, su propósito. No es lo mismo la ira, el enfado, el fastidio, el enojo, la rabia, la cólera, la bilis, el desagrado, el cabreo, el odio, el resentimiento, la indignación, la iracundia, la furia, el arrebato, la irritación, la molestia. La frondosidad conceptual testimonia la diversificación de detalles que alberga esta experiencia tan radicalmente humana. El papel utilitario de la ira como desencadenante y artefacto de contraataque en determinadas eventualidades es muy válido, pero es nefasto para todo lo demás. Este hecho hace que frecuentemente se la repruebe en bloque. La ira como emoción visceral propende a la punición del daño entrañando daño en nuestro infractor. Enojados somos muy poco razonables y tendemos a sortear los modos respetuosos que sostienen la convivencia. En el ensayo La razón también tiene sentimientos explico que la impulsividad de la ira «suele execrar el cálculo clínico de pros y contras, decretar el exilio de la inteligencia, eliminar el trato considerado. Puede incluso flirtear con la agresividad». Varios  años después de publicar estas palabras apenas tengo nada que objetar, pero sí encuentro algo que puntualizar.

Hay un momento en que la ira transfigurada en indignación se convierte en herramienta política muy útil para el ensamblaje social. La indignación es el sentimiento que surge ante la contemplación de la injusticia, tanto si la sufrimos en  nuestra biografía como si la sufren los demás en la suya. Su funcionalidad sentimental reside en la generación y suministro de energía suplementaria para llevar a cabo la rectificación y futura prevención de ese hecho releído como injusto. Lo realmente destacado es que esta corrección sobrepasa el lenguaje primario del yo. En el libro La ira y el perdón, Martha Nussbaum trae a colación a Josep Butler, que en una definición que perfectamente podría valer para la indignación, nos recuerda que «la ira expresa nuestra solidaridad ante las faltas cometidas contra otros seres humanos». La indignación nace de un momento iracundo (un instante patrocinado por el fulgoroso deseo de aplicar daño retributivo), pero apresuradamente se aleja de él para, en vez de desear dañar al que comete una injusticia, enfocarse en mejorar al perpetrador y al ecosistema social en el que se ha cometido la falta. Martha Nussbaum nombra esta domesticación del uso de la irascilibidad con el nombre de «ira de transición»

En sus auscultaciones sobre la ira común, la filósofa estadounidense constata su uso como indicador de que algo está mal, como energía propulsora, como elemento disuasorio que inspira miedo y evita que otros conculquen los derechos que nos amparan. Sin embargo, la ira de transición supera estas funciones y asciende a metas más elevadas y meliorativas. Transitamos de la utilización tosca y emocional de la ira a la utilización inteligente y largoplacista. La racionalidad se aprovecha de la fuerza centrífuga de la ira, pero modifica por completo lo primario de sus objetivos. La indignación necesaria con la que titulo este artículo rehúsa la venganza y apela a la esperanza de construir futuros mejores entre los implicados. Su mirada no es retrospectiva sino prospectiva. Es la indignación con la que el anciano Stéphane Hessel exhortaba a la juventud hace una década en su célebre opúsculo ¡Indignaos! Frente a la preocupación egocéntrica que origina estallidos de iracundia y neglige la restauración, la indignación necesaria busca la construcción de equidad como prerrequisito para el bienestar colectivo. Gracias a la compasión podemos realizar este increíble nomadismo del yo al nosotros y nosotras. La compasión no es solo que el dolor que contemplo en el otro me duela a mí, sino que ese dolor, si tiene un origen social, me insta a intentar paliarlo yendo a las causas políticas que lo originaron. La desacreditada compasión se revela como precursora de la indignación social.   

 

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martes, abril 17, 2018

No hay mejor recurso educativo que la ejemplaridad



Obra de Mónica Castanys
Desde que somos engendrados los seres humanos viviremos el resto de nuestra vida en el interior de nuestra cabeza. Allí dentro produciremos los deseos, la estratificación de valores instrumentales y terminales, las motivaciones, las abstracciones sentimentales, las elecciones que nos definen y singularizan, las metas a las que aspiramos, las narraciones íntimas en las que conferimos sentido a nuestra existencia en el mundo de la vida. Ese lugar recóndito es inaccesible para la mirada humana. A mí me gusta recordar que todos los temas que trato en mis artículos son ficciones vetadas al ojo humano. Nunca nadie ha visto la bondad, ni la humildad, ni la cooperación, ni la generosidad, ni la concordia, ni la alegría, ni el cuidado. Son entidades éticas a las que solo podemos acceder con el ejercicio de la intelección, el empleo articulado de la racionalidad para poder ver lo que los ojos no ven. Sin embargo, cualquiera de nosotros sí ha contemplado a personas bondadosas, humildes, cooperadoras, generososas, cuidadosas, alegres. Este es el motivo de que me atreva a definir el ejemplo como axiología en movimiento. Así titulé una de las cinco tesis que, agrupadas bajo el membrete «La admiración de lo admirable», defendí el pasado sábado en la Universidad de Barcelona en una Jornada cerrada para grupos de investigación y de trabajo del programa educativo TEI (Tutoría Entre Iguales). Este programa (implementado en más de mil doscientos colegios) se basa en la reproducción de modelos. Unos alumnos se convierten en tutores de otros alumnos y para ello las dos únicas condiciones son su voluntariedad y estar dos cursos por encima del alumno tutorizado. Se genera así una red de apoyo y de fluidez comunicativa, una urdimbre exitosa para prevenir la violencia escolar y las prácticas denigrantes. El programa ratifica dos de mis tesis esparcidas en mis ensayos. Primera. Sólo hablando las personas podemos vernos. Segunda. Los ojos que nos miran nos mejoran. 

Recuerdo haberle leído a Savater que las virtudes no se enseñan, se aprenden, y se aprenden observándolas en aquellos que las incorporan a su repertorio comportamental. El ejemplo de una virtud es la demostración empírica de que es factible infiltrar en el comportamiento los valores éticos. Yo he escrito muchas veces que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, pero sí necesita saber qué palabras se quieren ejemplificar con él si queremos que se metamorfosee en una herramienta ética y política. A veces esa tarea de búsqueda y rastreo de conceptos abstrusos nos arroja a una reflexión compleja y laberíntica. Es entonces cuando el ejemplo de una conducta ejemplar se convierte en una inestimable ayuda pedagógica tanto para suadir como para disuadir. El arquetipo de los valores es esencial para que los valores no sean abstracciones desdibujadas y agotadoramente áridas y alambicadas. Es muchísimo más sencillo interiorizar una conducta observada que un concepto inteligido. El ejemplo no indexa en las revistas científicas, pero su contagiosa viralidad es mucho más operativa para articular bien la vida humana que toda la producción que podamos hallar en ellas. 

Definamos un par de conceptos para saber de qué estamos hablando. El ejemplo es toda acción que sirve de modelo a aquel que la observa. Cuando el ejemplo es admirable, hablamos de ejemplaridad. La ejemplaridad es por tanto toda conducta que toma la dirección en la que el individuo humano se aproxima al ser humano más emancipado y más civilizado que nos gustaría ser para vivir en un mundo más justo y con mayores posibilidades de acceso a la felicidad privada. En su Tetralogía de la ejemplaridad, Javier Gomá disecciona este tema de un modo profundo y maravilloso. En una entrevista explicó que la ejemplaridad consiste «en que tu ejemplo produzca en los demás influencia civilizatoria». Ejemplar es toda persona que se conduce de un modo tan encomiable que si reproducimos en nuestra conducta lo que él hace con la suya mejoraríamos todos. Cuando yo hablo de conducta excelente me refiero a todo curso de acción en el que se cuida la dignidad del otro, se le trata con el valor que todo ser humano posee por el hecho de serlo al margen de cualquier otra consideración. Me atrevo a compartir aquí que esa conducta es el epítome de la humanidad, es decir, la humanidad se hace acto cuando un ser humano se preocupa de otro para colaborar en su mejora y cuidado. La bondad persigue algo análogo. Por eso defiendo que humanidad y bondad son sinónimos. 

Aunque creo que teoría y práctica son una misma dimensión, el poder evocador del lenguaje horizontal del ejemplo facilita la teoría al que quiere protagonizar la práctica. Mimetizar el ejemplo no entraña una actitud robótica de copiado, sino más bien un acto de creación y de incorporación creativa de lo excelente a los engranajes de la conducta. Yo abogo por el ejemplocentrismo, es decir, las palabras sólo muestran utilidad si van escoltadas de actos. Si no existe vínculo entre el verbo y el hecho, si se producen escandalosos desajustes entre lo que decimos y lo que hacemos, si no existe equivalencia entre nuestras palabras y su encarnación en comportamiento, entonces hablar es palabrería y el lenguaje un trampantojo. Shakespeare sintetizo esta idea, en la que las palabras no solo no muestran correpondencia con las acciones que anuncian sino que arrojan una profunda dicotomía, con un contundente «bla bla bla». Mi poeta favorito en la adolescencia también lo resumió de una manera lapidaria: «Estoy harto de palabras, estoy harto de todo lo que puede ser mentira». Vivimos crisis de modelos morales en un momento en el que simultáneamente hay sobreexposición e hipervisibilidad de modelos para asuntos del todo banales para organizar mejor la convivencia. Necesitamos ejemplos que nos ayuden a ejemplarizar lo ejemplarizante. Necesitamos aprender el sentimiento de la admiración para que quien contempla la conducta virtuosa sienta el deseo de realizar en su vida esa trashumancia hacia lo excelente.  No es fácil. Tampoco es difícil.



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martes, septiembre 12, 2017

Primer día de clase, primera lección: educar es educar deseos



Obra de Nigel Cox
Ayer se inauguró la vuelta al cole, el primer día de clase, el regreso a los procesos de inculturización para aprender a vivir, a convivir cívicamente y a proveernos de habilidades y conocimiento. La definición más bonita que conozco de educación pertenece a Platón. La educación consiste en enseñar a desear lo deseable. En mi ensayo La capital del mundo es nosotros (ver) la parafraseé para bautizar su cuarto y último capítulo: Admirar lo admirable. Después de haber estudiado minuciosamente los engranajes sentimentales de la admiración («el sentimiento específico del valor», subraya Aurelio Arteta en el monumental ensayo dedicado a esta conducta La virtud en la mirada), y si admitimos que el conocimiento se adquiere pero la sabiduría se descubre, me parece que admirar, interiorizar y reproducir lo admirable resume de un modo perfecto en qué consiste la cima de la sabiduría. Utilizo aquí la definición de sabiduría que esgrime José Antonio Marina en el prólogo de El aprendizaje de la sabiduría, el ensayo que agrupa los anteriores Aprender a vivir y Aprender a convivir: «La sabiduría es la inteligencia aplicada a nuestro más alto proyecto, que es la vida buena, feliz y digna». Al igual que su maestro, Aristóteles también advirtió que la educación no es otra cosa que educar los deseos para estratificarlos de tal modo que faciliten una vida en común justa y construyan con sensatez una felicidad siempre perteneciente a la esfera privada. Vivir bien entraña desear bien.

Recuerdo haberle leído a Carlos Castilla del Pino que los seres humanos nos regimos por dos lógicas. Por un lado se halla la lógica de la razón, que nos coge de la mano para llevarnos hacia la conducta conveniente. Por otro, emerge la del deseo, que nos dirige hacia la conducta apetecible. La conclusión del psiquiatra no admite sombra de duda: «Si ambas conductas coinciden, mejor que mejor. Si no, suele ganar la última, y sobreviene la catástrofe». He aquí otra definición de sabiduría: que lo que quieras sea lo que te conviene, que la fuerza propulsora de la deseabilidad concuerde con la capacidad de la inteligencia de establecer buenas metas. Es otra forma de presentar el enunciado platónico de desear lo deseable, el cénit de una buena educación. En algunas ocasiones esta misma idea la he presentado de un modo provocador: la educación consiste en aprender a desobedecer. Se sobreentiende que a desobedecer los deseos que empantanan llegar a ser lo que nos gustaría ser.

No quiero caer en el discurso angelical al hablar de una educación que probablemente vive momentos crepusculares ensombrecida por la febril adquisición de competencias que avalen nuestra valía para el mercado. Hace un par de años el entonces Ministro de Educación José Ignacio Wert regaló para la posteridad una definición de educación tan desilusionante que nada más escucharla la manuscribí en uno de mis cuadernos: «La educación consiste en que los alumnos aprendan a competir por un puesto de trabajo». Cualquiera que haya estudiado la tensión antagónica en espacios de interdependencia colegirá que, puesto que en la dimensión capitalista empleo y acceso a una vida digna forman una unidad indisoluble, y el empleo es un recurso cada vez más escaso, esta afirmación nos devuelve a la selva y degrada la educación a simple supermercado de la empleabilidad. Competir es satisfacer los intereses propios a costa de que nuestro oponente no pueda satisfacer los suyos. Si rivalizamos por algo banal, la mecánica no acarrea riesgo alguno. Si competimos por satisfacer necesidades primarias, este escenario nos arroja al canibalismo y al sálvese quien pueda, la proclama que suelen gritar los que ya están a salvo. El pragmatismo académico educa para el mundo que tenemos. Nos convendría a todos que también educara para el mundo que sería bueno que tuviéramos.



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martes, mayo 23, 2017

Libertad, qué hermosa eres y qué mal te entendemos

Obra de Bronwyn Hill
Existe mucha desorientación cuando hablamos de la libertad. En los cursos suelo recordar una maravillosa definición de Octavio Paz, quizá la más lacónica aunque más precisa que he leído. El Premio Nobel de Literatura escribió que «la libertad consiste en elegir entre dos monosílabos, sí y no». Recuerdo que hace unos años cometí la procacidad de matizar esta afirmación. Agregué un tercer monosílabo, concretamente su negación. La nueva definición quedó formulada de la siguiente manera: «La libertad consiste en elegir entre dos monosílabos y la negación de un tercero: sí, no y no sé». La incursión de esta tercera variante es muy sencilla. Muchas acciones las realizamos ignorando qué motivos últimos nos hicieron elegirlas. Nos decantamos por unas decisiones en vez de por otras análogamente válidas y nuestra explicación más sólida es encogernos de hombros. Esto no significa que no hayamos deliberado sobre el motivo, o que no hayamos rastreado lo que nos impulsó a esa elección. Significa que no lo hemos encontrado.

Solemos citar la libertad como valor supremo. Olvidamos con preocupante facilidad que esta consideración nos metería en problemas irresolubles, puesto que ningún otro valor podría objetar su despliegue. Si alguien entiende la libertad como hacer lo que le dé la gana y coloca este valor por encima de valores compartidos, la convivencia se tornaría en muy poco tiempo en un lugar muy desagradable. Voy a compartir aquí mi definición de libertad que conexa con la anterior expresión coloquial: «Libertad es la capacidad de no hacer lo que te dé la gana aunque pudieras hacerlo». No lo haces porque desobedeces tus propios deseos, el instante más notorio de la libertad. Transgredir unos deseos implica simbióticamente acatar otros. Saber elegir bien cuáles mejoran y cuáles empeoran la aventura de haber nacido en una comunidad reticular es lo más relevante que uno puede aprender en la vida. Muchos coligen que colmar la instantaneidad del deseo es la más efervescente expresión de la experiencia de libertad, cuando se trata de un acto que delata mucha sumisión. A los corifeos que promulgan que el deseo se satisfaga sin más dilación si irrumpe en nuestra vida, yo jamás les he oído la matización de si ese deseo ha de ser deseable o no. Existen muchos deseos que por el bien de todos es mejor que nadie los cumpla. Los grandes filósofos éticos han intentado dar con la piedra filosofal en la que el deseo se alinee con lo deseable, es decir, con aquellas conductas que nos plenifiquen y simultáneamente permitan la creación de espacios que plenifiquen a los demás. Libre es aquel que ha logrado que lo apetecible y lo conveniente sean un mismo deseo. Empiezo a sospechar que la sabiduría es actuar bajo la égida de esta comunión. Por eso el sabio es libre.

En el último ensayo publicado antes de su muerte, Extranjeros llamando a la puerta, Zygmunt Bauman cita a Hanna Harent para remachar una idea que es perfecta para lo que yo quiero explicar aquí: «Cuando uno piensa su yo está solo, pero cuando actúa su yo se encuentra con otros yoes». El pensamiento opera en un área privada, pero la acción lo hace en un nicho compartido. La libertad cómo dinamismo por el que nos decantamos por unas acciones en vez de otras se incuba en la privacidad de las ideas, pero se sedimenta en una línea de acción que incursiona en el paisaje humano donde habitan otras alteridades. Al deshilacharse la idea de comunidad en aras de un individualismo que se cree autosuficiente, eliminamos simultáneamente muchos límites que son los verdaderos nutrientes de nuestra libertad. En El contrato social Rousseau insistía en esta idea, clave para afrontar la convivencia como destino insoslayable. En la urdimbre intersubjetiva se pierde una porción de libertad para poder ser libres.

En el ensayo La ciencia y la vida de Valentín Fuster y el siempre añorado José Luis Sampedro se explica esta circunstancia con un ejemplo muy fácil de entender: «Si no hay normas, no hay libertad. La cometa vuela porque está atada. La cuerda permite la resistencia contra el viento y por ello la cometa vuela». Kant empleaba el símil de la paloma y el viento para explicar esta aparente aporía. En el vacío la paloma no levantaría el vuelo. En el esclarecedor El gobierno de las emociones, la lúcida Victoria Camps cita a Williard Gayling y Bruce Jennings, autores del libro The perversion of autonomy, para recalcar este argumento aparentemente antitético pero primordial para entender la relación entre convivencia y libertad: «No puede haber una sociedad libre sin autonomía individual y no puede haber una sociedad sostenible que descanse solo en la autonomía». Yo soy muy recalcitrante intentando explicar esta idea en las clases y en los cursos porque con los años he comprobado atónito que rara vez los asistentes la tienen automatizada sentimentalmente. Aunque parezca contraintuitivo, la interdependencia es el marco que facilita nuestra independencia.



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martes, enero 10, 2017

La vida está en la vida cotidiana



Obra de Didier Lourenço
No sé muy  bien por qué la vida cotidiana vive en permanente descrédito. Supongo que se debe a la construcción de un muy discutible complot de sinonimias. Equiparamos lo simple con lo sencillo, el conformismo con la mediocridad, la aceptación con la resignación, la serenidad con la indiferencia, el confort con la petrificación, la estabilidad con la momificación. Con el devenir de los años yo he comprobado atónito que a las personas nos encanta ampararnos acríticamente detrás de palabras que significan lo contrario de lo que creemos. Hace una década escribí un libro desmontando los tópicos más entronizados en nuestro lenguaje y lo verifiqué de un modo categórico. Todo este prólogo viene a colación de la vida cotidiana y del libro La resistencia íntima con el que Josep Maria Esquirol obtuvo el año pasado el Premio Nacional de Ensayo. Es un elogio de la cotidianidad y lo sencillo, que en sus páginas es elevado al rango de lo más sublime de todo. Solemos emplear indistintamente simple y sencillo, cuando la sencillez es uno de los gestos más loables de la vida, y lo simple uno de los más aburridos. Recuerdo que hace unos años una niña  popularizó una canción titulada Antes muerta que sencilla. Nunca entendí qué insondable problema hay en ser sencillo como para desear irte del reino de los vivos en el caso de acabar siéndolo. La canción debería haberse titulado Antes muerta que simple.

Tratamos peyorativamente a la vida cotidiana porque en un ejercicio errático se la identifica con la simpleza y la nadería en vez de con la sencillez y la palpitación. Podemos definir la vida cotidiana como la vida plagada de vida, frente a la vida extraordinaria, que también almacena vida pero que funciona como un paréntesis. La vida se puede vivir de muchas maneras, pero la más usada de todas con mucha diferencia es la cotidiana, a la que sin embargo en las valoraciones personales se la suele observar como apergaminada e insípida. El ajetreo hormigueante del día a día no es necesariamente monocromo, como acusa el discurso dominante, sino el sustrato en el que la vida presenta todas sus increíbles y polimorfas modalidades. Se le ha usurpado a la vida cotidiana la condición de excepcionalidad, cuando no hay nada más excepcional que la vida desplegándose sobre sí misma un día tras otro. Basta con sufrir cualquier pequeño contratiempo (una enfermedad, una avería, una desavenencia, una ruptura de algo) para admirar la grandeza invisible de lo cotidiano. Sólo desde nuestra condición de criaturas finitas y vulnerables la vida cotidiana cobra el aura de lo excepcional. Como vivir es darse cuenta, fantástica definición de Esquirol, quien denosta la vida cotidiana probablemente no se ha dado cuenta de nada. De nada relevante.

Sólo desde el asombro y la atención en la condición humana podemos descubrir cómo lo extraordinario se agazapa en lo ordinario, cómo en el anverso de las cosas sencillas descansa la esencia de lo que somos. El quehacer diario es la letra pequeña que figura en el dorso de la vida. Solemos ignorarla cegados por los grandes eslóganes, pero allí está escrito en miniatura lo más medular. Detrás de los tres o cuatro acontecimientos que jalonan la biografía de cualquiera, está esa vida cotidiana inapresable para el lenguaje científico pero que es la materia prima de la que está hecha nuestra existencia. Todas las enseñanzas filosóficas son una exhortación a atender a lo que hacemos, redescubrir la invitación rebosante de vida de los hitos ordinarios coagulados en el aquí y ahora. Hace poco leí el ensayo Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante  del mexicano Luciano Concheiro (finalista del Premio de Ensayo de Anagrama 2016). Allí se exponía que el instante es un acto personal, una experiencia disponible para cualquiera. Yo he acuñado la expresión habitar el instante a cada instante para referirme a la plenitud de la vida corriente. El célebre apotegma de Heráclito «nunca te bañarás dos veces en el mismo río»  es un elogio de esta vida cotidiana. Como el agua que vemos pasar pero que nunca es la misma, cada instante logra que lo aparentemente ordinario sea extraordinario porque ese instante es irrepetible. Una singularidad que no admite ni prórroga ni tiempo muerto.



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jueves, marzo 31, 2016

Inteligencia monetaria



Obra de Nigel Cox
El verano pasado acuñé un término que quiero compartir aquí. Cuando lo inventé, me pareció increíble que nadie lo hubiera descubierto antes. Accedí a buscadores digitales y para mi asombro no figuraba por ningún lado. Me estoy refiriendo al término inteligencia monetaria. En su ensayo Mentes flexibles Howard Gadner definía la inteligencia como «un potencial  biopsicológico para procesar de ciertas maneras unas formas concretas de información. El ser humano ha desarrollado diversas aptitudes para el tratamiento de información -a las que llamo inteligencias- que le permiten resolver problemas o crear productos». En su popular obra La teoría de las inteligencias múltiples Gadner cifró en ocho el número de inteligencias (lingüística, lógico-matemática, corporal y cinética, visual y espacial, musical, interpersonal e intrapersonal). Tiempo después agregó la inteligencia existencial (la tendencia a formularnos los grandes interrogantes y tratar de despejarlos). Lo más relevante de esta teoría no es sólo el descubrimiento de ocho gigantescas capacidades para operar sobre la realidad, sino que estas inteligencias actúan de un modo sectorial. Por ejemplo. Un individuo puede ser un virtuoso resolviendo problemas matemáticos, pero ser inoperante para solucionar conflictos. 

Si la inteligencia es la capacidad para encontrar respuestas óptimas a las demandas del entorno, la inteligencia monetaria es la capacidad de monetarizar las acciones que un individuo lleva a cabo mientras coordina y sincroniza aquello que le solicita el medio ambiente en el que se desenvuelve. Analizadas las ocho o nueve inteligencias de Gadner no hay ninguna ni tampoco una posible hibridación que aluda a esta habilidad de identificar claramente oportunidades lucrativas y dirigir toda la energía hasta allí y mantenerla en el tiempo extrayendo ganancias estrictamente económicas. No es un asunto baladí. El dinero posee un nulo valor de uso, pero un gigantesco valor de cambio, puesto que los recursos sólo se consiguen legalmente con el intercambio de dinero. La inteligencia monetaria no cursa necesariamente con la inteligencia financiera, el conjunto de actividades útiles a los actores económicos, o con la propia economía, disciplina que estudia estrategias y herramientas que permiten gestionar y analizar la información sobre el funcionamiento del mercado. No, no necesariamente hay lazos de parentesco entre ambas inteligencias. He hablado con bastantes personas sobre inteligencia monetaria. Muchas de ellas me han confesado con voz un tanto descorazonadora que no la poseen, o la tienen en cantidad muy exigua. Otros se sienten impotentes porque son incapaces de rentabilizar nada. Incluso he dado con gente a la que  le provoca rubor señalar a cuánto ascienden sus honorarios cuando alguien soliticita sus servicios. Hay un punto que los homogeneiza. A pesar de estas palmarias carestías, todos anhelaban ganar algo de dinero para dejar de pensar en  él (ojo, no querían incrementarlo, sino eliminar su incómoda omnipresencia en su imaginario).

He comprobado que las personas con la inteligencia monetaria ligeramente inhabilitada suelen poseer una elevada motivación intrínseca, disfrutan y alcanzan el estado de flujo con las tareas que realizan convirtiendo en subalterno el complemento salarial o la retribución. Casi me atrevería a afirmar que en estos casos varias de las ocho inteligencias consignadas por Gadner urden un complot para entumecer el sano despliegue de  la monetaria. Sin embargo, en muchos casos de los que poseen una inteligencia monetaria terriblemente exacerbada, la motivación intrínseca es idéntica a la extrínseca, llegándose a confundir, o incluso la onda expansiva de la extrínseca es tan potente que borra cualquier vestigio de intrínseca. Esta superposición de motivaciones les permite que el placer de la tarea (ganar dinero) sea directamente proporcional a su recompensa externa (obtención de dinero). Surge así un bucle virtuoso propulsado por un deseo venal que probablemente persiga la estima social vinculada al capital como criterio para estratificar a las personas.

El prototipo puro del inteligente monetario trama ganar dinero como eje rector de su creatividad, primero es el fin y luego urde los medios. A los que tienen inhibida esta inteligencia les sucede lo contrario, primero se le ocurren proyectos, y luego escrutan cómo monetarizarlos. También conozco envidiables casos en los que la inteligencia monetaria brilla en personas con una afilada inteligencia creativa dirigida a implementar proyectos en los que se armoniza la fruición de la tarea y la obtención de ingresos. La inteligencia monetaria vive bajo cierta sospecha por una razón muy sencilla. Acumular riqueza patrimonial o elevadas cantidades de capital en un mundo organizado bajo la lógica capitalista no necesariamente implica trabajar y mucho menos deslomarse. El hombre es el único animal que puede ganar dinero, y si es en cantidades grandes incluso sin necesidad de recibir un salario o una remuneración. Invertir es toda acción en la que el dinero trabaja mientras uno descansa. Hace dos años en nuestro país se produjo un hecho insólito. Por primera vez desde que existen mediciones las rentas de capital superaron a las rentas de trabajo. Quizá este hecho provoque algo de recelo en ese amplio repertorio de aptitudes que conforman el término inteligencia monetaria. No lo sé. Habrá que investigar más.



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jueves, marzo 10, 2016

Prometer es asumir un deber




Obra de Kelsey Henderson
Uno de los comportamientos que yo considero más intolerables consiste en depositar en alguien una expectativa cuando se sabe de antemano que no se va a satisfacer. En la obra maestra Calle Mayor (España, 1956) del director Juan Antonio Bardem se ilustra esta sevicia. Estamos en la España de la posguerra en una pequeña ciudad de provincias y tres hombres aburridos de su propia mediocridad se mofan de una mujer a la que uno de ellos engaña haciéndole creer que se va a casar con ella. La mujer vive ilusionada, por fin contraerá matrimonio y no se quedará para vestir santos como su familia y las rancias tradiciones profetizaban, y cuanto mayor es su ilusión más se ríen de ella los miserables que han urdido la burla. Toda promesa consiste en producir una expectativa (la esperanza de conseguir una cosa) que se ubica en una futura fecha de cumplimiento y que uno se compromete a llevar a cabo. Cuando hablo de promesas no me refiero exclusivamente a promesas de gran trascendencia, sino a algo tan simple pero tan relevante como que uno va a hacer mañana lo que está afirmando hoy. Obviamente el contenido de esa afirmación también incumbe a otro, con el que nos tenemos que coordinar y viceversa, y por eso se trata de una promesa, porque se está depositando algo en alguien. A veces se nos olvida, pero prometer acarrea asumir un deber y conceder al otro el derecho a exigirnos explicaciones y reembolsarse la pérdida en caso de contravenirla.

En Para qué sirve realmente la ética, Adela Cortina cuenta la anécdota de cómo en un debate en clase sobre una situación concreta los alumnos consideraban poco inmoral el incumplimiento de una promesa. Al revés, minusvaloraban su violación. Una promesa implica el compromiso firme con nosotros o con un tercero de hacer después lo que afirman ahora nuestras palabras. Lo contrario es hablar en vano. Todo aquel que promete algo empadrona su acción en el futuro, así que es entendible su depreciación en un mundo donde los vínculos de todo tipo se han precarizado (vínculos afectivos, sentimentales, personales, vocacionales, axiológicos, laborales, comunitarios) y se pueden revocar en cualquier momento para santificación del deseo cortoplacista. El vínculo que debería anudar nuestras palabras con nuestros actos también se deshilacha. Hace poco vi una viñeta muy graciosa que explica el crepúsculo del deber (utilizo el título de un ensayo de Guilles Lipovestky en el que el filósofo francés hablaba de este nuevo horizonte). El dibujo muestra a un hombre y a una mujer a punto de contraer matrimonio delante del altar. En la viñeta se ve cómo detrás de la novia aparece otra mujer vestida igualmente de blanco. El novio se gira y al verla le espeta entre la sorpresa y la ofensa: «¡Pero qué haces aquí! ¿No leíste el wassap que te envié?».

En un álbum que pasó muy inadvertido Manolo Tena dio hospedería a una canción cuyo título es fantástico: Lo prometido es duda. Es un juego de palabras nada gratuito. La promesa es una deuda que uno contrae con un tercero, pero aquí se convierte en la duda de si el deudor finalmente hará efectiva la devolución. No sabemos si la promesa se va a cumplir, sobre ella sobrevuela la incertidumbre,  creemos que nos reembolsaremos su contenido, pero la propia creencia implica inseguridad. El problema de no cumplir promesas no es solo quebrantarlas, sino que su incumplimiento reiterado anima a hacer nuevas promesas con enorme irresponsabilidad, puesto que uno se concede laxitud para satisfacerlas o no. Este escenario aboca por tanto a la inutilidad de las promesas. Hace casi una década escribí un libro sobre los tópicos más frecuentes que hormiguean en nuestras conversaciones más coloquiales. Para mi sorpresa comprobé que la mayoría de ellos estaban destinados a exonerarnos de la responsabilidad de nuestros actos y de nuestras palabras. El tópico más paradigmático de todos con los que me topé fue «en principio sí». Se esgrime cuando alguien nos propone algo y tenemos que responderle si aceptamos o rechazamos la propuesta, pero con el tópico ni se afirma ni se niega la participación, aunque se obligas al interlocutor a mantener en firme la suya. «¿Vienes mañana al cine?», «en principio sí». «¿Te apuntas a la clase del viernes?», «en principio sí». Llegado el momento uno haces lo que más le apetezca, puesto que no se ha dicho ni sí ni no. Se trata de no prometer nada, de no contraer deberes, de no comprometerte. Otra prueba más del delibitamiento del vínculo. En este caso no con los demás, sino entre el deseo y el deseante.



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martes, enero 19, 2016

¿Para qué queremos la ética si ya existen las leyes?



Obra de Alex Katz
El título de este artículo podría ser la misma pregunta pero en orden contrario. ¿Para qué queremos las leyes si ya existe la ética? A mí me gusta recordar que muchas leyes son el resultado del fracaso de la ética. A veces incluso lo preludian adelantándose a los comportamientos que se intuyen frustrantes si no se enfatiza el castigo adjunto a su incumplimiento. Cuando un precepto ético que consideramos valioso para armonizar la convivencia es quebrantado regularmente por un número indeterminado de personas, acaba incorporándose al orbe normativo del derecho y encarnándose en una ley. La ley pone cortapisas a aquella voluntad que no tiene en cuenta la voluntad de los otros ni el marco establecido para una acogedora interrelación de intereses compartidos. Las normas jurídicas las establecen las autoridades de una comunidad política, van dirigidas a todos sus miembros y sus infractores tendrán que responder ante un tribunal y arrostrar un castigo cifrado o en pérdida de bienes o de libertad. Las normas jurídicas no son normas morales, pero cuando la norma moral se incumple repetidamente termina legislándose. (Aquí abro un paréntesis para no caer en la ingenuidad. Muchas veces la génesis de la norma jurídica es justo la contraria. Conductas que afean la ética se legislan para provecho lucrativo y subterfugio argumentativo de algunos, que podrán justificarse aludiendo a la expresión «no sé si es ético o no, pero es legal». Platón sintetizó esta idea al definir la justicia como la conveniencia del más fuerte. Este es el motivo de que hechos que poseen validez jurídica nos resulten carentes de legitimidad moral. Cerramos paréntesis).

Conviene matizar que si uno incumple una ley y lo descubren será sancionado por ello, pero si uno incumple un mandato ético, no. Ninguna institución nos puede penalizar por conculcarlo, no hay sanción legal por comportarnos con subóptimos niveles éticos. Puede ocurrir que los perjudicados con nuestra conducta nos la reprueben, nos retiren el saludo, nos denieguen la inmerecida amistad, publiciten nuestras maneras morales para prevenir a terceros, no quieran saber nada más de nosotros, pero más allá del debilitamiento o la ruptura de la relación no existe un castigo tipificado. Aquí borbotean interesantísimas preguntas. ¿Para qué duplicar sistemas normativos? ¿Para qué necesitamos la ética si ya disponemos de un saber jurídico como el Derecho?  ¿No basta acaso con su amplio repertorio de leyes, decisiones judiciales, actividad regulatoria de sus normas y la punición de su vulneración?  La respuesta a este último interrogante es casi mecánica: No.

No podemos colocar un gendarme en cada esquina y sería un tremendo embrollo judicializar todos los aspectos de la convivencia. Creemos que es bueno que haya espacios en los que la autonomía de la persona escoja por sí misma su propia conducta. Esa autonomía y la libertad de elección que conlleva es la que finalmente nos hace éticos, o no. Pero en esta reflexión hay un punto mucho más conspicuo, nada que ver con lo anterior que a su lado se antoja colateral. La ética no se conforma con lo que somos e indaga en lo que nos gustaría ser. Este impulso ha construido un modelo de sujeto como portador de dignidad que se traduce en un llamamiento a comportarnos en el quehacer de nuestra vida de un modo acorde al modelo configurado. Esa dignidad que poseemos en tanto que existimos nos convierte en sujetos valiosos, personas con derecho a tener derechos y el deber de respetarlos. La gran aportación no es que una institución nos lo imponga, sino que nosotros como individuos autónomos estamos convencidos de que ese modelo es el más idóneo para que la convivencia sea todo lo contrario a la jungla y al inhabitable sálvese quien pueda. Aquí hay que dar dos rápidas noticias, una mala y otra buena. La mala es que la dignidad no se fundamente en nada. La buena es que si todos la respetamos a todos nos irá mucho mejor.

En El gobierno de las emociones, Victoria Camps explica que «la ética, según Kant, sólo podía ser entendida como la capacidad del individuo de darse leyes a sí mismo y no obedecer normas dadas por otros». Este convencimiento debería devenir en autolegislación y autodeterminación. Desgraciadamente no siempre es así como explicaba al principio de este texto. La prueba inequívoca es la tupida constelación de normas, leyes, reglas, instrucciones, preceptos, imperativos, ínsitos en nuestro imaginario para modular la conducta. Si necesitamos tantos diques de contención es porque desconfiamos de nuestra conducta. Incluso interiorizando nuestro modelo ético de sujeto, la labilidad humana nos hace recelar de nosotros mismos, del cumplimiento de las expectativas, de realizar lo prometido, de comandarnos según los valores que consideramos buenos para convivir de la mejor manera posible, de no transgredir la coherencia y la responsabilidad, de no magullar la dignidad del otro, de no tratar a los demás como jamás se nos ocurriría tratar a alguien con quien nos une el afecto. Los griegos lo supieron y por eso vincularon la ética y la política entendida como la organización de vidas anexadas a otras vidas en el espacio y los propósitos comunes. Para comportarse con sensibilidad ética se necesitaba un marco político, que es la variante contemporánea que postula que para poder llevar a cabo una ética de máximos (felicidad) necesitamos orquestar una ética de mínimos (justicia).

La dignidad empieza donde acaba el hambre, para ser éticos necesitamos tener acceso a bienes básicos, no podemos exigir lo mínimo a quien no tiene lo mínimo. Aclarada esta nada periférica apreciación, la historia de la humanidad nos ha enseñado algo muy sencillo, pero primordial para entender todo lo que yo he intentado explicar aquí. Algo elemental invisibilizado precisamente por su condición elemental. La adhesión emocional a un deseo puede sojuzgar la voluntad y enfangarla en un comportamiento catalogado como perjudicial para la vida en común. Toda la educación trata de evitar esta inercia, que el despotismo del deseo se lleve por delante las construcciones de la intelección. Educarnos consiste en aprender a desobedecer nuestros deseos inmediatos en aras de obedecer nuestros deseos pensados, indisciplina a caprichos que obturan nuestros hábitos para alcanzar nuestros planes insertos a su vez en un paisaje colectivo. Se trata de racionalizar el deseo para desear lo deseable sin que una autoridad normativa nos obligue a ello. Que lo que el deseo desea coincida con lo que uno debe hacer porque así lo ha dispuesto en su proyecto de vida que tiene en cuenta la dignidad inherente a sus congéneres. No es nada fácil, pero estamos sobreavisados. Aprender a vivir es una tarea para toda la vida.



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