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martes, junio 16, 2020

La fortaleza que supone saberse vulnerable


Obra de Walid Ebeid
En los cursos suelo explicar que cada vez que algo o alguien interfiere en la consecución de nuestros intereses son tres los sentimientos que súbitamente se adueñan de la gobernabilidad de nuestro entramado afectivo. Si lo que oblitera nuestros intereses es de marcado carácter inmerecido, nos enfadamos (o nos enojamos, nos indignamos, nos volvemos biliosos, o nos encolerizamos, que es un enfado huracanado); si es razonable y lo consideramos justo, nos entristecemos y nos ubicamos en alguno de los muchos gradientes que posee la tristeza (aflicción, abatimiento, frustración, pena, amargura, pesadumbre, angustia, duelo, nostalgia, compunción); si el interés no satisfecho pone en crisis nuestro equilibrio, entonces podemos escuchar en nuestras entrañas las pisadas de un miedo que deambula por nuestros pensamientos hasta agarrotarlos y convertirlos en ideas monolíticas deforestadas de  inventiva y creatividad.  Siendo intelectualmeente honestos, hay que puntualizar que la impregnación de estos sentimientos no es exactamente así. Cada vez que algo colisiona con nuestro mundo deseante disrumpe una miríada de sentimientos que la pedagogía y su carácter compendiador resumen en estos tres presentados de manera aseada y prototípica. Creo que la tristeza, el miedo y la irascibilidad se acompasan simultáneamente, lo que varía es su porcentaje de participación. Quiero decir que cuando no podemos alcanzar un propósito nos afligimos, nos enojamos, nos apocamos, en ocasiones nos sorprendemos y en otras podemos incluso llegar a sentir repugnancia ética, si entre las peculiaridades de nuestra experiencia malograda se interpone la conducta inescrupulosa de alguien. En la retícula afectiva todo se da a la vez, aunque no todo por igual. Quien jamás comparece en la contrariedad de un deseo no cumplido es la alegría. Y este jamás es de una exactitud matemática.

Recuerdo que hace unas semanas una lectora me lanzó una sugerente pregunta vinculada con la presencia de la incertidumbre cotidiana y la conversación que entablamos con ella para más o menos hacerla llevadera y compatible con una vida no yugulada por los sentimientos que acabo de citar en el párrafo anterior. Su interrogación era muy interpeladora. «¿Es posible que viviendo el tiempo suficiente con miedo, inseguridad o rabia exista algo parecido a la inmunización (convivir con estos sentimientos como parte de tu organismo sin que lo ocupen por completo)?». La pregunta es tan potente que prefiero ceder la respuesta a André Comte Sponville, uno de los filósofos que más me hace amar la vida cada vez que lo leo. En su ensayo El amor, la soledad comenta en un determinado y luminoso momento: «Tengo demasiada conciencia de lo poco que somos y podemos, demasiada conciencia de nuestra miseria, como dice Pascal, demasiada conciencia de nuestra debilidad, demasiada conciencia de los determinismos que pesan sobre cada uno de nosotros, del azar que nos hace y nos deshace, como para poder detestar verdaderamente». Se puede parafrasear, y en vez del verbo detestar colocar otras disposiciones del sentir humano. «Soy demasiado consciente de nuestra debilidad como para estar amedrentado, inseguro, encolerizado, excesivamente abatido»

A pesar de que no podemos jamás inmunizarnos de lo que nos afecta porque de lo contrario se disiparía nuestra condición de seres afectivos, acaso cierta inmunización radique en la sana aceptación de nuestra fragilidad. Aceptar nuestra fragilidad sin sentirnos víctimas es lo que nos puede hacer más fuertes y más creativos en aras de buscar alianzas para remitirla. Platón escribió que la ciudad nació porque el ser humano no se bastaba a sí mismo. El torbellino de lo cotidiano y los tiempos productivos en los que se centrifuga la vida nos hacen olvidar con mucha mas frecuencia de la deseable que somos una transitoriedad efímera y singularizada, una existencia que limita por todos lados con todas las demás existencias en una red que acoge a la vez que provoca el nacimiento de la vida humana. Somos seres humanos, es decir, somos humus, tierra, poca cosa, insignificancia que los días desplazan de un lado a otro con una indolencia que nos duele admitir. De este humus del que participa nuestra textura humana derivan dos palabras cardinales en el vocabulario de las interacciones: humildad y humillación. Cuando alguien señala nuestra pequeñez sin nuestro consentimiento nos está humillando. Cuando somos nosotras las que lo señalamos deletreándola con nuestros actos, mostramos humildad. Ambas acciones indican la fragilidad, la vulnerabilidad, la debilitación humana, nuestra condición de seres que podemos ser afectados, heridos o lesionados en cualquier momento. Lo aparentemente paradójico es que advertir nuestra vulnerabilidad en vez de hacernos débiles nos prodiga fortaleza para tomar con mejor criterio nuestro lugar en el mundo. Somos tan poca cosa que inevitablemente también tiene que ser poca cosa el motivo de nuestro miedo, de nuestra tristeza, de nuestro enojo, de nuestro apocamiento. Nuestra fuerza es la admisión de nuestra debilidad. No es una contradicción. Es un regalo de nuestra inteligencia para sentir mejor, el acto precursor de vivir mejor. 


 
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martes, mayo 26, 2020

Los afectos son la manera de ubicar lo que nos afecta


Petra Kaindel
Ayer mantuve una entretenida conversación con un amigo que imparte clases en primaria. En un determinado momento me confesó con cierto tono apesadumbrado algo que activó mis sensores: «Por lo que estoy viendo en los lugares por los que me muevo, creo que la pandemia no va a cambiar a muchas personas». Como un resorte salté y le respondí: «La pandemia no va a cambiar a nadie. Ni la pandemia ni la pospandemia. Nada nos cambia. Nos cambiamos nosotros. Sólo hay movilización en aquellos que utilizan lo que ocurre y lo que les ocurre como instrumento de análisis y palanca de transformación. Da igual la magnitud o la irradiación de las circunstancias que suceden en derredor, si uno prescinde de incorporarlas a su reflexividad primero y a su campo valorativo después». Mi amigo asintió, y aproveché para lanzar un interrogante: «¿Por qué te crees que hay tantas personas que se mueren a los 27 años, pero no las entierran hasta pasados los 72?». Al soltar esta invectiva pensé en la afectabilidad humana. Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad como especie, pero la afectividad como entramado, además de depender de causas multifactoriales ajenas al sujeto, también está atravesada de criterios personales. La afectabilidad es la capacidad de que nos afecten las intervenciones del mundo en nuestro mundo. La afectividad es la forma de ubicar sentimentalmente en la particularidad de nuestro mundo lo que nos afecta de nuestro trato con el mundo. 

La afectabilidad faculta que el mundo nos afecte en tanto que somos la compaginación rotatoria de relaciones tanto electivas como no escogidas con las que nuestra biografía no ceja de jalonarse. Esa recepción y afectación se traduce en afectividad. No es extraño que Hume denomine afecciones a los sentimientos. En Ciudad princesa leo a Marina Garcés que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos». Algo se presenta ante nuestra atención, interfiere en la inercia en la que solemos armonizarnos, nos zarandea, lo pensamos y lo alojamos en el juego de preferencias y contrapreferencias con el que establecemos las valoraciones afectivas de lo que nos sucede y de lo que hace que estemos sucediendo. De repente, brota un afecto que nos acomoda en una manera concreta de apostarnos en el mundo. En la conversación entre yo y yo acaba de implosionar una mutación destituyente y constituyente a la vez. No necesariamente ha de ser un acontecimiento aparatoso y catedralicio que percute con sus turbulencias en las narraciones de todas nosotras simultáneamente, o en el entramado afectivo de cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra aunque somos renuentes a aprenderlo: la vida suele estar agazapada en los detalles que nos hacen sentir vivos.

Un afecto puede impugnar o recalcar la cosmovisión que tenemos de nosotros mismos. Puede alcanzar la inauguración de un yo que inopinadamente se lee inédito y renovado. La presencia hipnótica de un tú puede lograr metamorfosis en otro tú, que unas palabras entrelazadas con silencios y otras palabras tanto proferidas como escuchadas nos hagan menos borrosos o incluso mucho más nítidos. Todo esto es posible gracias a la afectabilidad con la que se imprimen nuestros afectos en una gigantesca trama de evaluaciones en la que intervienen la memoria (como llave de acceso al pasado), las expectativas (como herramientas para dar forma al futuro), los relatos sobre la definición de lo posible (como material para construir presente). A pesar de que secularmente se ha segregado el mundo de los afectos del mundo de la racionalidad, los afectos no son inmunes a los argumentos. La argamasa discursiva tiene capacidad transformadora sobre los sentimientos, y a la inversa, en una deriva de retroalimentación en la que no existe un antes y un después, sino simultaneidad. Aquí radica la relevancia de abrir espacios para confrontar narrativas disonantes y tomar el riesgo de ser afectado por ellas. En mis conversaciones más confidentes repito mucho que todo de lo que se da uno cuenta después está sucediendo ahora. A la incesante valoración de ese ahora en continuo curso sobre sí mismo la llamamos sentimientos, es decir, lo que recogemos de afuera para ordenarlo de nuestra piel para dentro. Al afectarnos nos muta y al mutarnos nos afecta. Bienvenidas y bienvenidos a la circularidad sin fin en la que habitamos mientras no dejamos de estar sucediendo. 
  


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