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martes, enero 09, 2024

Ser tolerante es aceptar que nos refuten

Obra de Geoffrey Johnson

Una regla básica para el buen funcionamiento de la convivencia es que los actores participantes en una interlocución acepten pacífica y educadamente que en temas deliberativos todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento, toda idea puede ser rechazada por otra idea, todo juicio deliberativo puede ser puesto en crisis por otro juicio. Es un precepto esencial para levantar espacios de tolerancia, para que el pensamiento no caiga en la estanqueidad y se dogmatice hasta creerse dueño del sentido común. En Una filosofía del miedo, el pensador Bernart Castany define la intolerancia como «el asco espiritual que sentimos hacia todo aquello que representa alguna diferencia o desviación respecto de nuestra idea de normalidad». Quizá este sea el oculto motivo por el que nos parapetamos detrás de argumentos que investimos de una tranquilizadora irrefutabilidad. Sin embargo, todo pensamiento que no se cruza con otros pensamientos con vocación transformadora propende al estatismo y a apropiarse de ese discutible constructo llamado verdad, un riesgo de consecuencias funestas para la agenda humana que solo se puede soslayar admitiendo la regla anterior.

Lo relevante de esta regla de convivencia democrática está en una coda que olvidamos en muchas ocasiones: todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento, como he escrito anteriormente, y no pasa absolutamente nada porque sea así. En esta apostilla descansa la tolerancia más genuina. La escasa alfabetización deliberativa hace que consideremos una falta de respeto que cuestionen nuestra opinión, casi lo releemos como un allanamiento de morada discursiva. «Es mi opinión y tengo el derecho a que se respete», o «igual que yo respeto tu opinión respeta tú la mía», suelen esgrimir sus defensores con arraigado convencimiento y tono ofendido. Es fácil desmontar un argumento tan disparatado, y responder: «Claro que es tu opinión, pero el único derecho que te puedes arrogar es el de compartirla, no el que la secundemos quienes la escuchamos». Solemos confundir el verbo aceptar con el verbo respetar. Hay que respetar el derecho a opinar, pero divergir del contenido de la opinión no es faltar al respeto, es simplemente no estar de acuerdo. Que una persona discrepe de nuestros argumentos no significa que esté enemistada o esté poniendo en cuestión el ser en el que nos instituimos. Tan solo ocurre que no opina igual. 

Ortega y Gasset escribió que cada vida es una perspectiva del universo, y saberlo ayuda a entender mejor los argumentos ajenos, pero también a avenirnos a que hay mucha contingencia en los nuestros. Igual que la ciencia se expone a la comprobación, nuestras ideas pueden y deben someterse a la refutación si decidimos hacer un uso público de ellas. Asumir esta máxima es la única forma de progreso deliberativo en un marco democrático de ideas discordantes. Pensar juntas y juntos no es golpearnos con nuestros argumentos, fin último que persiguen los debates polarizados y por tanto fosilizados discursivamente. La misología (odio por el razonamiento) anuncia la consunción del entendimiento mutuo, sin el cual es imposible el espacio político y por la tanto la vida en común, y a la vez abre la puerta a la emocracia, al poder de las emociones viscerales enemigas acérrimas de la inferencia, la reflexión y la bondad, sin la cual no es posible ni el acuerdo ni la concordia. En un momento tendente a emitir afirmaciones superfluas con capacidad de movilizar emociones primarias, fomentemos el pensamiento pausado que invite a considerar desde de la duda. Pensar juntos y juntas es encontrar evidencias compartidas que nos vertebren mejor como personas y como ciudadanía, que extiendan nuestro poder de existir al discernir lo posible. Las palabras no solo titulan el mundo, también lo conforman cuando lo declaran, y lo abren a la posibilidad cuando lo piensan críticamente. Hablemos y escuchemos. Que el 2024 sea propicio para este cometido en el que nos va la vida.

 
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martes, enero 18, 2022

Disfrutar es desear lo que se tiene

Obra de Anita Kleim

Por casualidad me topo con un texto de Irene Vallejo en el que se hace las siguientes preguntas con sus correspondientes contestaciones: «¿Solo sentimos el valor de lo que fue nuestro y dejamos escapar? ¿Todos nuestros paraísos son paraísos perdidos? La mayoría de nosotros no sabemos decir con exactitud en qué consiste la felicidad hasta que ya la sentimos vivida por completo. Cuántas veces la reconocemos al recordarla, pero sin haberla percibido con claridad mientras duraba». No recuerdo a qué poeta le leí el mismo argumento geográfico aunque formulado con la condensación audaz del aforismo: «La felicidad se ubica entre todavía no y ya no».  Escribo aquí la palabra felicidad para respetar la literalidad de la cita, pero esta palabra lleva unos años desterrada de mi vocabulario por la sencilla razón de que su uso, en vez de esclarecer nuestros afectos y nuestro mundo desiderativo, los emborrona y los convierte en vaporosos y desconcretos. La decisión de eliminar este término se acrecentó después de leer Happycracia, el ensayo de Eva Illouz y Edgard Cabanas en el que patentizan que para esa dupla formada por el pensamiento neoliberal y la cultura de autoayuda la felicidad es una idea instrumentalizada espureamente que en vez de proporcionar bálsamo provoca desasosiego crónico. En mi caso prefiero utilizar la palabra alegría, el sentimiento que aflora cuando la realidad favorece nuestros intereses. También me gusta mucho la palabra sentido, la narración en la que encajamos el devenir de nuestros días para conferir orientación y puntos de arraigo a la instalación de nuestra existencia en el mundo de la vida. Tanto la alegría como el sentido le deben mucho a la atención, a esa capacidad con la que decidimos dónde posar nuestra percepción y cómo absorber sentimentalmente lo percibido. Creo que acabo de definir en qué consiste la autonomía humana.

Sigo leyendo la prosa amable y sabia de Irene Vallejo: «Cuando la memoria regresa al pasado, nos damos cuenta de que hemos dejado atrás, sin pararnos, casi sin verlos, los oasis más verdes. Por eso Fausto, el personaje de Goethe, vendía su alma al diablo a cambio de un momento del que poder decir: “¡Detente, instante, eres tan bello…!. No se trataba solo de felicidad, sino de la conciencia de esa felicidad mientras duraba». De nuevo recuerdo otro aforismo en el que se aseveraba que «solo los poetas están en disposición de valorar las cosas sin necesidad de que se las lleve la corriente». Obviamente no se trata de dedicarnos a escribir poemas para pertrecharnos de una sensibilidad lírica, sino de inaugurar cada nuevo día con una mirada creadora, un sistema de evaluación cabal que nos permita estratificar prioridades y advertir la suerte que albergamos de estar vivos sin demasiadas averías ni en el cuerpo, ni en los afectos, ni en la dignidad. Sin embargo, la torpeza humana nos vuelve miopes para contemplar y  disfrutar  lo maravilloso que está a nuestro alcance, que es mucho, y nos dona una vista de lince para detectar lo que nos falta, que también es mucho, pero mayoritariamente innecesario. Esta constatación no está reñida con la ampliación de posibilidades, la propensión a ensanchar los límites de nuestro campo de acción y a indignarnos si intentan estrechárnoslos con decisiones injustas.

El filósofo francés Andre Conte-Sponville decía que en vez de fijarnos obsesivamente en lo que nos falta, cultivemos la práctica de demorar nuestra atención en lo que tenemos. No es una apelación al conformismo, sino una prescripción para sortear la pegajosidad de la tristeza. La sentimentalidad consumista nos recuerda siempre las ausencias que nos incompletan y nos reprueba que nos conformemos con estar plácidamente repantingados en la zona de confort, es decir, que censura que nos sintamos cómodamente guarecidos de la incertidumbre y la precariedad, cuando sabemos que ambas circunstancias erosionan el vivir bien hasta convertirlo en un vivir mal. El consumismo incita a desear aquello que no tenemos, a sentirnos decepcionados si no alcanzamos lo que el propio consumo nos permite colmar (de aquí deriva el título La sociedad de la decepción de Lipovetsky). En La Felicidad, desesperadamente, Comte-Sponville señala otra dirección del deseo, muy acorde con el título de la obra. El deseo no es solo anhelar lo que no tenemos, es también anhelar que sigamos teniendo lo que ya tenemos. La sabiduría del desesperado es la de quien no  espera nada porque ha logrado estar tranquilo con lo que posee. Es una desesperación inteligente que no cursa con la zozobra sino con el sosiego y la ataraxia. Por eso es propia del sabio. «Disfrutar es desear lo que se tiene». No lo digo yo. Lo dice Sponville. Pero lo suscribo categóricamente.

Acabo de ver una entrevista que hace unos meses le hicieron al retirado periodista deportivo José María García. Hace tiempo le diagnosticaron un cáncer. Todas las pruebas que le realizaron hacían prever un desenlace aciago, aunque afortunadamente no fue así. El entrevistador le pregunta que si la posibilidad de saber que la vida puede cancelarse en cualquier instante le ha cambiado la manera de afrontar las cosas. La respuesta de García es antológica: «¿Ves esta vaso de agua que me han puesto aquí para la entrevista? Antes de la enfermedad lo podía ver medio lleno o medio vacío. Ahora lo veo siempre lleno». El psicólogo Axel Ortiz explica muy bien esta forma de mirar: «Cuando tenemos conciencia de lo afortunados que somos por lo que sí tenemos, nuestra vida se vuelve asombrosa».  Nada más leer esta reflexión me he acordado de un aforismo de mi añorado Vicente Verdú. Lo escribió poco antes de que un cáncer le interrumpiera abruptamente la vida. «La gente que se queja de que no le pasa nada, no sabe de cuanto mal se libra».

 

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martes, julio 06, 2021

Cuidar el diálogo allí donde se debate tanto

Obra de Nicolás Odinet

Siempre es maravilloso traer un libro al mundo. Acaba de ver la luz la publicación colectiva Mediación y justicia restaurativa en la infancia y la adolescencia. (Huygens Editorial). Participo con la escritura de un largo capítulo titulado Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos.  La idea central de este capítulo radica en que hemos trocado la palabra que circula entre nosotros con el afán de edificar intersecciones que faciliten la vida compartida (diálogo) por el monólogo estático que busca golpear y derribar el de nuestro oponente sin el menor deseo de enriquecimiento mutuo (debate). La esfera política exhibe ejemplos paroxísticos de debatir en detrimento de dialogar. El bulímico afán de rédito electoral requiere la polarización de las ideas, extremar las posiciones, enconar los ánimos y visceralizar las reacciones, arrinconar la ponderación y maximizar los maniqueísmos, atribuir mala intención al contrincante discursivo que de este modo nunca podrá alzarse en aliado en la búsqueda de evidencias que mejoren el espacio interseccional (fin último del diálogo). En este capítulo además trato de explicar cómo estas prácticas discursivas entronizadas y naturalizadas en el paisaje político y parlamentario permean capilarmente en las distintas esferas de la experiencia humana. Es fácil colegir cómo la liturgia de la confrontación partidista se expande al círculo de la interacción cotidiana hasta acabar contaminando a la infancia y a la adolescencia. Conviene no desdeñar el peso del aprendizaje por observación entre nuestras pertenencias culturales. Los animales humanos propendemos a mimetizar las conductas de aquellas personas que son significativas, y en las democracias deliberativas nuestros representantes electos lo son.

El diálogo en la exposición pública vive momentos muy crepusculares, pero el debate se encuentra en pleno mediodía. Noam Chomsky e Ignacio Ramonet escribieron un pequeño opúsculo titulado Cómo nos venden la moto. En sus páginas desvelaban un repertorio de técnicas de persuasión empleadas por los grandes medios y las concentraciones de poder con el fin de uniformizar nuestro pensamiento y erradicar cualquier indicio crítico. Ese libro se publicó hace veinticinco años, cuando el mundo pantalla era de una bisoñez enternecedora. La persuasión en el actual mundo omnipantallizado es mucho más sutil y sagaz. Sus efectos son tremendamente damnificadores para la polifonía de argumentos sustancial a las sociedades abiertas y al diálogo como instrumento para articularlas. Acabo de leer La civilización de la memoria pez del filósofo francés Bruno Patino. Me ha dejado la misma desasosegante sensación que cuando le leí a Marta Peirano El enemigo conoce el sistema, o Capitalismo de plataformas de Nick Srnicek. Patino cita el ensayo El filtro burbuja del ciberactivista Eli Pariser para explicarnos algo de crucial relevancia para nuestra concepción discursiva de la convivencia, y por lo tanto para el diálogo que entablamos con nosotros mismos y con los demás. Cuando navegamos por el e-mundo en realidad navegamos por la digitalización de un mundo prefigurado por una inteligencia algorítmica. Los algoritmos identitarios y comportamentales reconfiguran en nuestra pantalla un mundo personalizado basado en los datos de nuestras anteriores elecciones. Nadie ve  lo mismo en su pantalla, nadie se encuentra lo mismo en los motores de búsqueda, nadie recepciona los mismos hilos de noticias. La web decidide lo que leemos y lo que vemos. Bienvenidos a una burbuja epistémica. Este hecho tan nuclear y tan poco recalcado voltea por completo las viejas técnicas de la propaganda. Debido al filtro «somos los autores de nuestra propia propaganda», como concluye Patino.  

Cuando accedemos al mundo digitalizado de la pantalla vemos el mundo que los oligopolios de la atención nos han organizado personalmente a través de la recogida de nuestros datos. De repente el mundo está sesgado según nuestros intereses, un mundo eximido de oposición discursiva, aislado de la diversidad y heterogeneidad de miradas que permitan enriquecer la propia. Bruno Patino cita tres grandes sesgos que operan en este ecosistema y que, me permito añadir, irradian una alta nocividad para el diálogo. Ahí están el sesgo de confirmación (acabamos encontrando lo que buscamos, aquello que avala nuestros argumentos), el sesgo de representatividad (la utilización de un ejemplo para ratificar un argumento se acaba convirtiendo en verdad universal, subvirtiendo de este modo la mecánica del razonamiento científico), y el sesgo de repetición (damos más relevancia a la información que vemos más veces, lo que en las redes significa que quienes tienen más actividad se apropian de esa relevancia. Si las personas más activas son las que más confían en sí mismas, y, según el efecto Dunning-Kruger, las que más sobreestiman su habilidad suelen ser las que poseen mayor grado de ignorancia, se colige que quienes menos saben se erigen en más visibles y por tanto en más informativamente relevantes). En este desalentador paisaje irrumpe otro sesgo. Si la inteligencia algorítmica nos muestra un mundo en complaciente simetría con nuestras ideas, es muy fácil caer en el falso consenso, creer erróneamente que la mayoría piensa de un modo muy parecido a nosotras y nosotros, lo que todavía reafirma más la creencia de estar en lo cierto, un auténtico escollo para la emergencia de la duda, la autocrítica y la comprensión empática de la divergencia. Este ecosistema es perverso para el fomento del diálogo, pero es endémico para la generación de verdades dogmáticas y por lo tanto para fertilizar la histerización de la conversación pública. La filósofa brasileña Marcia Tiburi defiende que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». La vida humana es vida humana porque es compartida precisamente con ese otro que el filtro burbuja y el debate tratan de eliminar. Cuidar el diálogo es cuidar a ese otro que somos todas y todos simultáneamente.

 

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martes, mayo 26, 2020

Los afectos son la manera de ubicar lo que nos afecta


Petra Kaindel
Ayer mantuve una entretenida conversación con un amigo que imparte clases en primaria. En un determinado momento me confesó con cierto tono apesadumbrado algo que activó mis sensores: «Por lo que estoy viendo en los lugares por los que me muevo, creo que la pandemia no va a cambiar a muchas personas». Como un resorte salté y le respondí: «La pandemia no va a cambiar a nadie. Ni la pandemia ni la pospandemia. Nada nos cambia. Nos cambiamos nosotros. Sólo hay movilización en aquellos que utilizan lo que ocurre y lo que les ocurre como instrumento de análisis y palanca de transformación. Da igual la magnitud o la irradiación de las circunstancias que suceden en derredor, si uno prescinde de incorporarlas a su reflexividad primero y a su campo valorativo después». Mi amigo asintió, y aproveché para lanzar un interrogante: «¿Por qué te crees que hay tantas personas que se mueren a los 27 años, pero no las entierran hasta pasados los 72?». Al soltar esta invectiva pensé en la afectabilidad humana. Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad como especie, pero la afectividad como entramado, además de depender de causas multifactoriales ajenas al sujeto, también está atravesada de criterios personales. La afectabilidad es la capacidad de que nos afecten las intervenciones del mundo en nuestro mundo. La afectividad es la forma de ubicar sentimentalmente en la particularidad de nuestro mundo lo que nos afecta de nuestro trato con el mundo. 

La afectabilidad faculta que el mundo nos afecte en tanto que somos la compaginación rotatoria de relaciones tanto electivas como no escogidas con las que nuestra biografía no ceja de jalonarse. Esa recepción y afectación se traduce en afectividad. No es extraño que Hume denomine afecciones a los sentimientos. En Ciudad princesa leo a Marina Garcés que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos». Algo se presenta ante nuestra atención, interfiere en la inercia en la que solemos armonizarnos, nos zarandea, lo pensamos y lo alojamos en el juego de preferencias y contrapreferencias con el que establecemos las valoraciones afectivas de lo que nos sucede y de lo que hace que estemos sucediendo. De repente, brota un afecto que nos acomoda en una manera concreta de apostarnos en el mundo. En la conversación entre yo y yo acaba de implosionar una mutación destituyente y constituyente a la vez. No necesariamente ha de ser un acontecimiento aparatoso y catedralicio que percute con sus turbulencias en las narraciones de todas nosotras simultáneamente, o en el entramado afectivo de cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra aunque somos renuentes a aprenderlo: la vida suele estar agazapada en los detalles que nos hacen sentir vivos.

Un afecto puede impugnar o recalcar la cosmovisión que tenemos de nosotros mismos. Puede alcanzar la inauguración de un yo que inopinadamente se lee inédito y renovado. La presencia hipnótica de un tú puede lograr metamorfosis en otro tú, que unas palabras entrelazadas con silencios y otras palabras tanto proferidas como escuchadas nos hagan menos borrosos o incluso mucho más nítidos. Todo esto es posible gracias a la afectabilidad con la que se imprimen nuestros afectos en una gigantesca trama de evaluaciones en la que intervienen la memoria (como llave de acceso al pasado), las expectativas (como herramientas para dar forma al futuro), los relatos sobre la definición de lo posible (como material para construir presente). A pesar de que secularmente se ha segregado el mundo de los afectos del mundo de la racionalidad, los afectos no son inmunes a los argumentos. La argamasa discursiva tiene capacidad transformadora sobre los sentimientos, y a la inversa, en una deriva de retroalimentación en la que no existe un antes y un después, sino simultaneidad. Aquí radica la relevancia de abrir espacios para confrontar narrativas disonantes y tomar el riesgo de ser afectado por ellas. En mis conversaciones más confidentes repito mucho que todo de lo que se da uno cuenta después está sucediendo ahora. A la incesante valoración de ese ahora en continuo curso sobre sí mismo la llamamos sentimientos, es decir, lo que recogemos de afuera para ordenarlo de nuestra piel para dentro. Al afectarnos nos muta y al mutarnos nos afecta. Bienvenidas y bienvenidos a la circularidad sin fin en la que habitamos mientras no dejamos de estar sucediendo. 
  


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