Pintura de Alex Katz |
Suelo empezar cualquiera de mis cursos y charlas citando una reflexión de Daniel Kahneman, psicólogo con el premio Nobel de Economía bajo el brazo. Recuerdo una entrevista en la que en una
sola frase Kahneman resumía su descomunal obra Pensar
rápido, pensar despacio: «el mayor error del ser humano es ignorar la ignorancia
que posee sobre su propia ignorancia». En esa voluminosa obra Khaneman nos invita a que
recelemos de nuestros juicios. Lo más probable es que
se hallen intoxicados de irracionalidad, aunque investidos de lo contrario gracias a la perezosa participación del intelecto. Una
trampa mental frecuente en nuestros análisis consiste en el marco de referencia. El mismo enunciado
se puede presentar en versiones distintas que generan respuestas diametralmente
opuestas en quien ha de adoptar una decisión. Existe una extendida anécdota que ejemplifica la relevancia nuclear del encuadre como elemento distractor
del juicio, cómo el pensamiento se ancla en las palabras con que elegimos
expresarnos y establece sus balances desde ese punto de referencia. Un
sacerdote le pregunta a su superior si puede fumar mientras reza. La propuesta
se considera casi una apostasía y la incendiada respuesta es un airado no. Sin
embargo, días después este sacerdote le sugiere lo mismo a otro
superior, sólo que modificando el marco de referencia. «¿Podría rezar mientras
fumo?». La respuesta es un sonriente y angelical «por supuesto», con palmada en el hombro incluida. Al hilo de esta anécdota recuerdo
a un músico de rock que tenía dudas para enjuciarse correctamente a sí mismo. Con buen criterio contemplaba cómo su conclusión variaba según el elemento de comparación establecido: «Si
me comparo con un santo, soy un demonio. Si me comparo con un demonio, soy
un santo». San Agustín hace ya diecisiete siglos recomendaba utilizar la
maleabilidad del encuadre como protección de la autoestima: «Cuando
yo me considero a mí mismo, no soy nada. Cuando me comparo, valgo bastante». A veces somos nosotros las víctimas del sencillo marco que elige otro. En las páginas de Sociofobia César Rendueles narra una anécdota tremendamente ilustrativa de lo que quiero explicar: «Cuando algunas gasolineras estadounidenses empezaron a cobrar un recargo a los usuarios que pagaban con tarjeta de crédito, se produjo un movimiento de boicot de los consumidores. La respuesta de las gasolineras fue subir los precios a todos por igual y ofrecer un descuento a quienes pagaban en efectivo. El boicot se canceló».
El anclaje cobra un protagonismo central en
nuestras deliberaciones. Anclar la percepción en un punto en vez
de en otro discrimina aspectos que serían sobresalientes mirados desde otro
prisma, y, al contrario, enfatiza aspectos que desde otro ángulo de observación serían
catalogados como marginales. Matteo Motterlini en su libro Trampas mentales dedica un epígrafe a esta tendencia cuyo título es una lacónica pero perfecta explicación: «el marco modifica el cuadro». Cualquier profesor se ha adherido
involuntariamente a los mecanismos mentales del efecto marco en la corrección
de exámenes. Un ejercicio regular se relee como nefasto si con anterioridad han
caído en nuestras manos un par de ejercicios brillantes. O al revés. Si uno lleva varias
horas leyendo ejercicios mediocres, considerará notable un ejercicio que en
otro marco sería meramente aceptable. Se colige por tanto que la secuencia determina
nuestro juicio (efecto halo), y esta propensión es extendible a balances de muy distinta genealogía (ética, estética, creativa, etc.). Aunque nos cueste aceptarlo, construimos y
parangonamos desde las emociones. La racionalidad de la que tanto presumimos los
seres humanos no es el cálculo confeccionado más racionalmente, sino el que
mejor regula la participación de las emociones en la convalidación de un juicio. Nuestro pensamiento (sistema 2 en la nomenclatura de Kahneman) tiende a la pereza y se
deja arrullar por patrones de ideas, asociaciones, intuiciones y sesgos (sistema
1) para caer en una somnolencia mental confortable que declina realizar grandes
esfuerzos y recabar demasiada información. La intelección subroga sus
obligaciones. Nacen así los tópicos (soy coautor de un libro sobre ellos, los conozco bien), los prejuicios, las suposiciones, los
estereotipos, las inferencias sin base, la evaluación torpona que deduce lo fácil
y rápido para economizar energía y tiempo. Nacen nuestros juicios, certezas redondeadas
por encima cuya escasa fiabilidad no impide que las utilicemos para
construir otras certezas. Mejor dicho. Supuestas certezas.
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