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martes, mayo 12, 2020

En el diálogo no hay vencedores ni vencidos


Obra de Elizabeth Peyton
Hace unos días leía una anécdota muy hilarante en la que una mujer se maravillaba de un tipo que asumía su ignorancia ante una cuestión concreta con la que le estaba interpelando. Más o menos el hombre le respondía que no tenía una opinión lo suficientemente sólida como para atreverse a expresarla. Al instante me acordé de un email que envié hace unas semanas. Me solicitaban escribir un texto sobre desobediencia civil para alentar una protesta contra el confinamiento. Contesté enseguida al remitente: «Con respecto al texto que me comentas, no tengo clara mi posición ante lo que está ocurriendo estos días. Cuando mi opinión no está bien formada, o titubea ligeramente, no la comparto en público. Sé que no aportaría nada útil. Fomentaría la confusión». Cada vez valoro más estar callado cuando quebrantar el silencio no colabora en nada a la situación sometida a examen. Agrego que este posicionamiento no busca un enaltecimiento del silencio, porque el silencio guarda muchas aristas y encomiarlo sin matices es utilizar su nombre en vano. A mí me encanta acurrucarme en el silencio cuando estoy saturado de ruido. Me ayuda mucho a que mi mirada se aprovisione de perspectiva y a sentir la insignificancia de las cosas que he permitido que me abrumen. Sin embargo, el silencio me incomoda sobremanera cuando necesito y pido que me hablen y me ayuden a entender lo que no puedo entender si no me hablan, me explican y se explican. 

En la literatura del conflicto se reitera la centralidad de hablar y escuchar, pero muy poco la de callar, cuando proferir ocurrencias irreflexivas es emborronar innecesariamente la orografía sobre la que se intenta deliberar. Decir lo que uno piensa sin pensar lo que uno dice es degradar la sacralidad de la palabra en la que estamos sucediendo para el que nos escucha. Como diría Emilio Lledó, «desarraiga sus palabras de la vida». Como nuestro pauperismo discursivo confunde opinión con derecho a opinar, el silencio o la ausencia de opinión rara vez se presenta como alternativa. Que tengamos derecho a opinar no significa que sea obligatorio opinar. Suele ser muy habitual que cuando alguien empaqueta diferentes argumentos en una opinión, y recibe alguna crítica, acto seguido se parapete en que es su opinión y por tanto tenemos el deber de respetarla. No, no es así. Estamos obligados a respetar su derecho a opinar, pero no a compartir el contenido de esa opinión, que puede ser argumentativamente muy frágil y estar construido con razonamientos muy equívocos o directamente disparatados. Más todavía. Si alguien comparte su opinión, al mismo tiempo está accediendo a que su argumento pueda ser refutado por otro argumento sin victimizarse por ello. Cuando se admite esta posibilidad, que es la que convierte al diálogo en un zigzagueo de ideas que se afinan mutuamente, aumentan las probabilidades de no opinar sobre aquello sobre lo que no se tiene opinión, no al menos una opinión que pueda polinizar con otra opinión para fecundar una opinión mejor. 

Estos días estoy preparando un artículo para un libro de autoría coral. Trata sobre la importancia del diálogo y lo nefasto del debate para la construcción de paisajes compartidos. Desgraciadamente, las personas debatimos mucho, pero dialogamos muy poco, quizá por un mero mimetismo con los resortes dialécticos que se esgrimen tanto en la política folclórica como en las industrias de la persuasión que azuzan ese folclore tan poco dado a expresar contenidos de naturaleza verdaderamente reflexiva y sin embargo encantado de monocultivar la reacción emotiva y febril. Dialogar no es solo la práctica en la que se comparten y se funden argumentos para  alcanzar el encuentro con el otro, es la predisposición sentimental a que la excursión argumentativa de nuestro interlocutor pueda modificar e incluso eliminar nuestros argumentos en favor de los suyos. Cuando ocurre algo así, una buena pedagogía discursiva nos debería exhortar a releer esta experiencia como una victoria deliberativa en la que gracias al poder transformador de los argumentos uno acaba hospedado en un argumento más confortable que el anterior. Nos convencemos a nosotros mismos aunque los argumentos puedan provenir de alguien que no somos nosotros, puesto que los hacemos nuestros a través de la inexpropiable convicción personal. Recuerdo que una amiga mía se quejaba de que siempre que hablábamos terminaba adscribiéndose a mis argumentos, y no al revés. Un día me lanzó una queja: «¡Siempre ganas tú!». Se acababa de leer mi ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo, y no pude por menos de exclamar mientras compartía mi risa: «¡Creo que deberías volver a leer el libro, o debería reescribirlo para explicarme mejor». En el diálogo no hay vencedores ni vencidos, pero tampoco convencidos. Hay hospitalidad y autoconvencimiento. Cuando en alguna ocasión alguien me ha dicho que lo he convencido, le he respondido inmediatamente que no, que no es así:  «Utilizando algunos de mis argumentos, te has convencido tú solo». Es un instante increíblemente mágico. La autonomía personal con la que intervenimos en el mundo se autodetermina para ganar en autonomía. Cuando contemplo esta maravilla, siento que el diálogo es lo que nos hace humanos. 



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martes, enero 21, 2020

Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos



Obra de Alex Katz
Compruebo con desolación que cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos. Erróneamente creemos que dialogar y debatir son términos sinónimos, cuando sin embargo denotan realidades frontalmente opuestas. Como hoy 21 de enero se celebra el Día Europeo de la Mediación, quiero dedicar este artefacto textual a todas esas mediadoras y mediadores con los que la vida me ha entrelazado estos últimos años tanto en el ámbito de la docencia como fuera de ella. El mediador es un prescriptor del diálogo entre los agentes en conflicto allí donde el diálogo ha fenecido, o está a punto de morir por inanición, o es trocado por el debate y la discusión. Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que condecora al destino comunitario con la medalla de oro en el evento humano. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula entre nosotros, que como he escrito infinidad de veces debería ser el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y bondad.

El prefijo dia, que da osamenta léxica a la palabra diálogo, ha desatado mucha tergiversación terminológica. Es habitual conceder consanguinidad semántica a términos como diálogo, debate, discusión, disputa. El prefijo latino dis de discutir se asemeja fonéticamente al dia de diálogo, pero son prefijos con significados desemejantes. Dis alude a la separación. El término discutir proviene del latín discutere, palabra derivada de quatere, sacudir. Discutir por tanto sería la acción en la que se sacude algo con el fin de separarlo. También significa alegar razones contra el parecer de alguien, y ese «contra» aleja por completo la discusión de la esfera del diálogo. Discutir y polemizar, que proviene de polemos, guerra en griego, son sinónimos. En el diálogo se desea lograr la convergencia, en la discusión se aspira a mantener la divergencia. Y cuando se polemiza se declara el estado de guerra discursiva. 

Algo similar le ocurre al debate, cuya etimología es de una elocuencia aplastante. Proviene de battuere, golpear, derribar a golpes algo. De aquí derivan las palabras batir (derrotar al enemigo), abatir (verbi gracia, abatir los asientos del coche, léase, tumbarlos o inclinarlos), bate (palo para golpear la pelota en el béisbol, o para hacer lo propio fuera del béisbol con un cuerpo ajeno), abatido (persona a la que algo o alguien le han derruido el ánimo).  Debate también significa luchar o combatir. El ejemplo que comparte el diccionario de la Real Academia para que lo veamos claro es muy transparente: Se debate entre la vida y la muerte. Debatir rotularía la pugna en la que intentamos machacar la línea argumental del oponente en un intercambio de pareceres. Queremos batirlo. En el debate no se piensa juntos, se trata de que los participantes forcejeen con el pensamiento de su adversario y lograr la adhesión del público que asiste a la refriega.  El debate demanda contendientes en vez de interlocutores, porque en su circunscrito territorio de normas selladas se acepta que allí se librará una contienda en la que se permiten los golpes dialécticos, un espacio en el que las ideas del adversario son una presa que hay que abatir.

La bondad que el diálogo trae implícita (me refiero al diálogo práctico que analicé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza -ver-) dociliza las palabras y cancela la posibilidad de que un argumento se fugue hacia el golpe y sus diferentes encarnaciones. El exabrupto, la imprecación, el dicterio, el término improcedente, las expresiones lacerantes, el maltrato verbal, el zarpazo que supone hacer escarnio con lo que una vez fue compartido bajo la promesa de la confidencia, el silencio como punición, el comentario cáustico y socarrón, la coreografía gestual infestada de animosidad, o la voz erguida hasta auparse a la estatura del grito, siempre aspiran a restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. No tienen nada que ver con el diálogo, pero son utilería frecuente en los debates y en las discusiones. Además de tratarse de acciones maleducadas, también son contraproducentes, porque hay palabras que ensucian indefinidamente la biografía de quien las pronunció. Más todavía. Si las palabras se agreden, es muy probable que también se acaben agrediendo quienes las profieren. Sin embargo, la palabra educada y dialógica concede el estatuto de ser humano a aquel que la recibe. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros, aunque simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con el respeto y el cuidado que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo al que con alegría le concedemos derechos. Y con el que también alegremente contraemos deberes.



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