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viernes, enero 16, 2015

El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras



Cuando escribí el manual La educación es cosa de todos, incluido tú (Editorial Supérate, 2014, ver web del libro) dediqué uno de sus treinta y tres epígrafes al ejemplo. Recuerdo que en un rincón de una de las páginas susurré que «el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras». Sin embargo, me olvidé de agregar una coda importantísima: el ejemplo puede prescindir de la utilización de palabras, pero sí necesita conocer cuáles son las que quiere ejemplificar. El ejemplo es la suma de patrones admirables que se pueden observar y verbalizar en alguien concreto y que inspiran miméticamente a la comunidad para dar con una versión más afinada de sí misma. El mal ejemplo es justo lo contrario, el sumatorio de conductas que zancadillean nuestra condición de existencias vinculadas con otras existencias. Y embarran nuestras interacciones.

En este mismo ensayo me atreví a parafrasear uno de los imperativos categóricos de Kant utilizando un lenguaje más coloquial y próximo, y lo vinculé al ejemplo como enseñanza vicaria: «Exígete actuar como si tu comportamiento fuera elegido de ejemplo para toda la humanidad». Es evidente que el ejemplo vincula con la conducta y no con las palabras que sin embargo necesita conocer para encarnarse en comportamientos plausibles. Desgraciadamente el ejemplo se ha despegado de la conducta y se ha instalado exclusiva y muy cómodamente en las palabras. Dicho de un modo más inteligible. La ética vive entronizada en nuestro discurso, pero destronada de nuestros actos. No me refiero a mantener una fidelidad férrea que la vida suele ridiculizar tarde o temprano, ni a los muchos microcosmos que cruzamos al cabo del día y en los que es difícil no caer en alguna contradicción. Me refiero a que las grandes palabras y los grandes hechos al menos no tomen direcciones diametralmente opuestas. Mi poeta favorito en la adolescencia escribió un verso que yo me aprendí de memoria: «Palabras, palabras, palabras, estoy harto de todo aquello que puede ser mentira». Es un verso del siglo XIX, pero es perfecto para estos días cuajados de promesas en los que uno anhela menos palabras y más hechos. O para cerrar en un círculo este texto. Menos labia y más ejemplo, que es el único discurso que no necesita palabras porque ya nos encargamos nosotros de leerlas en la biografía del orador.



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lunes, marzo 03, 2014

El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras



El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, cierto, pero es un discurso que sí necesita saber qué palabras son las que hay que ejemplificar. Los seres humanos absorbemos e interiorizamos la conducta de aquellas personas que han obtenido éxito, que son admiradas por el resto de la tribu. Intentamos clonar sus patrones de comportamiento con la esperanza de que también así obtengamos parte de esa recompensa, que a nosotros la realidad nos trate con la misma cordialidad que brinda a quien se ha conducido de ese modo. Se trata de un aprendizaje por modelado. Un aprendizaje vicario en el que voluntaria o involuntariamente evaluamos a los demás y reproducimos aquellas pautas que han sido validadas por el argumentario social y a las que se le ha concedido algún tipo de gratificación. Ese premio no es necesariamente monetario. Puede ser un elogio, un aplauso, un aumento de la cotización social, una muestra de cariño, el reconocimiento del grupo a algo bien hecho. De ahí la relevancia de la ejemplaridad, de elegir moldes que nos proporcionen versiones mejoradas de nosotros mismos en vez de empujarnos a procesos de que estimulen nuestra propia miniaturización. Hay que mimetizarse con lo que nos abrillanta, no con lo que nos deslustra.

Con esta perpetua evaluación y selección se configura nuestro mapa de valores, aquello que resulta central para nosotros, aquello que por ser relevante para nuestra persona lo hacemos sin ninguna sensación de esfuerzo, pero que a cualquier otro con un código axial distinto al nuestro le resultaría una tarea enojosa e ímproba. Platón escribió que educar no es otra cosa que enseñar a admirar lo admirable. Hay que aprender a discernir lo admirable de lo que no lo es, lo plausible de lo execrable, lo que merece la admiración de lo que se hace acreedor de un reproche, lo que nos multiplica de lo que nos vuelve herrumbrosos. Pero no podemos quedarnos sólo ahí, empantanados en una teoría que sin más deviene estéril. Hay que dar dos pasos más al frente, dos decisiones para saltar a la acción, que es donde la vida se solidifica y habita entre nosotros. Reproducir en nuestra conducta lo admirable y sabotear lo abyecto. No hay mayor enseñanza posible para los que nos circundan y nada más eficaz para adecentar el mundo. La buena noticia es que este tipo de educación no requiere la participación de ningún esfuerzo adicional. El ejemplo se encargará de ello. Se trata de la única pedagogía en la que uno no tiene que hacer nada para dar clase.