La semana pasada tuve que explicar de qué escribo cuando escribo. Suelo ser muy torpe cuando intento desentrañar el contenido de mi escritura, resumir qué temas abordo en el instante en que me pongo a desgranar ideas e hilvanar argumentos mientras amontono palabras en la pantalla. Me encontraba en Zaragoza impartiendo el taller presencial Armonizar el desacuerdo y de repente me encontré diciendo: «Escribo de lo que habla el animal que habla cuando habla con otros animales que también hablan». Aristóteles es categórico cuando afirma que el ser humano es el único animal que posee palabra. Cuando en alguna clase reparo en está particularidad tan humana, las alumnas y alumnos suelen objetar añadiendo que los animales también se comunican, equiparando el verbo comunicar con el verbo hablar. Piensan en sus animales de compañía y no dudan en admitir que mantienen con ellos flujos discursivos en los que los animales entienden lo que les quieren decir y lo demuestran ajustando su comportamiento a lo que se les pide. Por supuesto que los animales se comunican, pueden emitir sonidos que denoten placer y dolor, o un abanico de emociones básicas como miedo, enfado, alegría y tristeza, pero la invención del lenguaje articulado sirve para empeños extremadamente más sofisticados.
Aristóteles escribió que la palabra (logos) es el instrumento para poder
deliberar en torno a lo justo y lo injusto, a lo conveniente y a lo
inconveniente. Frente a los dioses (que son infalibles) y los animales (que se
rigen por el instinto), sólo los seres humanos deliberamos por el sencillo
motivo de que la organización de la vida compartida puede fungirse de muy
diversas maneras. Tenemos el deber humano de dialogar acerca de qué consideramos una vida buena y qué condiciones y valores creemos preferibles para que todas las personas puedan aspirar a desarrollarla. La tan
denostada palabra política significa exactamente esta deliberación sobre elegir cómo articular la convivencia de la forma mas óptima. Esta reflexión solo es
posible en el ir y venir de argumentos provenientes de las personas a quienes nos afecta la convivencia. Emilio Lledó comenta en Elogio de la infelicidad que
la empresa de construir lo humano tuvo lugar en el lenguaje. El lenguaje permitió
crear la intersección en la que se despliega la vida compartida, inventó el espacio intersubjetivo que solo existe en nuestros afectos y en nuestra intelección. Leo una
entrevista a la ensayista Ece Temelkuran, autora de Juntos: «La política ha sido declarada
algo sucio y de mediocres, así que empezamos a despreciarla. Nos han hecho
olvidar que todo es político. Cuando eso ocurre, la política se corrompe». Más adelante sostiene: «Odiar la política y pensar que
es sucia significa que crees que la humanidad es sucia y engorrosa. Hay una
conexión entre no tener fe en la humanidad y estar despolitizado. Si el amor a
lo humano no existe, la política no existe». Los buenos sentimientos nos politizan porque son los generadores de vínculos tanto de forma directa como indirecta a través de su traducción cognitiva en conducta ética. Despolitizarnos es cercenar los nexos y las posibilidades de su cultivo.
Desgraciadamente propendemos
a convertir en sinónimo lo político con los partidos políticos, y el hartazgo
de la polarización política con la adhesión a lo apolítico. Muchas personas que se autoproclaman apolíticas no lo son, son ciudadanía que no se siente
representada por ningún partido del arco parlamentario. Podemos
vivir despolitizadamente, ajenos por completo a decisiones que toman otras personas pero que afectan a nuestra vida, pero no podemos ser apolíticos. Las polis surgieron
porque ninguna persona se basta a sí misma. Aristóteles escribió que «el ser humano es un animal político
por naturaleza», pero apostilló algo que se olvida a menudo: «y quien no crea serlo o es un idiota o es un dios». Es idiota porque, como escribe Luis García Montero, «cada vez que alguien habla mal de la política es para hacer política contra lo común». Somos seres
interdependientes, la mayoría de nuestros propósitos no los podemos satisfacer
de manera unilateral. Necesitamos indefectiblemente el concurso de los habitantes de ese destino irrevocable que es la convivencia, una participación justa y afectuosa que el animal que habla solo puede alcanzar gracias a que habla con otros animales que también hablan. Ese hablar podemos llamarlo deliberación, diálogo, democracia. O política.
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Para ser persona hay que ser ciudadano.
Sin vínculos no somos.
Debatir crea fans, no ciudadanos críticos.