Obra de Tim Eitel |
Hay personalidades
afectivas especialmente instruidas para amargarse a sí mismas. El cúmulo de
experiencias pretéritas ingratas o frustrantes se traduce en una
hiel crónica en el presente que les obstruye el acceso a una vida buena. La persona amargada es una versada hermeneuta que la mayoría de lo
que le ocurre lo descifra en la dirección en la que sale extraordinariamente mal
parada. Tiene una
memoria prodigiosa para los malos recuerdos y muy frágil para los buenos. En uno
de los aforismos que conforman Silogismos
de la amargura, el filósofo de la negación Emil Cioran nos ayuda desde su propia experiencia a entender por qué puede surgen estos hábitos sentimentales: «Superchería del estilo: dar a
las tristezas habituales un cariz insólito, adornar las pequeñas desgracias,
vestir el vacío, existir por la palabra, por la fraseología del suspiro o del
sarcasmo».
En el conocido opúsculo El arte de
amargarse la vida, Paul Watzlawick demuestra lo fácil que es inundar una
existencia de desdicha y hiel. Hay operaciones narrativas que facilitan el
concurso de lo amargo. Veamos algunas. La
mitificación del ayer que por comparación desertiza el presente hasta trocarlo en un desazonador
erial al que maldecir. La construcción de expectativas faraónicas cuyo poco
realista tamaño favorece la llegada de la irresolución y la volatización de los deseos creativos. El sencillo y erosionador mecanismo de las profecías autocumplidas. La atribución a los demás de mala intención o de tramar un complot
contra nuestros intereses. El cultivo de un
repertorio de creencias que producen baja autoestima e inseguridad. La lectura dicotómica de circunstancias que sin embargo rebosan ambivalencia e indefinición.
La amargura es una mirada exploratoria imantada hacia el desagrado, un diálogo en el que el yo que habla informa al yo que escucha de situaciones que exudan acidez narrativa y paisajes desalentadores que ensombrecen la luz de los días. Es irrefutable la existencia de realidades aflictivas, alienantes y opresoras causadas por diseños económicos y políticos capitalistas, pero la persona herida por la amargura no es la que se indigna ante estas realidades, sino la que teoriza y pone su énfasis en señalar que su malestar proviene de terceros obstinados en obliterarle oportunidades y drenarle bienestar. De ese modo borbotean en el día a día de la personalidad amargada la omnipresencia de la queja y el lamento, el empleo inflacionario de diálogos interiores autodebilitadores, la llegada de imprevistos e intermitentes diluvios de furibunda irritabilidad, la súbita conversión de la tranquilidad en hostilidad, la discrepancia reiterativa proclive a maximizar la disparidad y a omitir la búsqueda de puntos en común, la adhesión al victimismo y al prodigio argumentativo de que errar es de humanos y echarle la culpa a los demás es de sabios, el narcisismo patológico de creer que el mundo conspira contra ti y contra tu propio cuidado. Una conciencia aislada y excesivamente preocupada de sí misma produce ingentes volúmenes de entropía, un desorden que distorsiona cognitivamente la evaluación tanto de lo que habita en lo afuera como lo que se aposenta en lo adentro. El miedo, la frustración, la aflicción, la zozobra, pertenecen a la familia de los sentimientos apesadumbrados conducentes a una imaginación autocentrada y dicotómica. Convierten a la persona en el centro de proyecciones siempre autorreferenciales e inclinadas a la conclusión aciaga. «Cuando la realidad es amarga, nos regalamos sueños de azúcar», escribe Cyrulnik en Sálvate, la vida te espera para describir el estilo sentimental resiliente. La personalidad amargada opera de un modo distinto. Cuando la realidad es amarga, nos regalamos futuros amargos que desgarran el presente todavía más.
Hace unos años el psicólogo Rafael Santandreu escribió una réplica al ensayo de Watzlawick que tituló acertadamente El arte de no amargarse la vida. Postulaba que la persona
tendente a amargarse tenía que aprender a través de la práctica cotidiana a no dramatizar, albergar visiones
realistas, adoptar perspectivas traídas de otras miradas, quebrar el miedo al ridículo, sentirse
orgullosa de ser falible (es decir, liberarse del yugo de la perfección), asumir
una aceptación que no implicara conformismo acrítico, cultivar la despreocupación
por lo nimio y la ocupación por lo crucial, «no terribilizar por terribilizar»
(no hiperbolizar la importancia de una adversidad), tomarse las cosas con más
amor y humor. Descéntrate de ti puede ser una exhortación muy plausible para
que la mirada de la persona amargada abandone el perímetro autobiográfico, pero a la que precisamente hay que ayudar y acompañar porque por sí sola no puede.
Antonio Machado escribió un verso muy ilustrativo para situaciones así: «En mi
soledad he visto cosas muy claras que no son verdad». La soledad de la
persona amargada contribuye a aumentar el grosor de su amargura. La buena noticia es que el
afecto compartido guarda propiedades analgésicas. El acompañamiento y el apoyo mutuo es puro almíbar. El elixir de los humanos.
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