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martes, abril 11, 2023

«Un pesimismo en el que no debemos caer»

Obra de Duarte Vitoria

En las páginas finales de su último libro, Identidad y amistad, Emilio Lledó propone algunos principios para ampliar el espacio democrático y brindar mayor coherencia a la vida humana, que, conviene recordar, es humana porque es vida compartida. Entre otros puntos formula los siguientes:  1) El derecho al propio cuerpo y a su sustento.2) La educación de la inteligencia y la sensibilidad. 3) El fomento de la amistad y la justicia. 4) La práctica de la honradez y la veracidad. 5) El aprendizaje de la verdad. 6) El amansamiento de la violencia y la agresividad. 7) El ejercicio de la bondad. 8) La superación del fanatismo. 9) La cultura de la racionalidad. 10) El descubrimiento de la igualdad de la naturaleza humana. 11) El sentimiento de esa igualdad. 12) La identificación con toda vida. Unas páginas antes de enumerar estos puntos esquemáticos, Lledó nos precave de que «en un mundo como este que habitamos, una realidad tan violenta nos invita a un pesimismo en el que no debemos caer». Tenemos que apartar cualquier conato de pesimismo ante el deber ético de dignificar el mundo que hemos heredado. Del mismo modo que nuestras existencias se acomodan en la realidad imaginada, vindicada y peleada por quienes nos antecedieron, debemos hacer todo lo posible para que quienes nos releven en el mundo de la vida puedan vivir en los sueños que ahora nos toca defender.

En las conversaciones coloquiales que entablo en las conferencias o en los cursos he comprobado la autoridad moral que se arroga quien niega posibilidades de mejora del mundo. Descalificar el mundo presentando una enmienda a la totalidad explicita pereza intelectual en comparación con el de barajar posibilidades que lo adecenten. Afirmar que el mundo no admite permutación alguna o que nunca la verán nuestros ojos es un argumento paupérrimo, a la vez que peligrosamente acomodaticio en su complaciente irresolución. Los argumentos de estas personas consideran impracticable cualquier propuesta de mejora, pero no porque sea releída como nefasta, sino porque insinúan que el mundo es un lugar clausurado o reticente a la metamorfosis, lo que ratifica su desmemoria de la biografía de la humanidad. Son pesimistas antropológicos. El pesimismo es la tendencia a juzgar las cosas desde su ángulo más desfavorable. Frente a esta postura, el optimismo antropológico además de advertir lo que hay, tiene en cuenta aquello a lo que aspiramos, un horizonte que nos gustaría alcanzar porque admitimos que nuestra condición de especie no prefijada nos permite autoconfigurarmos según nuestros propósitos éticos. El pesimismo antropológico solo se fija en las inhumanidades, en el alrededor desapacible, y escamotea de sus análisis toda la belleza, tanto la que comparece en el día a día como la que podría advenir si construimos circunstancias amables basadas en nuestros deseos de vidas dignas. A pesar del buen crédito del que goza el pesimismo, quizá más que por méritos propios por la frivolidad humillante del pensamiento positivo, su afectación en nuestros imaginarios es devastadora. El pesimismo consolida lo existente al abolir la creación de posibilidad. Recuerdo un aforismo en el que me aconsejaba a mí mismo que «me va tan mal que no me puedo permitir ser pesimista». Si una persona se sume en el pesimismo está perpetuando aquello que le instituye como pesimista.

Aunque se suele aceptar que el necesario sentimiento de la indignación, la construcción argumentativa de las objeciones, la formulación de la crítica, son herramientas sentimentales y discursivas del pesimismo, quien se indigna, objeta, critica, refuta, lo hace porque imaginativa y narrativamente maneja modelos de posibilidad susceptibles de embellecer lo existente. Quien se queja se inspira en un optimismo que vindica la comparecencia de más bondad y más justicia. Pensar sirve para muchos cometidos, pero uno de los más nucleares consiste en interrogarnos acerca de si las cosas podrían ser de otra manera. Los humanos podemos pensar en posibilidades para solidificarlas en realidades a través de dinamismos ejecutores. Sucede algo mágico que deberíamos enfatizar mucho más tanto en los ámbitos educativos como en los políticos. La irrealidad de las ideas determina la realidad de los actos. Imaginar es el modo que hemos encontrado los humanos para hacer existir lo que antes no existía. Vivimos en la realidad y en la posibilidad simultáneamente, y quien entrevé posibilidades es una persona mucho más inteligente que quien es incapaz de configurarlas. Si, siguiendo a José Antonio Marina, «la inteligencia es la capacidad de dirigir bien el comportamiento para resolver problemas planteados por la situación», el pesimismo extremo cancela cualquier intento de resolución al anticipar la incapacidad de resolver el problema. La desesperanza es muy conservadora. El pesimismo asesina lo posible.  

 

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martes, marzo 29, 2022

«Faltan soñadores, no intérpretes de sueños»

Obra de Martiros Saryan

En el ensayo Las preguntas siguen, la activista y ensayista Noemi Kleim expone que «los niños no solo deben saber lo mal que van las cosas, sino que también necesitan referencias de cómo pueden cambiarlas». Me parece una apreciación muy oportuna y muy necesaria. Frente a los retratos que insisten en mostrarnos la fealdad del mundo, ofrecer filosofía de la posibilidad y la transformación, espolear la imaginación ética y política para soñar otros horizontes que amplíen los límites de lo posible. Existe una inflación de argumentos para recordar las miserias del mundo, pero una recesión preocupante para avistar y nombrar las posibilidades que podemos insertar en ese mismo mundo para contrarrestarlas (además de su estigmatización a través del vocablo denostativo del buenismo). Prolifera un discurso muy aceptado de la inevitabilidad de lo que hay que se sostiene en la coerción discursiva de pensar otras opciones de vida que no sean las que propone el determinismo económico. La amable prosa de Irene Vallejo nos recuerda en uno de sus artículos periodísticos algo que como comunidad política deberíamos plantearnos más a menudo: «Hablamos de la ética de los cuidados, pero falta por construir su épica. Carecemos de historias sobre héroes que cuidan, frente a la manida fábula de los campeones que derrotan y triunfan». Es cierto. Adolecemos de falta de testimonios de personas que con sus sentimientos y acciones ofrezcan otras formas de vivir la vida, arquetipos que con su ejemplaridad nos estimulen a pensar de otro modo y a soñar otras maneras de orquestar la convivencia a fin de que todas y todos vivamos mejor. Este reduccionismo acomodaticio queda perfectamente resumido en la letra de una canción de rock del grupo granadino 091 que, entre guitarrazos y una voz que aúlla, señala que «faltan soñadores, no intérpretes de sueños».    

Todas las mañanas comienzo las clases que estos días imparto en Bachillerato preguntando qué día es hoy. Cuando mis alumnas y alumnos me recuerdan la fecha, entonces afirmo que hoy es un día extraordinario. El primer día me miraron con extrañeza, pero ahora ya saben muy bien a qué me refiero porque lo repito como si fuera un salmo laico: «Es un día extraordinario porque es irrepetible. Nunca lo vamos a volver a vivir». Y les interpelo: «¿No os sentís abducidos por unas insujetables ganas de aprovecharlo?». Ortega y Gasset recalcó que «la vida humana consiste siempre en un quehacer, en una tarea para construir la propia vida». Vivir es un acto constructivamente poético y cada uno de nosotros y nosotras un poeta o poetisa con capacidad de crear belleza al mirar de un modo singular que determine un actuar también singularizado. Saber que es así y constatar que el día que desprecintamos es irrepetible debería impulsarnos a vivirlo con alegría y con la inteligencia suficiente como para que a su vez hagamos en él las tareas que lo conviertan en el prólogo de días que nos donarán incluso más delectación y plenitud. Esta tarea requiere liberar la imaginación y ver posibilidades en las realidades.

Para evitar equívocos de en qué consiste aprovechar el día, cito a Nietzsche, que es el autor de la definición más hermosa de qué hacer para sacar jugo a la vida: «Vive de tal manera que una vez acabado lo que has vivido desees volver a vivirlo». Es una definición perfecta de lo que considero un deber poético de cualquier persona hacia sí misma, y por tanto hacia el recinto social, en el que cada una alcanza su autonomía, y hacia la red institucional en la que se puede transformar la idea en acción.  En Escuela de aprendices, Marina Garcés también prescribe una fórmula muy útil: «Busca lo que te importa y trátalo como un fin en sí mismo. Todo lo que instrumentalices te acabará instrumentalizándote». Reordenar prioridades y preguntarnos por lo relevante del vivir bien es divisar otras opciones, agrietar la realidad para incrustar la posibilidad. Necesitamos plantearnos preguntas nuevas para no paralizarnos en las respuestas de siempre. Seremos más proclives a abastecernos de interrogantes novedosos, si somos lo suficientemente críticos para entender que la existencia es el destino en el que se da cita la posibilidad. Javier Muguruza esgrimió hace tiempo el imperativo de la disidencia: «Siempre nos cabe soñar con un mundo mejor al que nos ha tocado en suerte, y podemos contribuir a su mejora negándonos a secundar lo que nos parezca injusto e insolidario, sin tener en cuenta las consecuencias que pueda granjearnos». Ojalá pensar nos imante siempre hacia lo posible, la única manera de mejorar lo que ya existe. 

 

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