Obra de Jarek Puczel |
El afecto es el rasgo distintivo más radicalmente humano. Tenemos afectos porque poseemos afectabilidad, la capacidad de que las cosas nos impacten y afecten. La ordenación valorativa de esa afectabilidad se traduce en afectividad, un entramado emocional, sentimental y cognitivo en el que depositamos todo aquello que concursa en la transitoriedad de nuestra instalación en el mundo. En singular, el afecto es ese hilo invisible que nos anuda al otro a través de una irradiación de conectividad y afinidad. Adam Smith postulaba que «aspiramos
a que nos observen, se ocupen de nosotros, nos presten atención con simpatía,
satisfacción y aprobación. Que nos tomen en consideración es la esperanza más
amable y a la vez el deseo más ardiente de la naturaleza humana». Cuando
alguien nos trata con afecto percibimos el valor que ostentamos como la subjetividad incanjeable que
somos. El afecto nos
surte del sentimiento de la compasión, un prodigio insuficientemente valorado
de tecnología sentimental que consigue que hagamos nuestro el dolor y la
alegría del otro, y a la inversa, que el otro hospede en su interior nuestro dolor
y nuestra alegría sintiéndolos como suyos. Esta tecnología nos delata como semejantes, y es crucial para la proeza que quiero explicar a continuación.
Ocurre que el afecto emerge con la persona próxima, pero encuentra serios
obstáculos para emerger con la persona distal. La deforestación del afecto es
directamente proporcional a la lejanía de las personas, o a la opacidad, prejuicios e ignorancia con la
que leemos sus vidas en nuestros imaginarios. Esta lejanía (verbal, afectiva,
epistémica, sentimental, geográfica) nos hace sentir diferentes, y cuando más diferentes nos sentimos más
indiferentemente nos comportamos. Se pueden echar raíces afectivas con quien se comparte
el remolino de lo cotidiano, las infinitesimales cosas que hacen que la vida
sea una feliz antología de lo inesperado, la tangibilidad de lo que es relevante
y valioso para nosotros en el despliegue del día a día, pero es complicado que ese mismo afecto brote con esa misma
intensidad ante alguien al que apenas conocemos, se presente
como un jeroglífico indescifrable para nuestros ojos, o directamente sea una abstracción numérica o verbal. Es en este punto exacto donde
tenemos que rotular el instante en que la inteligencia logra el más difícil
todavía, la acrobacia más increíble que ha permitido saltar de la hominización
a la humanización, que el ser humano como instancia biológica se pueda aproximar al
ser humano como categoría ética. Donde no llega el sentimiento, sí puede llegar la virtud, el valor vivido en
acto, el comportamiento que consideramos excelente y plausible para fortalecer
nuestra condición de existencias cosidas a otras existencias. La conducta más
apropiada para hacer de la convivencia un destino apetecible en el que se
plenifica nuestra autonomía y se fijen condiciones de emancipación y mejora para todos.
El
sentimiento bien racionalizado se convierte en conducta que allana el trato y
por tanto las interacciones. Para este cometido disponemos de las palabras,
que además de construir mundo se encargan de la gobernabilidad de los afectos,
y de nuestros actos, que no dejan de ser cristalizaciones del obrar inspiradas por nuestro universo empalabrado. Con el lejano quizá no sintamos el
afecto que sí percibimos vívidamente con el cercano, pero podemos conducirnos
virtuosamente con él porque es un semejante a nosotros. El fin último de la
ética no es otro que lograr que el animal humano se convenza a sí mismo de que
no hay nada más loable que actuar virtuosamente con todos aquellos con quien
comparte la humanidad. El prójimo (proximus, más cercano) lo es porque,
a pesar de poder hallarse localizadamente lejos, o habitarse en cosmovisiones disímiles, junto a él compartimos la aventura recíproca
de civilizarnos. En el preámbulo de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos aparece la feliz expresión la
familia humana, la afiliación que se supraordina a toda la gigantesca
pluralidad de afiliaciones existentes. Se alza sobre todas las demás porque la Declaración admite que todo ser humano es portador
de dignidad por el hecho de ser un ser humano. Tratar al otro como a un igual que nosotros (en las interacciones caseras, en las grandes zonas interseccionales en las que se cruzan los devenires biográficos, en las decisiones políticas) es haber logrado
transformar el afecto en conducta virtuosa. Tratarnos afectuosamente sin necesidad de que intermedie el afecto. Pocas construcciones celebran
mejor la belleza de la inteligencia.