Obra de Daliah Ammar |
Sartre afirmaba que el otro es aquel que nos mira. Este acontecimiento visual alcanza el estatuto de principio fundacional de una nueva perspectiva que modificará nuestra manera de habitar el mundo de la vida. Al ver que nos miran, nos sentimos interpelados en tanto que la presencia del otro nos arroja a un
espacio público que ya nunca podremos eludir. «El
infierno es la mirada del otro», agregó nuestro filósofo en El ser y la nada. El sentido de la vista del otro activa el sentido ético de
nuestra conducta. La mirada del que nos ve nos impide ser nadie, y esa conciencia de
dejar de ser nadie nos obliga a elegir cómo actuar. La plasticidad gestual de
la mirada del otro se erige en testigo de nuestros actos, el notario que apunta
los movimientos acreedores de punición, los que ameriten el aplauso, o los que
simplemente provoquen desdén rutinario de puro predecibles. Hete aquí la
irrupción del despertar ético. Con la sofisticada nanotecnología de las facciones de su
mirada el otro acaba de abrir la puerta de nuestra deliberación, entrar hasta
el fondo de ella e inaugurar nuestra intersubjetividad. El otro yo ha entrado
en nuestro yo en el instante en que nuestra mirada ha detectado la suya, se ha
anudado a ella y ahora ya no puede fintarla. Ese intercambio ocular descorcha
la eticidad y nuestra condición de agentes racionales que han de deliberar en torno a cómo han de comportarse en un dominio compartido. Tres siglos antes de que Sartre escribiera su obra más reputada, el didáctico
Baltasar Gracián ya intuyó algo idéntico al prescribir que actuásemos como si
nos estuviera viendo todo el mundo. Al sentirnos observados, al sentir cómo
alguien apoya su mirada en nuestro cuerpo, actuamos bajo estándares más éticos porque juzgamos que
nuestra reputabilidad está en juego. Los ojos que nos miran, incluso los ojos
que creemos que nos miran aunque no nos miren, impelen a la exploración ética.
El otro que nos mira fija su mirada en nuestra cara. Se ha extendido
erróneamente el lugar común de que la cara es el espejo del alma. Hace tiempo yo me
atreví a enmendar este enunciado al describir que la cara es el escaparate del
alma. Tampoco es exactamente así. La cara es el alma misma, no su espejo, no
su vidriera, no una zona desligada de ella que opera con independencia. Persona proviene del término griego prosopon, máscara, que es lo que se ponían los personajes teatrales para cambiar su rostro. Pero el término prosopon a su vez está yuxtapuesto de pros (delante) y opos (cara), es decir, lo que está delante de la cara. Por extensión la persona como término es la propia cara de la persona. Esto explica por qué en cualquier documento oficial de identificación aparece siempre una imagen de nuestra cara. En el ensayo La revolución en la ética, donde se vindica la recuperación de los sentidos para el hecho moral, el profesor Norbert Bilbeny postula que «en cualquier lugar y época, la cara es parte constitutiva, junto con el lenguaje y el tacto, de la interacción humana. La cara es más que la imagen de la persona. Es también una propuesta o una evasiva de la relación, en la que la función social de la mirada solo es comparable en recursos a la del contacto físico y la palabra». En
ese exiguo espacio del área más elevada del cuerpo se levanta la fachada de
nuestra vida afectiva. En Ritual de la interacción, Erving Goffman defiende que «una persona tiende a experimentar una reacción emocional inmediata ante la cara que le permite el contacto con los otros». El
rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza como personas. Como desglosé en otro artículo, «allí se acurruca todo lo
que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que
hicimos y las cosas que nos acontecieron, las construcciones deliberadas y la
producción de lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la
imponderabilidad». Nuestra cara, la forma con que nuestra biografía esculpe con
parsimonia escultórica nuestro rostro, y nuestra mirada, como resumen de esa
labor artística, llegan a los demás mucho antes de que lleguemos nosotros como narración discursiva. En la cara y en la mirada se aposenta la trama en la que vamos relatándonos cómo nos van
las cosas.
Es sintomático el paralelismo entre el habla y la mirada para demostrar que tanto con lo uno como con lo otro tejemos el lazo afectivo, pero también con ellos lo deshacemos y lo rompemos. La supresión del vínculo supone suprimir el intercambio de palabras y miradas. Cuando decimos que dos personas no se hablan queremos decir que entre ellas se ha eliminado el nexo. El cordón que las unía se ha cortado. Ya no se dirigen la palabra. Ocurre lo mismo con la mirada y sus rituales. Cuando dejamos de hablarnos con alguien le retiramos el saludo, que es una manera de mirar. También apartamos la mirada si por un casual nos cruzamos con la persona reprobada, o miramos huidiza y esquivamente para otro lado, o la retamos con una mirada estatuaria, o la ningueamos deliberadamente como si se hallara fuera de nuestro ángulo de observación. Utilizamos todas estas técnicas oculares para demostrar la negación de frontalidad en la mirada, que es la forma gestual más terminante para atestiguar la enemistad. En las sociedades arcaicas el mayor castigo que se le podía infligir a un miembro de la tribu era su expulsión. Lejos del rebaño tribal, el individuo se quedaba sin palabras que compartir y sin miradas con las que dialogar. Su soledad no solo le impedía hablar y ser escuchado, lo convertía en un ser invisible al no toparse con ojos que lo mirasen y lo vieran. Al no hablar con nadie y al no ser visto por nadie el sujeto se diluye como sujeto. La ausencia de mirada reifica y la ausencia de palabra compartida, cosifica. Sin palabras ni miradas el sujeto deviene objeto. El refranero dictamina que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, pero no es cierto. No hay mayor desprecio que no compartir palabras y no compartir miradas con quienes antes habíamos manejado ambas tecnologías. El infierno es una vida en la que la mirada del otro decide no hablarme y no mirarme para convertirme en nadie.
Es sintomático el paralelismo entre el habla y la mirada para demostrar que tanto con lo uno como con lo otro tejemos el lazo afectivo, pero también con ellos lo deshacemos y lo rompemos. La supresión del vínculo supone suprimir el intercambio de palabras y miradas. Cuando decimos que dos personas no se hablan queremos decir que entre ellas se ha eliminado el nexo. El cordón que las unía se ha cortado. Ya no se dirigen la palabra. Ocurre lo mismo con la mirada y sus rituales. Cuando dejamos de hablarnos con alguien le retiramos el saludo, que es una manera de mirar. También apartamos la mirada si por un casual nos cruzamos con la persona reprobada, o miramos huidiza y esquivamente para otro lado, o la retamos con una mirada estatuaria, o la ningueamos deliberadamente como si se hallara fuera de nuestro ángulo de observación. Utilizamos todas estas técnicas oculares para demostrar la negación de frontalidad en la mirada, que es la forma gestual más terminante para atestiguar la enemistad. En las sociedades arcaicas el mayor castigo que se le podía infligir a un miembro de la tribu era su expulsión. Lejos del rebaño tribal, el individuo se quedaba sin palabras que compartir y sin miradas con las que dialogar. Su soledad no solo le impedía hablar y ser escuchado, lo convertía en un ser invisible al no toparse con ojos que lo mirasen y lo vieran. Al no hablar con nadie y al no ser visto por nadie el sujeto se diluye como sujeto. La ausencia de mirada reifica y la ausencia de palabra compartida, cosifica. Sin palabras ni miradas el sujeto deviene objeto. El refranero dictamina que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, pero no es cierto. No hay mayor desprecio que no compartir palabras y no compartir miradas con quienes antes habíamos manejado ambas tecnologías. El infierno es una vida en la que la mirada del otro decide no hablarme y no mirarme para convertirme en nadie.