En este espacio he sostenido en numerosas ocasiones la sabiduría que albergan las expresiones populares, cómo el lenguaje
coloquial condensa en una sucinta locución el magisterio milenario de la
experiencia humana. «Ver
la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio» indica la tendencia a sobrestimar
los factores personales y desdeñar los circunstanciales cuando dilucidamos el comportamiento de los demás. Se trata de un sesgo
bautizado como error de atribución. A las personas que queremos (y a
nosotros mismos, si nuestra autoestima no está muy deteriorada) les atribuimos condicionantes situacionales para comprender por qué han actuado de un modo concreto en una situación dada, y sin embargo para el
mismo cometido valorativo adjudicamos condicionantes disposicionales vinculadas con el carácter
y la actitud a aquellas personas que no conocemos o que, a pesar de su familiaridad, no nos caen especialmente bien.
Resulta muy llamativa la evidente contradicción. En nuestros análisis asignamos a las personas desconocidas factores personales que requerirían copiosa información y mucha vida vinculada. Por el contrario, cuando valoramos el
comportamiento de las personas que sí conocemos y con las que tenemos forjados
lazos afectivos, restringimos y subestimamos el concurso de su carácter y sus hábitos, y se lo transferimos al influjo del contexto, la situación, los roles, el siempre sinuoso e impredecible periplo biográfico. Desde nuestra condición de observadores, consideramos a las personas desconocidas como autoras exclusivas de sus actos. En cambio, a los seres queridos les adscribimos coautoría, dado que admitimos la intervención de las circunstancias en sus vidas (y en las nuestras).
En esta inercia hay arraigada una disposición sentimentalmente fascinante. En los juicios sumarísimos ejecutados apresuradamente
somos personas bondadosas con quienes nos anuda el afecto, y somos descuidadas o insidiosamente arbitrarias con quienes no hay cariño, o con quienes nos vemos involucradas en
interacciones patrocinadas por el azar. En el pormenorizado ensayo En la piel del otro. Ética, empatía e imaginación moral, la
profesora Belén Altuna denomina benevolencia atributiva a esta tendencia que procura que nuestro
círculo empático salga bien parado en la formulación de nuestros juicios sobre su forma de
conducirse ante un hecho concreto. Esta benevolencia tiene diferentes sinónimos. Adela
Cortina la bautiza como razón cordial. Josep Maria Esquirol se refiere a algo análogo bajo el paraguas nominal de mirada atenta. En el libro El triunfo de la inteligencia sobre
la fuerza tuve la procacidad de conceptualizarla como bondad discursiva. El habla popular la nomina buena voluntad, o buena fe, o
la concesión del beneficio de la duda mientras no dispongamos de información suficiente para ahondar en nuestro análisis. Agrego aquí que casi nunca tenemos esa información a nuestro alcance, porque si en una demasía de ocasiones zanjamos ser seres enigmáticos para nosotros mismos, resulta intelectualmente deshonesto admitir que los demás, incluidos a quienes vemos por vez primera o a los que jamás hemos desvirtualizado, sí son sin embargo transparentes y cognoscibles.
Emilio Lledó es autor de una preciosa definición de bondad que vincula con esta benevolencia atributiva:
«la bondad es el cuidado en el juicio y en el comprender al otro». Aristóteles definía la bondad como la determinación de la voluntad para hacer bien a los demás, pero se puede incluir la función adicional de juzgarlos bien. La bondad discursiva a la que me
refería en el párrafo anterior es la predisposición a poner nuestra atención a
disposición de la otredad para escucharla, entenderla y observarla desde la adopción de su perspectiva y su testimonio. En un sinfín de cursos de resolución de conflictos
se pone énfasis en el aprendizaje de habilidades comunicativas para que quienes comparten un problema puedan resolverlo sin hacerse daño. Estas habilidades devienen en recursos estériles si no llegan
escoltadas por la bondad discursiva, aquella que no desdeña inferir factores ambientales y estructurales cuando se pretende escudriñar el comportamiento de personas apenas conocidas, o
con quienes la aleatoriedad nos ha hecho coincidir en un sucinto lapso de tiempo. Y no desdeña estos elementos de juicio porque la persona concernida por la bondad discursiva puede imaginárselos.
Sin imaginación la bondad no irrumpe en el entramado afectivo. No
sabemos qué batallas se están librando en el cerebro de la persona con la que
el azar nos ha cruzado, pero podemos imaginarlas, bien poniéndonos como ejemplo, bien trayendo el de otras personas que sí conocemos y cuyas contiendas nos son consabidas. El habla popular dice que «Quien
a otro quieres juzgar, en ti debes comenzar». Se puede parafrasear este aserto y orientarlo en la dirección de este artículo. «Quien
a otro necesitas imaginar, en ti te debes inspirar». Es el primer paso para desplegar benevolencia. Bondad. Mirada atenta. Razón cordial.
Artículos relacionados:
Las personas sin rostro y sin nombre.
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia.
Cuidar el entender y juzgar al otro.