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martes, octubre 23, 2018

La educación consiste en aprender a sentir bien


Obra de Gabriel Schmitz
El pasado sábado participé en Santander en el Segundo Encuentro de Psicología Educativa, Neurociencias y Emoción. El Congreso abordaba cómo conexar el conocimiento científico del funcionamiento del cerebro y las emociones con la educación. Mi ponencia se titulaba Una ética del sentir bien. En ella me interrogaba sobre qué sentimientos son medulares para una sentimentalidad que fortalezca nuestra humanización. La humanización es esa tarea sorprendente e inacabable en la que el ser humano se ha embarcado para llegar a ser el ser humano que considera sería bueno ser. Quería establecer cuatro puntos cardinales en el mapa de los afectos sin cuya presencia esta empresa deviene irrealizable. Los sentimientos se interfluyen, así que indicar prototípicamente uno aislado de todos los demás es segmentar fraudulentamente no solo la sentimentalidad sino todo el entramado afectivo. Es una elección que traiciona la complejidad nodal de los propios sentimientos, y también su interpenetración con las emociones primarias, los valores éticos, los valores personales, los deseos, el repertorio de creencias, el capital empírico, las expectativas, el punto narrativo en el que se encuentre nuestra biografía y la interacción que mantenga con otras biografías cuya narratividad también está en un punto concreto y no en otro y que contamina inexorablemente la nuestra. Pero en el Congreso, y en un corto espacio de tiempo que demandaba taxatividad, quería citar los cuatro sentimientos que esbozo como neurálgicos para incorporarlos a la conducta a través del hábito (no hay otra manera posible) y que a su vez sirvan de ejes para la reproducción de modelos (que es lo que propone el programa educativo TEI de Andrés González Bellido cuya exposición yo prologaba). La brevedad y la transmisión pedagógica me obligaban a presentar fragmentariamente lo que opera redárquicamente.

La educación es el procedimiento que hemos encontrado los animales humanos para enfrascarnos en el cometido de aproximarnos al ser que sería bueno ser. De hecho, somos los únicos animales que dedicamos porcentajes altísimos de tiempo de vida a educarnos formalmente. Kant definió la educación con su habitual brillantez al considerarla «el desarrollo en el hombre de toda la perfección de que su naturaleza es capaz». Uno de los sentimientos fundamentales para este propósito es el sentimiento de respeto. Cuando hablo del sentimiento de respeto me refiero al respeto a la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de ser un ser humano. En este Espacio Suma NO Cero he escrito muchos artículos sobre esta maravillosa imaginación ética que nos exhorta a tratar al otro con el mismo valor y estima que toda persona solicita para sí misma, así que a pesar del esquematismo no me extenderé más. Más abajo comparto otros textos que amplían esta idea. El segundo gran sentimiento de la arquitectura afectiva es la compasión. Es difícil que surja la compasión allí donde el respeto como sentimiento adolezca de falta de protagonismo. La compasión latina o la sympatheia griega es el sentimiento que obra la portentosa peripecia de que el dolor que contemplamos en un congénere nos duela como si fuéramos nosotros los verdaderos sufrientes. En La razón también tiene sentimientos concluí que «no hay mayor nexo con el otro que hacer nuestro el dolor que es suyo». Ese dolor que sitia al otro lo podemos hacer nuestro a través de la imaginación, y lo podemos imaginar hasta el punto de que nos acabe punzando en nuestras entrañas porque somos semejantes. La compasión delata nuestra afiliación a la humanidad. Aquí no tengo espacio para argumentarlo, pero la compasión es la génesis de la justicia, la equidad y la posibilidad de la supervivencia. La compasión al internalizarse en la conducta se transforma en virtud.

El tercer gran sentimiento es el sentimiento de alegría. Yo cada vez le concedo mayor relevancia porque su presencia edulcora las experiencias y es muy fácil de detectar. La alegría es la manera en que le decimos sí a la celebración de la vida. Sus respuestas fisiológicas son inequívocas en su afán de predisponernos a festejar el encuentro gozoso en acciones compartidas con los demás. La alegría es una forma de instalarnos en el mundo y cuando logramos su regularidad asoman otras predisposiciones fundamentales en la arborescencia del entramado afectivo. Me satisfizo escuchar a Rafael Bisquerra en su intervención en el Congreso afirmar que la felicidad es la alegría provocada por acciones que destilan amor. Bisquerra definió el amor como predisposición a procurar bienestar a un ser querido, lo que confiere al amor no solo estatuto sentimental sino también comportamental. Conviene recordar aquí que en su sentido prístino el amor era cuidar al otro. «El amor es responsabilidad de un Yo para un Tú», postulación de Martin Buber a la que me adhiero, y a su certeza de que los sentimientos se albergan, pero el amor ocurre. La gran noticia es que cuidar o procurar el bienestar al otro nos produce alegría o algunas de sus variantes (entusiasmo, satisfacción, júbilo, gozo, paroxismo), y que la alegría siempre que comparece en nuestra vida nos toma la mano y nos lleva al encuentro del otro porque hemos comprobado que al compartir la alegría la multiplicamos. El neurocientífico Francisco Mora, que impartió la conferencia inaugural, defendió desde la tarima que la emoción es la energía que mueve el mundo. Es algo que repite en sus aplaudidos ensayos. Podemos utilizar su argumento para entrelazarlo con la bondad y la alegría. Sabemos que ayudar al otro nos hace sentirnos bien, y esta gratificación debemos utilizarla en beneficio de todos. El mal llamado egoísmo altruista refrenda esta idea, aunque como crítica. Amonesta al altruismo porque ejecutarlo nos hace sentirnos bien, de tal modo que ayudamos desinteresadamente a los demás porque veladamente nos interesa la gratificación sentimental que extraemos de esa ayuda. Lo que es una crítica acerba yo lo elevo a halago. No creo que existan muchos elogios para el ser humano que superen al que indica que ayudar al otro nos procura alegría.

El cuarto y último gran sentimiento que cité en mi intervención es el de la admiración. Resulta imposible no traer a colación a Aurelio Arteta y su gigantesco ensayo La admiración, una virtud en la mirada. Es el sentimiento que se activa cuando contemplamos la conducta excelente, que es aquella en la que se trata con respeto al otro, y tratamos de reproducirla en nuestro comportamiento a sabiendas de que nos convertirá en mejores. Se diferencia de la envidia, que emana de la emoción básica de la tristeza. Cuando envidiamos nos entristece contemplar la prosperidad del otro que desearíamos para nosotros. Sin embargo, cuando admiramos sentimos alegría, nos entusiasma lo contemplado y precisamente por eso anhelamos replicarlo en nuestro comportamiento. La admiración nos impele a mimetizar la conducta del admirado y gesta la energía suficiente a través de la fuerza ejecutiva de la alegría para mantenerla en una prolongada línea de acción. Para admirar hay que estratificar lo que miramos, que es una forma de elegir modelos, arquetipos, ejemplos, y para mirar bien tenemos que jerarquizar y segregar lo excelente de lo execrable, lo respetuoso de lo miserable, lo admirable de lo abyecto, lo que nos amplifica (o lo que David Bueno definió en su conferencia como crecer en dignidad, que es el principio rector de las páginas de su obra Neurociencia para educadores) de lo que nos empequeñece. Esta jerarquización sólo es posible con un proyecto ético que nos indique los mínimos comunes de justicia necesarios para la vida compartida y para que cada uno de nosotros pueda iniciar los máximos divisores en los que descansa su singularidad y las decisiones de su autonomía cuyo desarrollo denominamos felicidad. Para ello requerimos buenos ejemplos que ejemplificar, un acceso a la sentimentalidad no solo desde la cognición sino también desde la acción (esta es la base metodológica del programa educativo TEI). Todo lo que acabo de compendiar aquí con excesivo laconismo tiene como finalidad activar un bucle que a cada rotación nos mejora. Necesitamos pensar bien para sentir bien, sentir bien para desear bien, desear bien para elegir bien, elegir bien para singularizarnos bien, singularizarnos bien para vivir bien, vivir bien para convivir bien, convivir bien para entre todos embarcarnos en la tarea de aproximarnos al ser que sería bueno ser. No hay una meta más difícil. No hay una meta más elevada.


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martes, octubre 09, 2018

Neoliberalismo sentimental


Hace poco me topé con la expresión neoliberalismo emocional. La leí en un artículo firmado por el profesor Enrique Javier Díez, autor del reciente ensayo Neoliberalismo educativo (ver). En sus páginas vivisecciona la degradación de la educación convertida en sirvienta sumisa y solícita para satisfacer las exigencias del mercado. El neoliberalismo emocional que el profesor cita en su perspicaz texto debería llamarse neoliberalismo sentimental. No afecta solo a las emociones, sino a toda la retícula del entramado afectivo en el que se incardinan los sentimientos como una dimensión que opera redárquicamente con otras dimensiones. Esta es la idea que traté de exponer en mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver). La institucionalidad neoliberal aboga por la optimización de la libertad de las prácticas comerciales, empresariales y corporativas. Predica que la libre maximización del autointerés de los miembros de la comunidad en su afán de acumular capital genera riqueza y bienestar entre sus miembros de manera espontánea. Como reduce la vida a ludopatía por la gratificación económica, articula toda la praxis humana en torno a este hecho y se olvida del resto de motivaciones que hacen que la vida humana sea humana. Todo fenómeno social parte de fenómenos morales, pero los fenómenos sociales no son inocentes e inoculan disposiciones sentimentales. En un sistema todo se retroalimenta holísticamente. El neoliberalismo sentimental o capitalismo afectivo mimetiza las lógicas del neoliberalismo económico, sobre todo la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen los demás, la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo al círculo del mercado. Pienso en los afectos y los tiempos de calidad necesarios para ser compartidos, la amistad, los cuidados, la vida que palpita en los actos creativos, el amor por el conocimiento, la dimensión artística, la fruición de actividades que no aportan rédito económico y que llamamos desdeñosamente aficiones, la reflexión sobre nosotros mismos sedimentada en ese corpus que son las Humanidades, la contemplación de lo bello, la relación respetuosa y los deberes contraídos con los animales, la admiración de la naturaleza, la serenidad de una vida en la que dispongamos de mayor soberanía sobre nuestro tiempo y nuestra atención. Para el mercado y sus herramientas financieras todo lo que acabo de escribir aquí es una retahíla de inutilidades. Peor aún. Considerarlas restringiría la ganancia máxima a la que aspira incrementalmente la razón lucrativa. La racionalidad maximizadora que señala la doctrina económica prescinde de evaluaciones éticas y afectivas, pero cuanto más humano es un ser humano más peso concede a estos escrutinios cada vez que ha de adoptar una decisión. He aquí la contradicción.

El neoliberalismo sentimental focaliza su narrativa en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada del yo como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes como él y de un medio ambiente social y económico tan protagonista en su decurso como su propia voluntad. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural, nosotros, en cuya territorialidad descubrimos la afiliación a la humanidad y al proyecto siempre inconcluso de humanizarnos. Esta santificación del yo o este analfabetismo del nosotros omite que toda felicidad individual se apoya en un marco de felicidad política o colectiva. Toda ética de máximos  (que es donde se lleva a cabo la solidificación de los contenidos de la felicidad privada) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia para facilitar el despliegue de la autonomía). El sentimentalismo neoliberal se fija hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestima el segundo, cuando sin este segundo el primero es una quimera. Apremia al individuo a que crezca y mejora, pero esa mejora se considera fuera de lugar o imposible si se relee colectivamente y por tanto interpela acciones corales y políticas. 

Frente a lo cívico, la ideología de la autoayuda neoliberal privilegia el lenguaje primario del yo. Frente a lo político, entendido como lugar de intersección, fetichiza lo autorreferencial. Hace poco le leí a Josep María Esquirol en La resistencia íntima que «la proliferación  de la autoayuda es paralela a la proliferación de la política más banal». La plaga de literatura en torno a la sentimentalidad exenta de la presencia del otro va pareja a un sistema político y económico que aparta la valoración ética, que es precisamente la acción deliberadora en la que aparece el otro. La despolitización del espacio intersubjetivo alimenta el narcisismo de un yo absorto con la imagen que le devuelve su espejo. En el neoliberalismo sentimental se neglige la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más confortable para todos, ese todos que es el sujeto que preside los enunciados radicalmente éticos. Esta labor requiere la estigmatización de sentimientos que juzgamos necesarios para la vida en común. Patologiza la tristeza y la señala como una incapacidad psicológica. Sacraliza la felicidad y la conexa con el éxito entendido como acumulación de capital, bienes, propiedades, titulaciones, visibilidad, reputación, influencia, jerarquía. Desacredita el sentimiento de la compasión porque la compasión señala pequeñez, necesidad del otro, atenta contra el yo como deidad (hace unos días me encontré un libro titulado Tú eres Dios y tu marca tu religión), impulsa a la petición de justicia si el daño que vemos en nuestro congénere es ocasionado por causas sociales. Relee la indignación como una incompetencia del que no sabe interpretar los reveses injustos como oportunidades de mejora. Eleva el esfuerzo personal a solución para problemas estructurales, omitiendo que quien consigue la gratificación a través de ese esfuerzo perpetúa el problema e individualiza la culpa entre los competidores no premiados, que siempre los habrá por pura definición del concepto de competición o de juego de suma cero. Demoniza la cotidianidad estable motejándola de zona de confort de la que hay que huir para que la mediocridad no nos mineralice. Ridiculiza a las personas contentas con la vida sencilla en la que aposentan su existencia tildándolas de conformistas o adocenadas o reticentes al cambio. Cuando la autoayuda neoliberal cita la palabra amor es siempre hacia uno mismo. Desfigura así el sentido prístino del término que no es sino cuidar al otro.

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda sentimentalmente neoliberal era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser interpretado como oportunidad estimula un escenario idóneo para la mansedumbre. En vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ni pensamiento crítico ni motivaciones para la impugnación. Estamos ante la piedra filosofal de la perpetuación de lo hegemónico y su consecuente sumisión. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico y muy divulgado de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. También se hace más comprensible que se nos invite a ser empresa de nosotros mismos (el Tú eres Dios y tu marca tu religión, que cité unas líneas más arriba), a gestionar el yo como proyecto empresarial, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque él es una mercancía más, no un sujeto con dignidad, es decir, un sujeto con derecho a tener derechos, concretamente los Derechos Humanos. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica alimenta toda una constelación de emanaciones sentimentales. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras». Si se acepta este símil como ejemplo de la aventura humana, también habrá que aceptar que Margaret Thatcher no se equivocó en absoluto cuando hace cuatro décadas anuncio que «la economía es el método, el objetivo que nos importa es cambiar el alma humana».



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martes, junio 26, 2018

«Sin amigos nadie elegiría vivir»



Obra de Michele del Campo
A mí me maravilla que en todas las encuestas sobre los hábitos de ocio que más nos gratifican a las personas siempre alcance el primer puesto quedar con los amigos. Hace tiempo yo reescribí este hecho afirmando que «lo que más nos gusta a los seres humanos es estar con seres humanos». El lenguaje coloquial es contundentemente delator. En muchas ocasiones quedar con los amigos se abrevia bajo el paraguas conceptual de «salir». Es un infinitivo preciosísimo. La primera acepción del verbo salir que recoge el diccionario de la Real Academia es pasar de dentro afuera. Es una definición pulcra y exacta. Desde su literalidad, se puede anunciar que a las personas nos entusiasma salir de nosotros para entrar en otros como nosotros. Cuando las personas quedamos para salir en realidad lo que hacemos es emplazarnos para degustarnos mutuamente. Esa degustación se llama amistad. Epicuro se refería a ella como la sublimación de lo útil. No hay nada más útil que la amistad porque es la cumbre de nuestra naturaleza política, de nuestra condición de existencias entrelazadas, de la coexistencia mudada a convivencia a través del ejercicio intelectivo. Si no pudiéramos salir para entrar en el otro a través de la amistad, viviríamos en la intemperie. Hete aquí la paradoja. El relente no está afuera, está dentro. Los amigos amparan nuestra existencia, aquello que hacemos con la vida que tenemos y que en algún punto comparte afinidad con lo que hacen ellos con la suya.

Suscribo los argumentos que aduce Aristóteles para explicar por qué la amistad es la matriz de la vida. «Es lo más necesario para vivir. Sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviera todos los demás bienes. La ausencia de amistad y la soledad son realmente lo más terrible puesto que toda la vida y la asociación voluntaria tienen lugar con los amigos». Los seres humanos necesitamos tierra firme en la que pisar, y esa tierra se llama amistad. En su reciente obra La penúltima bondad, el galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Josep Maria Esquirol aporta una perspectiva que valida esta idea, solo que en vez de anudarla a la tierra la eleva al cielo: «La amistad es una de las formas de amor al otro, y también de sentirse amado por el otro. Amar y ser amado. Mientras que amar es contribuir a ensanchar el cielo, ser amado es sentirse visitado por el cielo». Me resulta imposible no citar aquí una rockera y preciosa loa al amigo entonada por Luz Casal. El título de esta canción es Un pedazo de cielo. Es difícil describir mejor a un amigo.

La amistad es un afecto que como todo afecto requiere cultivo y cuidado. El afecto nos permite ver diáfanamente al otro por la asombrosa contorsión sentimental de que lo convierte en «otro yo». En el ensayo La razón también tiene sentimientos formulo el afecto como «el nexo que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas y que se solidifica con muestras de cariño y cordialidad». La contigüidad del afecto es la compasión y la empatía, y considero que la amistad es su pórtico. La empatía no es ponerse en el lugar del otro como erráticamente proclaman los gurús de la gestión del yo, es imaginar cómo nos gustaría que se pusiese en nuestro lugar el otro si nosotros estuviésemos en el suyo, y aplicarlo en nuestro proceder. Es muy fácil llevar a cabo este ejercicio imaginativo si hay amistad. Como nadie puede ser amigo de todo el mundo puesto que no es posible compartir el afecto con aquellos a los que no conocemos, hemos racionalizado ese afecto para sentirlo allí donde sería difícil su comparecencia. Se trata de un sublime ejercicio ético, y por tanto intelectivo. La amistad con el que no tengo amistad la hemos sentimentalizado como fraternidad, tratar amistosamente a aquel con el que no tengo trato lo hemos sentimentalizado como bondad, sentir el dolor de aquel que sin embargo no es mi amigo es compasión. La fraternidad, la bondad y la compasión engendran la idea de la justicia. La ética intenta este expansionismo por el cual salimos del círculo de la amistad pero comportándonos como si estuviésemos dentro de él. Ahora se comprenderá perfectamente por qué Aristóteles anuncia en su Ética que «la justicia es, en efecto, la amistad generalizada». Miles de años después no hemos encontrado nada nuevo ni mejor para humanizar lo humano.

La camaradería y los amigos son pura analgesia contra la ineluctabilidad de las contrariedades con las que tarde o temprano nos encontraremos por la eventualidad biológica de haber nacido. Las tribulaciones de la vida, o su dificultad inherente, se exorcizan con el agua bendita de la amistad, o de la ética, o de la política entendida aristotélicamente, si se comportan y nos comportamos como amigos con aquellos con quienes formamos parte de la familia humana. Incluso podemos ir más lejos todavía y adentrarnos en un territorio mágico. La soledad a la que estamos confinados cada uno de nosotros como subjetividades irreemplazables y corporalidades atomizadas solo se amortigua con los nexos sentimentales que nacen de la compañía de amigos (incluyo aquí a los seres queridos, que si son queridos son tan amigos como los amigos). Compartir la intimidad es una forma de evitar que esa misma intimidad nos corroa cuando somos incapaces de cauterizar las heridas biográficas, dosificar la peligrosa introspección, o dejar de rumiar obsesivamente lo que erosiona nuestra serenidad.  Esta intimidad se comparte con un par de amigos porque sabemos que solo el afecto que nos profesan puede derrocar a la pena que se atrinchera en lo más profundo de nosotros. Pero también necesitamos compartir la intimidad cuando vivimos episodios de bonanza, puesto que la alegría íntima induce a su propia difusión y solo alcanza su completud cuando se comunica a los amigos. A esos amigos los llamamos amigos íntimos. Amigos que nos dejan entrar en ellos para que podamos salir de nosotros y a los que nosotros dejamos entrar en nosotros para que ellos puedan salir de ellos. En este entrar y salir late lo más hermoso de la acción humana.



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