Obra de Duarte Vitoria |
La
santificación de un mal
entendido individualismo ha traído adjuntada una también mal entendida
idea de
autosuficiencia. Que aspiremos a la laudatoria tarea de singularizarnos
en medio
del dinamismo de la agrupación humana no significa que nos podamos valer
por nosotros mismos. Se ha
hiperbolizado tanto el individualismo y el desafecto al otro que en mis
cursos y en mis conferencias me siento obligado a recordar que no solo
necesitamos a los otros para vivir, sino sobre todo
para existir. Somos tan menesterosos como individuos que si no hubiera
sido por
otros no hubiésemos nacido, y si no es por su cuidado y atención no
hubiésemos sobrevivido. Frente al individualismo y su errática idea de
autarquía, yo
abogo por la singularidad o la subjetividad inintercambiable. Una
singularidad es el conjunto de deliberaciones, decisiones, elecciones,
acciones e imponderabilidades que se aglutinan en torno a una
existencia. Esta existencia singular se nutre de memoria, el relato con
el que cada uno de nosotros va narrándose su acomodación en el mundo de
la vida.
El contenido siempre trashumante de esta narración autobiográfica da forma a lo que
Lledó denomina «el fondo ideológico de toda singularidad». En el ensayo Los
sentimientos también tienen razón yo bauticé este fondo como el
entramado
afectivo. En ese entramado borbotean redárquicamente
el repertorio de emociones atractoras, la constelación sentimental, el
aparato cognitivo y
sus capacidades generadoras y ejecutivas, la aglomeración de capital
empírico, la
arborescencia deseante y su catálogo de filias, fobias y desdenes, las
creencias, las
expectativas, la urdimbre axiológica, los valores personales, el
sustrato flotante del carácter, la franja de edad, los
condicionantes generacionales, la irradiación del hábitat cultural. Este
gigantesco interfaz es la mismidad que somos cada uno de nosotros
frente a la otredad, que es otra mismidad tan idéntica como desigual que
la nuestra. Somos una singularidad dotada de corporeidad que se asoma
al
otro a través del rostro y del lenguaje que permite visibilizar y
pormenorizar el contenido invisible de este fluyente entramado
afectivo.
La
singularidad jamás se asienta en un hábitat individual,
sino en un hábitat compartido, en un hábitat político. Pero la
socialización no implica despersonalización, sino que favorece lo
contrario. Nos podemos singularizar gracias a la inserción en engranajes
colectivos. Podemos elegir, que es la vitrina de
la dignidad y de la autonomía, porque somos seres en perpetua
interacción con
el otro en un marco de reciprocidades que nos permiten colmar demandas
biológicamente básicas para dedicarnos a intereses puramente subjetivos.
Para autonomizarnos
necesitamos la satisfacción de unas exigencias mínimas que solo se dan en contextos
participados. Requerimos una ética de mínimos para articular el espacio
compartido
como individuos humanos (justicia) y una ética de máximos para que cada
uno de nosotros rellene con sus
preferencias y contrapreferencias el contenido de su felicidad y se
singularice como persona. En algunas
bibliografías esta dualidad se conceptúa como felicidad colectiva y
felicidad
privada. En otras se cita el cumplimiento estricto de los Derechos
Humanos, los mínimos sin los cuales queda abolida la posibilidad de
autorrealizarnos según nuestras potencialidades y nuestros entusiasmos.
Despolitizar o individualizar (ambos términos significan lo mismo) los
territorios
compartidos es fracturar el vínculo social con el otro y poner en
peligro
nuestra independencia. Parece antitético, pero al despolitizarnos y
truncar las alianzas nos volvemos
más dependientes. El individualismo atenta contra nuestra singularidad.
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