Mostrando entradas con la etiqueta soberbia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta soberbia. Mostrar todas las entradas

martes, abril 18, 2017

Nadie puede decir que es humilde

Obra de Sean Cheethman

He titulado este texto de un modo provocativo y paradójico. El título parece afirmar que nadie es humilde, pero su lectura no es exactamente así. Significa que quien se sabe humilde para poder anunciarlo no es humilde, no sólo por verbalizarlo sino también por el hecho de saberlo.  He ahí la paradoja. Nadie humilde puede reconocer la humildad en él, porque entonces dejaría de serlo. El humilde no percibe su humildad, se la perciben. Si uno cree ser humilde, entonces ya no es humilde. La humildad no es un sentimiento porque nadie puede sentirla en su fuero interno, pero sí percibirla como una virtud en los otros. En el aforismo 424 del impresionante libro Aflorismos, Carlos Castilla del Pino aclara que «las virtudes se practican, no se proclaman. Hablar de la propia virtud es una obscenidad». Recuerdo otro aforismo en el que el psiquiatra cordobés se refería a la elegancia. Decía que «la elegancia no se exhibe, se advierte». Con la humildad ocurre lo mismo. Etimológicamente proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, de aquí que el humilde es el que vive pegado a la tierra, no se le ha olvidado que «polvo eres y en polvo te convertirás». Ahora mismo me viene a la cabeza una antigua canción de mi admirado Battiato en la que afirmaba querer dormir en un saco tirado en el suelo para, precisamente, no perder el sentido de la tierra. La humildad sería conducirse siendo consciente de la propia debilidad humana, sentir la insignificancia de nuestra vida en el océano tumultuoso de la vida. En griego significa pequeño. De aquí también procede la palabra humillar, que es poner a la vista la pequeñez de un tercero sin su consentimiento. Si esa pequeñez es espontánea hablamos de humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de humillación. 

La humildad es justo lo contrario al séquito en el que se encarnan las desmesuras del ego (a las que por cierto he dedicado uno de los epígrafes más extensos del ensayo La razón también tiene sentimientos -ver-). El soberbio es aquel que se cree superior a los demás, y para reafirmar su superioridad los ningunea o los subvalora. Ignora, o actúa como si lo ignorase, que participa de las mismas limitaciones que cualquiera de sus semejantes, y por eso la soberbia colinda con la idiotez. Los griegos llamaban idiota a aquel que creía que podía prescindir de los demás. Aristóteles lo resalta en la más célebre de sus sentencias: «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El humilde es aquel que ha descubierto que no puede prescindir de los demás si quiere satisfacer la más banal de sus necesidades. Sin la presencia colaboradora del otro no puede vivir bien. Como la soberbia y la estulticia comparten vecindad afectiva, la modestia es la vergüenza que nos provoca alejarnos de la humildad, aproximarnos a las provincias sentimentales en las que el ego cae en el desmedimiento y por tanto se vuelve idiota.

Existe una definición de humilde que yo deconstruyo habitualmente. Se dice que una persona es humilde cuando se quita importancia, pero yo creo que el genuinamente humilde no necesita quitársela porque en ningún momento se la ha autootorgado. Mi definición se escora hacia otros derroteros. Humilde es el que con sus actos habla de la vida minúscula y contingente que le confiere ser un animal humano. El humilde advierte su aleatoria intranscendencia como una persona que habita un lugar poblado por ocho mil millones de personas más, y que ve en sí mismo la fragilidad, la finitud, la vulnerabilidad, la debilidad, lo azaroso, la labilidad, que comparte con todas ellas por ser semejante a ellas, y a las que necesita para conjurar parte de su insuficiencia. La humildad nace del ejercicio prospectivo de la inteligencia, del mismo modo que la vanidad, que es el envés de la humildad, nace de la ausencia de inteligencia o de una inteligencia utilizada muy mal. Por eso la inteligencia y la vanidad se repelen. Es categóricamente imposible ser inteligente y no ser humilde, aunque quiero agregar que inteligente no es el que sabe mucho, sino el que sabe que por mucho que sepa siempre sabrá muy poco, que es una de las manifestaciones más cristalinas de la humildad y de la sabiduría. El humilde conoce sus límites personales, pero también la pequeñez insoslayable a la que lo arroja su textura humana. Es un ser humano, y saberlo y actuar en consecuencia le hace tratar a los demás como absolutamente iguales. Sabe que los necesita para ser el ser humano que es. Y si no lo sabe, o es un dios o es un idiota.

 


martes, julio 05, 2016

Las dos direcciones del amor propio



Obra de Daniel Coves
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente todo y que es el que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.

Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito. Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para que mude su sentido. «Sentir orgullo» no es otra cosa que la satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso.  Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo.  De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de «no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.

Con el amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso, con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.



 Artículos relacionados:
¡Peligro: la soberbia!
La dignidad no es un cuento, es una ficción.
Esta persona no tiene sentimientos.

martes, abril 26, 2016

El egoísmo no es altruista



Obra de Guim Tio
Existe cierta tendencia a descalificar aquellas acciones en las que alguien ayuda a otro tildándolas de egoísmo altruista. Se señala cuando un individuo realiza una acción en la que se beneficia un tercero, pero se moteja de egoísta porque con la excusa de buscar el beneficio ajeno se persigue en realidad la gratificación emocional propia. Como el altruismo es la ayuda desinteresada al otro, esa recompensa sentimental elimina la asepsia de la acción, convirtiéndola en un medio interesado. Ayudar al otro se instrumentaliza para mimar la autoestima a través del reconocimiento. A todos nos encanta tener un concepto valioso de nosotros mismos, y por fortuna ayudar a los demás puntúa alto en el amplio abanico de acciones meritorias. Desacertadamente el egoísmo se ha vinculado con el amor a uno mismo. A mí me parece muy bien que uno piense en sí mismo y se conceda con cierta asiduidad un rato para ver qué ocurre de su piel para adentro. Creo que es saludable y una buena forma de muscular la autonomía entendida como la capacidad de surtirnos de fines que articulen la conducta y la vida. Eso sí, me intranquilizaría que alguien pensase exclusivamente en sí mismo, y consideraría altamente peligroso que alguien pensase exclusivamente en sí mismo en escenarios de interdependencia.

El egoísmo se suele confundir con amor a uno mismo porque de esta conducta hipertrofiada se derivan sentimientos relacionados con el yo como centro geométrico de todas las cosas y con la inteligencia muy mal empleada. Ahí están la vanidad (anhelo insujetable de ser alabado), la soberbia (reclamo vehemente del valor de lo propio y menosprecio de todo lo ajeno) y el orgullo (intransigencia a aceptar el yerro cometido o cualquier propuesta de otro, aunque mejore la nuestra). Parece ser que cuando el yo fija una impestañeable atención en él no conoce el término medio. O se hincha (egocentrismo) o se desinfla (depresión). Resumido este pequeño linaje sentimental podemos definir el egoísmo como el comportamiento en el que una persona subordina el interés común de los demás a sus intereses privados. Precisaré más todavía. Se trataría de la conducta en la que una persona perjudica a las demás a cambio de extraer de esa acción un beneficio personal. En algunos diccionarios el semblante del egoísta aparece como aquel que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio. Yo he hecho alguna vez con niños de once y doce años una dinámica que me inventé en la que a través de ilustraciones les proponía un juego de adivinanzas. Tenían que descubrir cuándo una conducta era claramente egoísta y cuándo no, aunque lo pareciera porque uno se centraba en sí mismo. Bastaba con introducir algún matiz en la relación entre nuestros deseos y los de los demás para que a los niños les costase mucho esfuerzo señalar en qué escenario sentimental nos encontrábamos.

En el mal llamado egoísmo altruista laten preguntas muy interesantes que nos depositan en la biología y en la ética, es decir, en el examen simbiótico de la naturaleza y la cultura. ¿Por qué ayudar al otro es un valor al alza, por qué está ubicado en los lugares más altos de la estima del grupo? ¿Es una construcción social o hay universales culturales, es algo relativo o se trata de un estándar intersubjetivo? A mí me parece un tema secundario discernir si tenemos predisposición al egoísmo (como defiende Richard Dawkins en su célebre libro El gen egoísta) o al altruismo. Adelanto que creo que estamos predispuestos a ambas órbitas según el escenario, pero lo que sí me parece fundamental es dilucidar qué conducta nos parece más conveniente para que la convivencia entre todos sea mejor (tarea exclusivamente ética), y después promocionarla con la educación y mimetizarla en nuestro pequeño radio de acción. En los estudios de cooperación se sabe que en muchas ocasiones ayudamos a los demás para activar la reciprocidad tanto directa como indirecta. Ayudar a quien lo necesita es una forma de garantizar que en el futuro nos ayudarán a nosotros si por un aciago casual necesitamos esa misma ayuda, si estamos inermes y desprotegidos en una situación análoga que sólo imaginarla ahora nos provoca un miedo cerval. Cuando alguien se lanza a un río a salvar la vida de un desconocido que se está ahogando, aun a riesgo de perder la suya, se contravienen por completo las leyes de la elección racional.

No es el lugar ni dispongo del espacio para explicarlo pormenorizadamente, lo hice en el ensayo Filosofía de la negociación, pero cada vez intuyo con más nitidez los nexos que hacen que cooperación y ética se acaben yuxtaponiendo sentimental y racionalmente en una misma dimensión. Recuerdo que Tomasello, un estudioso de la cooperación, afirmaba en uno de sus ensayos que nunca se ha visto a dos animales portando un tronco juntos. El altruismo, la compasión, la empatía, la cooperación, la solidaridad, la justicia, la equidad, nacen de aquellos que se saben miembros de la comunidad humana y valoran a los demás con la misma equivalencia que solicitan para sí mismos. Son valores morales y sentimientos que brotan al unísono del ejercicio ético, de esa disciplina que se pregunta sobre cómo nos gustaría ser, y que al preguntárselo no elige a un individuo como sujeto de sus elucubraciones sino a toda la humanidad. El egoísmo cuando se activa abjura de ver y tratar al otro como un equivalente. Todo esto en escenarios ausentes de afecto. Donde hay genuino afecto, la quintaesencia de nuestra condición de seres humanos, el egoísmo tiene vetada la entrada.



 Artículos relacionados:
La bondad es el punto más elevado de la inteligencia.
Ayudar porque sí.
Donde hay amor no hace falta la ética.