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martes, marzo 05, 2024

Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos


 
Obra de Helena Giorgiou
Se le atribuye a Kant la máxima que reza que la autoestima es un deber de cada persona consigo misma. Estoy de acuerdo con esta prescripción, porque una valoración positiva y una narración afable sobre nuestra propia persona coopera a que nuestra instalación en el mundo sea la mejor de las posibles.
Ahora bien, como ciudadanía tenemos el deber cívico de crear contextos que propicien la irrupción de las pasiones alegres en mayor cantidad que las pasiones tristes en cualquier conciudadano, coadyuvar a que los sentimientos de apertura al otro prevalezcan sobre aquellos otros que propenden a desarticularnos por dentro y por fuera (odio, envidia, resentimiento, amargura, alegría por la desdicha ajena, rivalidad, competición). Toda vida que pueda desplegarse con alegría hacia lo que considera satisfactorio para ella porque tiene capacidad de agencia para decidirlo y hacerlo, es una vida que mejora el alrededor comunitario del que forma parte. Una persona que pueda vivir lo que le resulta significativo sin perjudicar a terceros es una persona con más probabilidades de ser mejor consigo misma y con los demás. Este propósito es privativo, pero precisa de un cosmos político cuidadoso y atento con estas querencias tan humanas. Ahí radica nuestro deber como ciudadanía, y el de nuestros representantes como decisores políticos.

Aunque la creencia popular nos ha inculcado que el mundo afectivo es el resultado de intrincadas operaciones de cariz personal, resulta tremendamente subsidiario de las condicionantes situacionales de las que indefectiblemente forma parte nuestra persona. No somos entidades insulares, somos existencias al unísono, y ese unísono está configurado por el diseño político y económico. Cuando abandonamos el útero materno no llegamos a un sitio yermo, sino a un útero cultural del que no podemos sustraernos. Los contextos orquestan ideas, actitudes, hábitos, valores, sensibilidades, deseos, juicios, procedimientos, prácticas, imaginarios, afectos, estilos sentimentales. La capacidad autodeterminadora del contexto puede fácilmente provocar la corrosión del carácter (Richard Sennet), precipitarnos contra nuestra voluntad a la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), azuzarnos a la era del vacío (Lipovetsky), saturarnos el yo (Kenneth J. Gergen), fragilizar nuestros vínculos con los demás y con nuestros propios deseos hasta convertir el mundo en un lugar líquido (Zygmunt Bauman), subyugarnos déspotamente por la tiranía del mérito (Michel J. Sandel), exigirnos una competición tan descarnada en aras de ser productivos para el mercado que deseemos desaparecer (David Le Breton), nos encadene a las nuevas soledades (Marie-France Hirigoyen), o nos invite a adherirnos a la derechización del malestar (Amador Fernández-Savater). 

Esta relación umbilical de lo político y el entramado afectivo personal debería ocupar mayor espacio en la conversación pública. Como bien señala el adagio, somos más hijos de nuestro tiempo (ethos social) que de nuestros padres. El zeitgeits determina nuestros sentimientos mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir. Sabemos que cuanto más degradados y depredatorios son los contextos sociales, menos cordiales son los sentimientos que brotan de las personas. El miedo, la zozobra, la incertidumbre, la precariedad, la rivalidad, la pugna, la desigualdad, no suelen inspirar sentimientos de apertura al otro (alegría, admiración, compasión, bondad, cuidado). Cuando en las interacciones afluye el afecto, nos humanizamos y los sentimientos que suelen comparecer devienen adalides de lo justo, lo ético, lo recíproco. Sin embargo, cuando el afecto se diluye, cosificamos a los demás, la ética se volatiza y podemos pretextar líneas de conducta y estructuras consideradas por una mirada neutral como muy poco escrupulosas. Conocedores de estos tropismos tan humanos, deberíamos aceptar el deber civilizatorio de pensar y escrutar fórmulas de imparcialidad en las que sobrevivir no impida vivir (y por lo tanto no instigue lo peor de nuestra persona), y que vivir lleve intrínsecamente el deseo de configurar formas de existir en las que todas y todos podamos erigirnos en acreedores de una vida buena. Paul Ricoeur compartió la tríada ética compuesta por el deseo de una vida realizada con y para los otros en el marco de instituciones justas. Difícil superar un propósito más hermoso.

 

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martes, noviembre 28, 2023

Vulnerabilidad y precariedad

Obra de John Wentz

En muchas ocasiones utilizamos como sinónimos vulnerabilidad y precariedad. La vulnerabilidad humana es ontológica, pero la precariedad es política. Somos vulnerables (de vulnus, herida) porque somos susceptibles de ser heridos en cualquier momento por aquello que nos circunda. En su ensayo Vulnerabilidad, Miquel Seguró recoge que «vulnus implica que nuestra situación sea vulnerabilis, que encarnemos la predisposición de que nos sucedan cosas». La conciencia de nuestra vulnerabilidad nos instó a urdir estrategias colectivas para aminorarla. Sin embargo, la precariedad no pertenece a hechos de la naturaleza, sino a los opcionales de la cartografía política. El filósofo italiano Diego Fasuro explica en su ensayo Historia y conciencia del precariado cómo la precarización irrumpe en la existencia humana: «la precariedad no la eligen los individuos, sino que viene dictada por la producción. Transforma las biografías en una secuencia ininterrumpida de posibles reinicios, lo que provoca que la vida se esfume en las posibilidades aplazadas y en los proyectos incumplidos a la espera de una estabilización (sentimental, profesional, existencial) que se postergará permanentemente». La precarización comporta la descomposición de horizonte que otear, la ausencia de proyecto en el que inscribirse, el debilitamiento de los vínculos afectivos que no encuentran ni tiempos ni espacios en los que cultivarse y florecer. En la vida precaria no hay posibilidades de planes de vida. Creo que es una buena definición de pobreza. La pobreza es la imposibilidad de hacer posible las posibilidades a las que nos hace acreedoras nuestra dignidad.

La precariedad no es vulnerabilidad, pero convierte en vulnerables a las personas que la padecen, cuyo número crece exponencialmente al compás de una economía que, desgajada de la política, ambiciona que las personas no tengan cubiertas las necesidades consustanciales a existir. Esta circunstancia facilita la devaluación salarial y a la vez convierte la necesidad humana en un yacimiento ubérrimo para el extractivismo monetario. Resulta curioso cómo en el paradigma neoliberal la preocupación por los derechos civiles es directamente proporcional a la desatención por los derechos sociales y económicos. Diego Fasuro sostiene que en el precariado coexisten la libertad jurídica con una esclavitud económica disimulada por el contrato libre de trabajo. La discontinuidad laboral, la intermitencia contractual, los itinerarios profesionales fragmentados y sincopados, la flexibilidad, la movilidad, la inestabilidad, la infrarremuneración, la servidumbre, la ausencia de vínculos, el desarraigo, la competición exacerbada, la incertidumbre, la inseguridad material, son los atributos con los que la precariedad inerva la vida y la pauperiza tanto material como inmaterialmente. La persona queda rebajada a persona invertebrada, en la redonda expresión con la que Lola López Mudéjar tituló su potente trabajo Invulnerables e invertebrados. La persona no tiene columna que la sostenga.

Toda estructura arbitraria necesita narrativas morales que oculten cualquier atisbo de arbitrariedad. El neoliberalismo focaliza su relato en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada de la voluntad individual como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes similares y de un cosmos sociopolítico y económico tan protagonista en su trayectoria como su propia voluntad. Se desdeña la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más digna y significativa para todas las personas. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo de la salvación individual en vez del nosotros del apoyo mutuo y la redención social. Esta entronización del yo o esta dilución del nosotros como existencias al unísono omite que toda alegría individual se apoya en un marco de alegría política o colectiva. Toda ética de máximos (la elección personal de los contenidos que desembocan en una vida significativa y brindada de sentido) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia y equidad económica para facilitar el despliegue de esa elección). El credo neoliberal y su jerga gerencial se fijan hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestiman el segundo, cuando sin este segundo el primero deviene entelequia. De esta desatención crónica surge el cada vez más agravado malestar democrático. También sus cada vez más peligrosas consecuencias.


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martes, julio 18, 2023

El cuerpo es desleal y desobediente

Obra de Jori Duran

Somos un cuerpo vulnerable y mortal. Nuestra vulnerabilidad (cuya raíz léxica proviene del latín vulnus, herida) nos informa de que somos susceptibles de ser heridos en cualquier momento y en cualquier lugar. La eventualidad de la herida es congénita al acontecimiento de existir. Nuestra mortalidad es la conciencia presente de ese evento futuro en que el cuerpo dejará de ser una entidad viva y se disipará hasta retornar al mismo estatuto que albergaba antes de ser engendrado. El cuerpo se cansa, sufre achaques, padece dolencias estacionarias, se estropea de vez en cuando, a veces se avería gravemente, no ceja en atestiguar la colonización de la obsolescencia biológica, declina, envejece. La materialidad está uncida a una degeneración orgánica insoslayable y consecuentemente su funcionamiento cada vez es más frágil y defectuoso. Uno de los aprendizajes basales radica en que el cuerpo no pide permiso para deteriorarse y en muchas ocasiones hace caso omiso a nuestro deseo de reparación. El cuerpo se desenraíza de nuestra voluntad. El dolor se amuralla y no nos queda más remedio que condescender a que la volición capitule ante lo orgánico. Es ahí cuando tomamos conciencia de que somos cuerpo, pero que el cuerpo es a su vez una entidad autónoma que se insubordina a esa subjetividad, larvada en su corporeidad, que es nuestra persona. El cuerpo se escinde de la voluntad y profesa una desobediencia militante. Un llevar la contraria de una contumacia biológica frente a la que es difícil no sentimos inermes.

En la novela Lo que a nadie le importa, la centelleante prosa de Sergio del Molino narra un momento epifánico. Acompaña a su abuelo moribundo y de repente escucha la conminación de su propio cuerpo. «A los pies de la cama del hospital, cuando todos los demás se marcharon y me quedé solo con mi abuelo, mi cuerpo me susurró su condena. Somos inseparables, me dijo. Mira a este hombre, prisionero en su cuerpo, sometido a él, horizontal y sin riñones. Yo tampoco te dejaré ir. Echarás de menos estos días de fauna y vampiros. Cuando me domes, añorarás este año salvaje de semen y cerveza. Pronto me estabularás, me pondrás una silla y una brida y aprenderás a conducirme al trote y al paso, pero, cuando quieras que galope, no te obedeceré. Por fuerte que claves las espuelas, no andaré. Terco y cansado, indiferente a ti, la mirada idiota fija en el camino y el trote siempre en la misma dirección. Querrás bajarte y no podrás, porque somos una misma cosa. Querrás cambiarme por otro con el pelo más brillante, más noble y que gane carreras, pero te quedarás atascado en tu metáfora hípica. Te enfermaré, te romperé la piel, te oxidaré los huesos. Me encamarás, ebrio de insulina, con las arterias duras y secas, pero ni entonces te dejaré escapar. Seré tu jaula de huesos, y sólo te concedo este año de galope y vampirismo para que lo añores el resto de tu vida. Te otorgo unos años de fiebre antes de dejarte frío. Te congelaré poco a poco entre músculos flácidos y articulaciones rígidas. Tu abuelo creía que, al encamarse, se hacía mente sin cuerpo, pero en realidad sólo se resignaba a su prisión». Como sabemos muy bien que el silencio es la forma que utiliza el cuerpo para informar de su buena salud, cuando comienza a soltar estas largas pláticas, primero susurrante y con el paso de los años subiendo paulatinamente su tono de voz, es que ya se han producido esas ineludibles desavenencias crónicas entre la subjetividad y el cuerpo. 

Rosa Montero es lapidaria cuando en El peligro de estar cuerda sentencia que «la edad es una traición del cuerpo», al que adjetiva como «conspirador y desleal». Cuando el cuerpo duele comprendemos y sentimos vívidamente que su confabulación consiste en que tomemos conciencia de que no hay un afuera de él. Santiago Alba Rico postula en Ser o no ser un cuerpo que «el dolor nos retiene en el cuerpo». Quien haya padecido una experiencia doliente habrá asumido el magisterio de que cuando las cosas van mal en la corporeidad nada ajeno al cuerpo tiene la capacidad lenitiva de consolarnos. El mundo se aleja apresuradamente del cuerpo cuando el cuerpo está asediado de dolor. Si el despotismo del dolor o la enfermedad es severo, hasta se aja la inmaterialidad de nuestros resortes identitarios y afectivos. Cualquier elucubración en torno al dolor del cuerpo y a su imantación hacia lo crepuscular debería instar políticas de cuidado,  urdir soluciones colectivas que atenúen la vulnerabilidad y la senectud consustancial a todo cuerpo que va atesorando tiempo vivido. La diferencia entre unos cuerpos y otros no es solo su proclividad a las enfermedades o la diferente velocidad de la obsolescencia orgánica, sino el acceso a recursos para la sanación, la ralentización y la atención médica. Para minar la vulnerabilidad de los cuerpos inventamos la estrategia de la vida en común, y elevamos la política a reflexión acerca de cómo organizar bien esa convivencia para  acceder a una vida buena en la que pudiéramos reconducir los momentos desobedientes del cuerpo. La sanidad pública fue uno de los grandes hallazgos políticos modernos para lograrlo. Su deterioro es un inconmensurable fracaso civilizatorio. Es permitir que los cuerpos de las personas con economías depauperadas hagan lo que quieran con ellas.

 

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