Obra de Francine Van Hove |
La democratización de los libros en los que se guarecía el conocimiento y sobre todo de las novelas inauguró un hito evolutivo. Las
personas comenzaron a ver y comprender las tribulaciones y las ideas que no eran ni de ellos ni
formaban parte del siempre diminuto círculo empático. Al abrirse al otro a través de la mediación imaginativa se eliminó la distancia que los separaba. Les permitió
advertir que con esos personajes novelados compartían enormes semejanzas en lo radical, prólogo
insorteable para sentir y reconocer la membresía a la humanidad. Los seres humanos comenzaron a dialogar en su fuero interno con otras
realidades y otras cosmovisiones, a confrontarse con lo que sentían personas
con las que la vida cotidiana jamás les pondría
en contacto. La lectura de ficción permitió al ser humano discurrir desde una
posición de observación distinta, absorber otras miradas y otros angulares, tamizarlo todo por
enfoques caleidoscópicos, producir experiencia sin necesidad de experimentarla en la propia biografía. La lectura de otras vidas ensanchó la vida. Las neuronas espejo, las neuronas descubiertas por Giomo Rizzolatti que nos permiten vivir como
nuestros los actos ajenos solo con examinarlos (o con leerlos, puesto que la lectura es pura indagación), facilitaron todo este trasvase de hermenéutica y empatía. Gracias a este prodigio neuronal la imaginación estimulada por la observación y la lectura funda los mismos
impulsos electroquímicos en el cerebro que los procedentes de la realidad. Escrutar el mundo desde prácticas culturales diferentes deviene herramienta de aprendizaje de primerísimo nivel.
En Leer la mente. El
cerebro y el arte de la ficción, el novelista y ensayista Jorge Volpi realiza
un análisis encomiástico del papel de la ficción en la producción tanto de
imaginarios como de argumentarios. «En las novelas y
en los relatos se cifra una de las mayores conquistas de nuestra especie: la
posibilidad de experimentar en carne propia, sin ningún límite, todas las
variedades de la experiencia humana». La bella escritura de Volpi insiste en
esta idea brújula: «Una de las funciones centrales de la ficción literaria es
colocarnos en el lugar de los otros: al hacerlo no solo nos preparamos para
futuros posibles, sino que, al sucumbir a otras vidas y otras emociones,
aprendemos quiénes somos nosotros mismos –leer una novela supone un desafío
creativo y un ejercicio de autoanálisis». Totalmente de acuerdo con el escritor mexicano. De hecho, uno no lee, se lee a través de lo que lee. Un buen ejercicio para
entrenar la empatía es la sumersión en los artefactos narrativos que hemos inventado
los seres humanos para hablar de nosotros mismos. En estos artefactos se deposita el material del que están
hechas nuestras zozobras, aquello con lo que rellenamos nuestras expectativas, el alimento con que nutrimos nuestros proyectos, las formas en que podemos tratarnos los unos a los
otros y qué sentiremos según qué procedimiento elijamos. También sirve la conversación, el encuentro cálido con el otro, pero los artefactos de la ficción nos permiten dialogar con aquellos radicados muy lejos de nuestra territorialidad íntima. La empatía precisamente intenta este expansionismo.
Erráticamente creemos que la empatía es ponerse
en el lugar del otro, pero no es exactamente así. La empatía consiste en pensar
cómo nos gustaría que nos tratase ese otro si él estuviera en
nuestro lugar, y después de imaginarlo trasladarlo a la acción. Las novelas, las canciones, los poemas, las películas, los cuentos, los cuadros, las obras de teatro, son formatos para expresar en qué consiste la peripecia humana, y al observarla allí plasmada aproximarnos a entender al otro y a entendernos a nosotros. Mientras este fin de semana leía la última novela de Amelíe
Nothomb, Golpéate el corazón, he sentido vívidamente los celos
maternales, los celos de prestigio, la carencia de afecto, el engolamiento de
los títulos profesorales universitarios, la envidia
corrosiva, el denuedo por la construcción de una identidad. Y los he sentido y los he metabolizado cognitiva y sentimentalmente
sin salir del calor hogareño de mi casa porque puedo imaginarme todo lo que la autora ha decidido compartir con sus lectores, y ahora tras la lectura puedo imaginarlo con más nitidez todavía. Ojalá que cuando alguien se dirija a nosotros para compartir su dolor íntimo, nos susurre algo que debería enorgullecernos como especie, aunque requiera entrenamiento: «Te cuento todo esto porque sé que puedes imaginarte cómo me siento».