Obra de Michael Carson |
Aristóteles decía que los humanos somos el único animal que habla. Este rasgo distintivo no serviría para nada si no fuéramos simultáneamente el animal que escucha. Erróneamente solemos decir que a las personas nos encanta hablar, pero más bien lo que ocurre es que nos encanta que nos escuchen. Somos propensos a quejarnos de las personas que hablan en exceso, pero por más que he investigado no conozco ni una sola crítica destinada a quienes escuchan mucho. Jamás he oído a nadie lamentarse de que «esa persona me escucha tanto que me marea», «cuando coge carrerilla no para de escuchar», «escucha por los codos», «al escuchar no tiene ninguna mesura», «escucha tanto que no sé cómo decirle que deje escuchar a los demás». Cuando una persona habla mucho la intitulamos como locuaz o verborreica, pero aún no hemos inventado un adjetivo para calificar a quien escucha en cantidades mayúsculas. Quizá esta carestía de vocabulario denota que este hecho es tan inusual que ni tan siquiera hemos necesitado nominarlo. Nos contentamos con afirmar que es un buen oyente, lo que tampoco es exacto, porque no se dedica a la disposición biológica de oír, sino a la decisión volitiva de escuchar.
En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza escribí que «prefiero escuchar a hablar, porque lo que voy a decir ya me lo sé de memoria. Sin embargo, ignoro lo que me van a decir». El Dalai Lama sentencia del mismo modo: «cuando hablas, solo repites lo que ya sabes, pero cuando escuchas, quizás aprendas algo totalmente nuevo». Es cierto que la escucha permite aprendizajes novedosos, nos pone en contacto con la heterogeneidad, con la gigantesca polifonía humana, pero a pesar de saberlo hablar continúa brindándonos mucha más delectación que escuchar. De hecho, el mayor castigo que se podía infligir a alguien en las tribus arcaicas era la expulsión de la propia tribu. Si un miembro era desgajado de la pertenencia al grupo se le condenaba al más lacerante de los castigos. No es que esta persona sancionada no pudiera hablar con nadie, sino más bien se trataba de que no tuviera a nadie que le escuchara. Cualquiera puede hablar a solas, pero a solas es imposible que te escuche alguien. Es la ausencia de un oyente la característica definitoria de la soledad, y su mayor punición. El ser humano escindido de la tribu es un ser sepultado en vida, porque a partir de ese instante sufrirá la sanción de no encontrar unos tímpanos en los que sus palabras cobren sentido y tejan vínculo humano. Si nadie te escucha, entonces el que se fosiliza en nadie eres tú.
Las
tecnologías de la comunicación han eclosionado de una manera fulgurante debido
a este deseo consustancial al animal humano. Son tecnologías que facilitan que
la palabra emitida o escrita y la palabra escuchada o leída puedan encontrarse
en una intersección por muy abisal que sea la distancia física que segregue a sus
agentes. A mí me gusta fijarme críticamente en lo
poquísimo que hablan en las películas, parquedad que se acentúa si la
comparamos con la extensión kilométrica de los parlamentos que pronunciamos en la cotidianidad. Los humanos hablamos tanto que sería imposible
reproducirlo con un mínimo de exactitud en una película cuya duración se
estandariza en torno a las dos horas. Nos encanta hablar, pero insisto en que esa acción
deviene insuficiente si no hay alguien que nos escuche. Frente al «pienso,
luego existo»
de Descartes, propongo «me escuchas, luego existo». Y no existo de un modo
cualquiera, existo como ser humano, es decir, con una vida compartida con otras
vidas, que son las que me dan vida y permiten la ordenación de mi mundo afectivo. Gracias al material léxico y semántico que compartimos en esta doble
acción conversada de hablar y escuchar hemos ido constituyendo el espacio
compartido de nuestra humanidad. La mismidad en quien nos constituimos es el resultado
incesante de las interacciones que entablamos con otras mismidades que
denominamos otredades para distinguirlas de la nuestra. Al escucharnos nos prestan atención, y cuando nos atienden comprobamos que somos valiosas, que alguien nos concede un préstamo (eso es prestar atención) porque nos considera una persona importante para su mundo. Ser escuchado es el
refugio en el que la interioridad que estamos siendo encuentra calor hogareño y
sentido existencial. Que nos escuchen nos descosifica y nos hace personas. El dicho popular nos recuerda proverbialmente que las cosas hay
que hablarlas. Sí, así es, pero sobre todo las cosas hay que escucharlas. Y a quien sobre todo hay que escuchar es a las personas.
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