Obra de Bo Bartlett |
Existe una zona fronteriza en la que pueden
coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la
contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción
altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo
retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar
de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia
que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas
gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso
de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual
radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el
comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y
menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace
unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la
Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años.
En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran
comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La
línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo
es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un
perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo
e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado,
pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.
Sostengo que no puede existir en una misma
conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si
el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no
sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a
perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a
cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara
delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo
el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo,
aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de
bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido,
estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta
debería recalificarse como altruismo inteligente.
Si
ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca
contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el
aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la
perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la
que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo
en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se
sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de
la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por
los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre
relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No
entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en
el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia,
que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible
para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se
desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos
convivencia.
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