Obra de Sean Cheetham |
La manera de resolver diferencias con el otro correlaciona
con cómo sentimos al otro. Los males del mundo no se deben a que no sepamos
quedarnos quietos en una habitación, como defendía Pascal, sino más bien a que
los seres humanos no hemos aprendido a compatibilizar pacíficamente la
divergencia. Los profesores William Ury y Roger Fisher establecieron en los años
setenta del siglo pasado unas pautas universales para resolver diferencias, el célebre método
de los cuatro principios: separar a las personas del problema, centrarse en
los intereses en vez de la posición, inventar creativamente soluciones en
beneficio mutuo, utilizar criterios objetivos. Más tarde Ury y Fisher ampliaron los principios y los sistematizaron. Surgió así el Modelo de los Siete Elementos. Los profesores descubrieron que el tipo de
relación que mantengamos con quien hemos de limar la incompatibilidad marcará nuestra
forma de afrontar esos principios. Como la diferencia
percibida, sea real o apócrifa, no deja de ser una narración, como el conflicto no posee realidad
extramental, ese relato tomará una u otra dirección en función de la
cantidad y la calidad de afecto que presida la relación.
Si hay afecto, presumiblemente la manera de compatibilizar la divergencia será pacífica e
integradora. Si el afecto escasea, o si se ha volteado en animosidad, será
beligerante y distributiva. Yo lo tengo empíricamente comprobado cada vez que explico en
clase el dilema del prisionero. Propongo a los alumnos que elijan qué opción
de las varias que se presentan tomarían si fueran ellos los protagonistas del famoso dilema. La policía arresta a dos sopechosos, los incomunica en celdas diferentes y les propone elegir entre confesarse culpables o inocentes de un
delito. El trato es el siguiente. Si ambos confiesan, serán condenados a seis años de prisión; si ninguno
confiesa, la condena será de un año; pero si uno de ellos confiesa y el otro
no, el primero será liberado y el segundo sufrirá una pena de diez años.
Cuando estamos prisioneros con alguien que no conocemos y hemos de
adoptar una decisión que depende a su vez de la que tomará el otro prisionero con el que no podemos hablar, impera el recelo, la desconfianza, la defección. Los alumnos se decantan por la opción en la que ellos salen mejor parados
relegando a la nada lo que le pueda ocurrir al otro prisionero. Compiten. Sin embargo, basta con permutar una variable para cambiar por completo la decisión. Si el
otro prisionero es una persona con quien nos une un profundo afecto, todos elijen la opción que beneficia a ambos, a pesar de que esa elección empeora la que satisface el interés individual. Se
coopera.
Cada vez albergo menos dudas de que la humanización se inauguró el día en que
alguien en vez de pensar en singular pensó en plural. La cultura entendida como una
segunda naturaleza (la segunda navegación aristotélica) se atarea en regular
esa primera persona del plural para que gracias a la convivencia podamos
combatir nuestras gigantescas limitaciones individuales y acceder a una vida
buena. La aspiración
humanizadora estriba en teñir de afecto la relación con los demás para tomar
decisiones de índole cooperativa. Con el próximo nos alcanzan los sentimientos
de apertura, el cariño, el afecto, la ternura, la compasión, el perdón, el cuidado, el amor, pero con el lejano no, de tal modo
que debemos establecer otra fórmula que pueda impregnar de algo parecido al afecto la relación en la que sin embargo es dificil que lo haya porque el planeta Tierra posee dimensiones inabarcables y somos casi ocho mil millones de seres humanos los que lo habitamos. Pues bien, hemos
encontrado esa fórmula. Humanizarnos consiste en utilizarla y afinarla cada vez más. Hemos
deducido que donde no llega el afecto sería bueno que nos alcanzara la conducta ética, que es la racionalización de ese afecto. Con el desconocido no podemos sentir el mismo afecto que con quien nos une la cariñosa familiaridad o la conexión que emana de compartir facultativamente nuestro tiempo y nuestras actividades, pero sí podemos comportarnos afectuosamente con él. Lo valoramos como un equivalente en la dignidad que demandamos para nosotros y nos comportamos con él en concordancia a esta estimación. Estamos
delante de la convertibilidad del afecto en virtud. Cada vez estoy más
persuadido de que el civismo y la cultura no persiguen otro fin.
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Los demás habitan en nuestros sentimientos.
No hay nada más práctico que la ética.
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