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martes, octubre 24, 2017

Preguntar «¿quién tiene razón?» no tiene sentido



Obra deDuarte Vitoria
En los dominios de la deliberación discutir por ver «quién tiene razón» es no entender qué significa la deliberación. Aristóteles explicó que se delibera sobre lo que no tiene incidencia ni por el azar ni por la necesidad, es decir, sobre lo que puede ser de múltiples maneras. Si en una discusión uno de los interlocutores se atribuye la posesión de la razón, entendida aquí como sinónimo de estar en lo cierto, es a costa de denegársela a su oponente, que rara vez afirmará no poseerla también. Yo he comprobado empíricamente que si quieres que alguien te dé la razón, debes dejar de insistir en que la tienes. Para analizar este curioso microcosmos, Schopenhauer escribió el opúsculo El arte de tener razón. Podíamos releerlo como «El arte de salirse uno con la suya». Este pequeño ensayo se publicó póstumamente, de hecho, Schopenhauer renegó en vida de él. En sus páginas reflexiona en torno a las artimañas, argucias y subterfugios discursivos a los que la gente se aferra para tener razón. «Reuní todos los artificios fraudulentos que tan a menudo aparecen en las disputas y expuse claramente cada uno de ellos en su esencia peculiar, ilustrándolos con ejemplos y dando a cada uno un nombre». La batería de recursos argumentativos para ganar una discusión, sin importar si los métodos utilizados son limpios, asciende a treinta y ocho.

En las discusiones mal entendidas lo nuclear no es demostrar que uno está en lo cierto, sino que uno tiene la razón. Parece lo mismo, pero no lo es. La verdad objetiva de una proposición dista mucho de su posible aprobación por los que la discuten. En este tipo de discusiones no se procura que la evidencia más sólida salga a la luz, sino que cada interlocutor se afana en que se le dé la razón. La propia finalidad de la discusión (tener razón) provoca el deseo contrario en los participantes de la discusión (no dársela). Si le damos la razón al que confiesa tenerla, le concedemos una superioridad que quizá ya no recuperemos, aparte de admitir que el argumento defendido por nosotros hasta entonces era endeble o incluso erróneo. Si he errado en una apreciación que consideraba válida, ¿por qué no me iba a ocurrir lo mismo en otras? Para evitar este riesgo negamos en bloque todo lo que provenga del otro, que a su vez mimetizará nuestra conducta y se comportará del mismo modo argumentativo con nosotros. Nos adentramos a toda velocidad en un diálogo de besugos, hilarante expresión coloquial que metaforiza a la vez el cerrilismo y la necedad. Se trata de triunfar en la discusión, de tener la razón o evitar ser contrariado, no en ofrecer puntos de encuentro para convalidar posturas.

Detrás de una afirmación deliberativa puede cohabitar otra gran afirmación deliberativa y ambas son legítimas incluso si se presentan como contradictorias. ¿Quién tiene razón? es una pregunta que en este contexto no tiene respuesta porque la interrogación no tiene sentido. En mis clases y talleres, y sin que los alumnos sepan qué están haciendo, suelo llevar a cabo un ejercicio muy sencillo que ratifica que dos enunciados opuestos de naturaleza deliberativa pueden convivir perfectamente sin caer en contradicción. Si no se acepta de antemano esta posibilidad, dialogar es una acción inútil. Dialogar partiendo de que uno tiene la razón y que por lo tanto no va a cambiar de postura le roba el sentido prístino al diálogo.  Normal que uno acuda a juegos sofísticos, a desleales ardides retóricos, a falacias, a sofismas, a tretas sentimentales. Se emplea una sofisticada ingeniera argumentativa no para hallar una solución mancomunada, sino para salirse uno con la suya. Estamos ante un diálogo en el que la inteligencia como proveedora de recursos argumentativos tiene mucho protagonismo, pero la bondad muy poco. Y sin bondad no hay diálogo posible. Schopenhauer concluyó de un modo parecido, pero él empleó el término «mala fe», que podríamos definirlo como la voluntad del interlocutor para no entenderse con el otro, o sea, discutir por discutir, o discutir no para hallar una solución, sino para sacar brillo al orgullo de tener razón.  Se entiende así que la última de las estratagemas con la que Schopenhauer remata su opúsculo se refiera a este hecho: «Cuando se nota que el adversario es superior y que acabará no dándonos la razón, se adoptará un tono ofensivo, insultante, áspero. El asunto se personaliza, pues el objeto de la contienda se pasa al contendiente y se ataca, de una manera u otra, a la persona». La soberbia acaba de convertir una discusión en un conflicto. El amor propio se encargará de cronificarlo. El odio en ramificarlo. El rencor en perpetuarlo. El orgullo en no tratarlo. Quedan presentados los que forman el séquito en el funeral del diálogo.



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martes, marzo 15, 2016

Los dos tenemos razón aunque opinamos distinto



Obra de Harding Meyer
La mayoría de los conflictos que padecemos no se enquistan sólo porque hablemos poco, sino porque hablamos mal. Además de verbalizar los problemas raquítica y erráticamente, lo que escuchamos de la contraparte lo interpretamos de una manera muy desbrujulada (al escuchar hacemos inseparable exégesis), y lo intentamos refutar con una argumentación extemporánea para el hábitat de las divergencias. Ahora explicaré qué quiero decir. La profesora de Lingüística y experta en la comunicación de las relaciones interpersonales, Deborah Tannen, lo subraya en cada una de las líneas de sus aplaudidos ensayos sobre el significado de las palabras, los mensajes y los metamensajes que se alojan en las conversaciones controvertidas. Ahí están para corroborarlo sus trabajos Lo digo por tu bien, Yo no quise decir eso, Tú no me entiendes. La autora defiende que en muchas ocasiones hablar con alguien del otro sexo es como hablar con alguien de otro mundo, pero se podría ampliar esta corroboración afirmando que incluso en muchas conversaciones que se entablan con las personas del mismo sexo basta con intercambiar un par de frases para asentir que a pesar de habitar el mismo planeta vivimos en universos distintos. Voy a revelar un secreto importantísimo. Pido discreción. Lo tildo de secreto porque en prácticamente todos los libros que he leído de negociación, mediación y gestión y resolución de conflictos no se hace mención a un punto neurálgico en situaciones protagonizadas por la interdependencia y la diferencia: «Estoy convencido de que más del setenta por ciento de los conflictos que no se solucionan se debe a que los implicados no saben distinguir entre un juicio deliberativo y un juicio demostrativo».

En el muy recomendable y humanista ensayo Inteligencia relacional y negociación, sus autores, Jaime García y Carlos Sanhueza de la universidad Adolfo Ibañez de Santiago de Chile, sí explican y además muy diáfanamente los tipos de afirmaciones que podemos esgrimir. Esta clasificación es primordial para manejarnos correctamente en los diferentes estadios comunicativos. Todos los idiomas disponen de cuatro distinciones lingüísticas que determinan profundamente el contenido de la conversación y la predisposición de sus participantes: afirmaciones, juicios, declaraciones y promesas. Me ceñiré a las dos primeras distinciones. Mi tesis es que un elevado porcentaje de conflictos erupciona primero y se cronifica después debido al extravío sentimental que fomenta este desconocimiento del lenguaje. No es lo mismo una afirmación que un juicio deliberativo. Cuando los litigantes se obcecan en reclamar la razón («yo tengo razón») y denegársela a su interlocutor («tú no tienes razón»), cometen la torpeza de reivindicar un imposible en el campo de la deliberación. Las afirmaciones pueden ser verdaderas o falsas, y se pueden verificar, pero los juicios deliberativos pueden ser de muchas maneras y escapan a su demostración empírica. Por eso son deliberativos y no demostrativos. Los  juicios deliberativos no se pueden demostrar con el rigor que solicita la ciencia, pero sí argumentar. Aristóteles definía la deliberación como todo aquello que puede ser de otras muchas maneras. Si no pudiera ser así, no tendría sentido «deliberar». En su Tratado de argumentación Perelman tampoco deja lugar a la duda.

A pesar de lo sustancioso de esta diferencia, no suele tenerse en cuenta ni en el lenguaje profano ni en gremios que se dedican profesionalmente al análisis de las cosas.Yo trabajé en prensa escrita durante diez años y comprobé cómo muchos periodistas y columnistas tendían a confundir afirmaciones demostrativas con juicios deliberativos, o los mezclaban formando misceláneas incendiarias. En mis clases subrayo mucho esta distinción que considero cardinal para entender por qué dos verdades antagónicas pueden convivir en un mismo enunciado deliberativo sin que provoquen ninguna contradicción. La aporía sí tendría sentido en una afirmación, porque si una afirmación demostrativa es cierta, es imposible que su contraria también lo sea. Pero no estamos en el mundo demostrativo, sino en el deliberativo, y al no distinguirlos nos cuesta mucho aceptar que los enunciados contradictorios broten en las conversaciones sin que haya contradicción en ellos. Ese es el motivo de que en la deliberación si uno aspira a que su argumento sea aceptado por su interlocutor, simultáneamente ha de asumir que también pueda ser refutado por otro argumento, sin que ninguno de los dos devenga ilógico.

Nos hallamos en el epicentro de la mayoría de los conflictos y en la quintaesencia de la cultura del acuerdo. Si esta premisa se vulnera, es imposible concertar nada. Existe un muy ameno libro de Xavier Amador titulado de un modo imbatible: Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué? En un conflicto no se trata de dilucidar quién tiene razón, porque en el territorio de la deliberación ambas partes la poseen. Se trata de encontrar una intersección para que los argumentos de los protagonistas den con una evidencia mejor que les permita convivir en el espacio y los propósitos en los que ambos se necesitan mutuamente. Eso sólo se alcanza con el diálogo como estructura de la razón comunicativa, con la argumentación como competencia y con una predisposición ética que Aristótes bautizó como «amistad cívica». Como estos tres aspectos no pueden concurrir aisladamente, los conflictos que no se solucionan siempre empiezan guillotinando uno de ellos. La defunción de los dos restantes es cuestión de esperar unos minutos.



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martes, noviembre 03, 2015

«Yo no te he convencido, te has convencido tú»



Pintura de Alex Katz
Hace unos días escribí sobre lo capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has convencido tú», suelo aclararles.  

La convicción es un proceso en el que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha. Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado, como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede ser refutada), pero la decisión última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo, aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto. Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.



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martes, octubre 13, 2015

«Te lo dije», el oráculo de los profetas del pasado





Composición de Hossein Zare
Una de las afirmaciones más deshonestas y menos consideradas con su destinatario es la autocomplaciente y dañina «te lo dije». Se pronuncia cuando los resultados de una acción se revelan desafortunadados. Se suele acompañar de un movimiento acusatorio de cabeza y un marcado tono de voz mitad catequista, mitad declaración testamentaria. Hace años yo sufrí la presencia semestral de una vecina que poseía un cerebro superlativo para la tarea de profetizar el pasado. En cada aterradora reunión de vecinos siempre bramaba lo mismo ante hechos ya consumados: «ya lo dije yo». Quizá aquella mujer no era muy consciente de ello, pero su latiguillo encerraba una lógica profunda que iba más allá de un alarde adivinatorio. Enunciar al principio de cada reunión su salmódico «ya lo dije yo» era una manera de eximirse tanto de la autoría del problema como de la responsabilidad de solucionarlo. Hacía buena la táctica que exhorta a acusar para ser absuelto. Un enunciado tan simple mutaba en una estratagema que al resto de la comunidad nos empujaba a inferir en su rostro un argumento imbatible: ella ya lo había advertido, así que nos tocaba apechugar a los demás que no habíamos hecho nada por evitar el anunciado desastre. Pero en realidad las cosas no eran exactamente así. Ella no lo había advertido, creía que lo había advertido, que es muy distinto. 

Los suministradores de predicciones ya consumadas son fáciles presas de una trampa cognitiva. Cuando se conoce el resultado de una acción se tiende a creer que ya se sabía lo que iba a suceder. El andamiaje de esta construcción se sostiene en dos pilares tremendamente tramposos. Solemos anticipar muchas cosas, pero solo nos acordamos de aquellas que aciertan, o que se aproximan a lo que finalmente ha sucedido. A veces ni tan siquiera es así, y se produce un espejismo sobre nuestra capacidad de recordar lo que pensábamos que iba a suceder. Nos hacemos trampas a nosotros mismos y modificamos inconscientemente nuestros pensamientos pasados. Se trata de una distorsión retrospectiva. Cuando sabemos algo a posteriori, se modifica la percepción del hecho que teníamos a priori. Al deducir ahora lo sucedido, al coger el cadáver del pasado y hacerle la autopsia, sesgamos el ayer, porque transfiguramos la valoración de lo que vemos con lo que sabemos. Con la información que poseemos ahora inferimos lo ya ocurrido y nos resulta palmario aceptar que ya lo sabíamos, aunque se nos olvida que en el momento en que las cosas todavía no habían ocurrido carecíamos de esa información. Analizamos en función del resultado, como por ejemplo suelen hacer los periodistas deportivos, que coligen no desde las estimaciones de la probabilidad sino desde el ventajoso conocimiento de lo que ya ha ocurrido. Esta práctica también es muy frecuente cuando uno se mortifica escrutando los hitos que ahora ensucian su patrimonio biográfico, o culpándose de hechos que ahora parecen tan transparentes que no podemos entender cómo no vimos el advenimiento del desastre (y de esa dolorosa evidencia se alimenta nuestra mortificación). Resumiendo todo este artículo en una sola idea. Cuando el futuro se hace presente se cuela en nuestras estimaciones del pasado. Dicho queda.



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lunes, julio 27, 2015

Vemos lo que pensamos


Pintura de Alex Katz
Una de las reglas de oro en la resolución de un conflicto consiste en evitar juzgar de antemano. Es una prescripción muy útil, pero muy difícil de llevar a cabo, porque todos nos dejamos conducir por impresiones rápidas y por la tendencia a padecer acto seguido la afección del sesgo de confirmación. Como repiten los neurólogos, a nuestro cerebro no le interesa conocer la verdad, sino garantizarse la supervivencia, y para sobrevivir necesita establecer predicciones, saber a qué atenerse, avizorar el futuro desde el presente utilizando conocimiento del pasado a través de la memoria. A nuestro cerebro le encanta comprobar que las piezas predichas encajan, efectúa inferencias para combatir la incertidumbre, opera con argumentos que le ayuden a contrarrestar la ocurrencia de disonancias. Nuestro cerebro confecciona una historia para que los acontecimientos presenten un hilo conductor con la menor cantidad de lagunas posibles, y lo hace eligiendo atajos simplificadores del pensamiento. Para edificar esta narración necesita combinar ideas, creencias e información que sin embargo en muchas ocasiones no puede demostrar. Inventa, ficciona, sustituye, interpreta, supone, calcula, intuye, sospecha. Aquí es donde se activa el sesgo de confirmación, la curiosa tendencia de nuestro cerebro a confirmar sus ideas iniciales aunque sean espurias.

De repente, y sin ser muy conscientes de ello, se produce una contorsión intelectual de una elasticidad descomunal: vemos lo que pensamos. La realidad se convierte en materia evaluable que verifica nuestros juicios. Anclamos nuestra atención en aquella información que corrobora nuestros pensamientos y se torna invisible aquella otra que pudiera objetarlos, o que nos obligue a repasar racionalmente la elaboración de nuestros juicios. La diferencia entre lo que uno piensa antes y lo que piensa después es ninguna porque la información reclutada es aquella que rehúsa que pensemos. Sólo nos apropiamos de aquella que da crédito a nuestras elecciones previas. Evitamos así la discordancia, un estado con el que nuestro cerebro mantiene una cultivada enemistad. De este modo damos primacía a nuestras creencias y ninguneamos todo lo que pudiera refutarlas. Hace unos años yo bauticé este sesgo con el más poético nombre de Efecto Richelieu. El famoso cardenal francés entregó a la posteridad una frase rotunda que compendia todo lo expuesto aquí: «Dadme seis líneas escritas por el hombre más honrado del mundo y encontraré en ellas motivos más que suficientes para hacerlo ahorcar». Dicho de otro modo. Nuestro protagonista seleccionará la información y la interpretará de tal forma que le permita enviar a la horca al autor de la misiva, que es exactamente lo que tenía decidido mucho antes de leer su carta. Hete aquí el rudimentario mecanismo de los prejuicios.



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martes, febrero 17, 2015

La conducta egoísta

Paseo, de Didier Lourenço
Es habitual motejar de egoísta a la persona que piensa excesivamente en sí misma. Pensar en uno mismo sin caer en el abuso es una tarea sana que no tiene nada que ver con el egoísmo. Correlaciona con el conocimiento, con la curiosidad de adivinar quién habita en las palpitaciones de las sienes, quiénes forman esa mitad más uno que hace que adoptemos una decisión y descartemos el resto de las barajadas. A mí me gusta matizar que la conducta egoísta no es aquella en la que uno se dedica a pensar en sí mismo, sino más bien aquella en la que uno desea alcanzar una autogratificación aunque perjudique a los demás. Sería todo curso de acción destinado a coronar un interés personal que simultáneamente desbarata el bienestar común. El egoísta no es por tanto el afanado en responder a las solicitudes de su ego, sino sobre todo es aquel que, al no pensar en los demás, sacrifica el interés de todos en aras de colmar el suyo privado. El utilitarismo de Stuart Mill postula dar la mayor cantidad de felicidad posible a la mayor cantidad posible de personas, y la conducta egoísta subvierte este enunciado buscando la mayor cantidad de felicidad privada aun a costa de provocar gran cantidad de daño en una gran cantidad de congéneres. 

El egoísmo es una pulsión (algunos autores hablan del gen egoísta) y, como toda pulsión, entroniza el instinto y destrona el pensamiento. Sin embargo, cuando incluimos a los demás en nuestras deliberaciones (la ética no es otra cosa que esta incursión), cuando «pensamos» en los otros, cuando deliberamos no en lo mejor para nosotros sino en lo más conveniente para todos, la inteligencia no tiene más remedio que comparecer. Desde la miopía instintiva es imposible ver los lazos que nos convierten en existencias vinculadas. La racionalidad nos humaniza al permitirnos contemplar a los demás con intereses similares a los nuestros que necesitamos ayudar a satisfacer igual que ellos nos ayudan a satisfacer los nuestros para ampliar posibilidades y atajar incertidumbres. En el ensayo Filosofía para desencantados (Atalanta, 2014) de Leonardo Da Jandra me topo con el siguiente esclarecedor párrafo: «Todos los actos egoístas reflejan una burda imposición de la animalidad sobre el espíritu; es la bestia astuta y deseante la que pide y exige sin querer dar nada a cambio. Para los que creemos que los ideales de la razón (bien común, justicia, paz) suponen una mayor evolución que los reclamos orales y genitales, el paso del egocentrismo al sociocentrismo es una muestra sublimadora de inteligencia y generosidad. La primera -concedámoslo- es una muestra inequívocamente evolutiva; la segunda es impensable sin el soplo hermanante del espíritu». Para tomar conciencia del otro como una equivalencia que solicita para sí mismo un valor parejo al que solicitamos para nosotros no nos queda más remedio que acudir a la racionalidad. Es decir, cavilar, discernir, razonar, inferir, pensar. Y actuar en consecuencia.



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