Pintura de René Magritte |
En teoría de la argumentación se
suele señalar que una afirmación está vacía de contenido cuando la afirmación
contraria en ese mismo contexto se antoja imposible. Este tipo de afirmaciones
poseen un exclusivo fin decorativo. No ofrecen
información
que abra nuevos ángulos de observación, o que el interlocutor no
conozca, pero sirven para colorear el
discurso, inyectar palabrería para que las frases se alarguen y los
discursos
parezcan más profundos y estéticos. Por ejemplo. Cuando en un sistema
democrático un
político electo afirma en mitad de una declaración que es un «demócrata
convencido», no
aporta nada, porque ningún político se definiría a sí mismo como lo
contrario, «un
dictador convencido». Yo al menos nunca se lo he oído decir públicamente
a ninguno de nuestros representantes. En realidad jamás he oído a nadie hablar mal de sí mismo en público cuando
hacerlo conllevaría consecuencias muy negativas para sus intereses y
mantenerse callado los mantendría intactos.
Este ejemplo rutinario demuestra que una virtud autorreferencial debería dejar de ser
virtud
cuando su antagonismo no se contempla como opción. Es pura retórica en
la acepción más despectiva del término. Sin embargo su capacidad efectista es muy grande. Por eso se utiliza frecuentemente. Aquí no me refiero a algo que la pedagogía de vivir demuestra a cada instante. Todos sabemos que la ética se entroniza en los discursos, lo que no impide que luego en muchas ocasiones aparezca destronada en los actos a los que aludían esos mismos discursos. No. No me refiero a decir lo que presagiamos que a los demás les gustará oír. Me refiero a predicar de nosotros mismos aquello que sin embargo no tiene cabida en la dirección contraria.
Quizá no seamos muy conscientes de ello, pero nuestro discurso cotidiano está repleto de expresiones así, palabras que sirven para abrillantar nuestra reputación aunque se presenten hueras y estultas, hablar y hablar realizando simultáneamente la proeza de no aportar nada relevante. Predicamos de nosotros mismos argumentos en los que sería inconcebible afirmar lo contrario para lograr la adhesión de un tercero: «soy muy honrado», «soy muy sincero», «soy una buena persona», «no engaño a nadie», etc,, etc., etc. Una afirmación es relevante cuando discrimina otras afirmaciones, pero se vuelve innecesaria o mera gimnasia retórica cuando no discrimina ninguna. La existencia del lenguaje duplicó la realidad al referirse a ella sin ser ella, al señalar algo que no necesariamente estaba presente, o a hacer presente lo ausente, pero también el lenguaje posibilitó la construcción de la mentira, puesto que una palabra podía desvincularse de la realidad a la que supuestamente representaba. Recuerdo un verso de un poeta francés parnasianista que me gustaba mucho en la adolescencia y que desde entonces me aprendí de memoria: «palabras, palabras, palabras, estoy harto de todo lo que puede ser mentira». A mi poeta se le olvidó que el lenguaje también ofrece la posibilidad de no encarnarse en nada sin necesidad ni de distorsionar la realidad ni de omitirla. Pura decoración.
Artículos relacionados:
El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras.
Explicarse es respetar.
Medicina lingüística: las palabras sanan.
Artículos relacionados:
El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras.
Explicarse es respetar.
Medicina lingüística: las palabras sanan.